En el fondo el suspenso de las películas de Alfred Hitchcock quiso mostrarnos los disfraces que utiliza la civilización para ocultar los auténticos rostros de la humanidad explotando, precisamente, las virtudes y defectos del código cinematográfico. Sobre todo su etapa en tecnicolor le permitió a Hitchcock, como lo propio hizo Stanley Kubrick con la música clásica –Beethoven en Naranja mecánica y Strauss para 2001: odisea del espacio-, contrapuntear el efecto estético con los contenidos y así sacar a luz la verdad en un tercer momento donde la síntesis involucra al espectador.
En silencio, como naturalizada, en la obra de Hitchcock transcurre la maldad humana, mientras que su empaque, su representación, tiene los colores adecuados para una mímesis entre civilización y el kitsch del american way of life, como en Los pájaros sucede con la Melanie Daniels que la viste y peina el demiurgo Hitchcock como anzuelo de comedia romántica para culminar en un perverso relato de terror omnipresente nunca explicado.
Pocos recuerdan que Melanie Daniels fuese la hija de un magnate periodístico de la ciudad de San Francisco y, a cambio, en la memoria fílmica está la duda si ella fue el motivo de la rebelión de Los pájaros –la Naturaleza irritada con la Bruja-, quizás en una de las acusaciones más misóginas de la historia del cine junto a El anticristo de Lars Von Trier.
Nada nuevo tal vez frente a lo que hace cotidianamente la gran literatura, por ejemplo, salvo que Hitchcock transformó su propósito en arte dentro de un género como el thriller que muchas veces fue vilipendiado. Y nada nuevo sería, si no fuese porque la contundencia de Hitchcock llegó a niveles de composición perfecta en un universo de vigilia que sólo vemos en el atormentado psicologismo de Ingmar Bergman y en cierta etapa chocarrera surrealista de Luis Buñuel.
Hoy en día, y como parte del diálogo entre la alta cultura y la comunicación de masas, tenemos muestras cada vez más profusas tanto en calidad como en cantidad, de esos rostros humanos, ambiguos y contradictorios que se dan en la sociedad contemporánea –ya hemos reconocido en otros espacios los aportes que en este sentido ofrecen las series de televisión.
Perdida es uno de esos ejercicios que derivan del cine de Hitchcock, incluso, de forma deliberada. El director David Fincher, quizás el estilista más importante en el cine estadunidense –Zodiaco, La red social o Seven-, afirma que partió de las premisas de Vértigo, la película que, dicen los especialistas, es la obra maestra de Hitchcock. Aunque vale la pena la aclaratoria que Perdida no es un remedo de Vértigo tipo Malicia de Harold Becker ni es el extraño calco de Psycho de Gus Van Sant.
Fincher plantea a su modo la doble faceta de un personaje para mostrarnos los disfraces de la civilización que tanto desveló Hitchcock. Es más que obvio señalar que Fincher moderniza los mecanismos de consenso de la civilización en su actualidad más globalizada que la de Hitchcock, al incluir la presencia desatada de los medios masivos de información como jueces impulsores de la corrección política.
El desmonte en ambos casos, tanto en Vértigo como en Perdida, se da a partir de una transición del carácter de los personajes cubierta con un velo de misterio donde se suspende el mundo axiológico –las razones del Mal subvierten cualquier justificación de los hechos-, circunstancia que nos adentra a una atmósfera de incertidumbre y complejidad por supuesto. El resto, formalmente, es vértigo puro.
En Vértigo Kim Novak interpreta un doble papel: a la melancólica Madeleine Elster, aristocrática, y a Judy Barton, mundana, que ya no responde al fetichismo objetal del impotente detective Scottie que añora la elegancia y el tocado de Madeleine. Y en Perdida Amy también es una mujer con una dualidad extrema aunque sea ella misma: por un lado es la autora betsellera de libros para niños, cierto, un modelo cool tras cinco años de matrimonio, ideal, con su apariencia liberal de pensamiento y su desinhibida carga erótica; y, por otro, tenemos a una sorprendente psicópata que es un monstruo familiarista capaz de las más retorcida acción para preservar, a toda costa, precisamente, a su familia –inclusive con una violencia explícita poca vista para una mujer.
Podríamos estar hablando de Amy como si fuera una extensión a su vez de aquella Kathleen Turner en Serial mom de John Waters o de Nicole Kidman, la lectora del estado del tiempo de Todo por un sueño del ya citado Van Sant. Hay todavía más un puñado de mujeres psicópatas en Atracción fatal de Adrian Lyne, Mujer soltera busca de Barbet Schroeder o simplemente recurramos a un ya un clásico entre nosotros, Clint Eatswood, que con Play misty for me dejó testimonio de los trastornos por una obsesión sexual.
Pero la diferencia del personaje de Amy con todas ellas es que su director no la enloquece ni le corta abruptamente su propósito psicópata –que le metiese a un final trágico. Perdida se detiene en una sátira que más bien recuerda al Robert Zemeckis de La muerte le sienta bien y se deleita con un tercer momento en la cinta, digno del más cruel humor negro. Este tercer momento disipa el suspenso por completo, ya encontraron a Amy y se impone la corrección política, y entonces se dispone a ubicarnos en el auténtico terror: dejarnos plácidamente en el triunfo de la máscara, donde la civilización tiene su más reconfortante estadio, la familia.
Y Fincher además lo hace con elíptica maestría sabedor de los niveles de composición de quien emula –de Hitchcock. Sabíamos cómo construye atmósferas Fincher: Seven, El club de la pelea y la mencionada Zodiaco son ejercicios supremos donde el aire pesa con grisácea neutralidad. Sin embargo ahora da la casualidad que pone en el cénit todo lo que esté a su alcance en la narrativa. Por ello Perdida es lo máximo que ha realizado Fincher con una Amy que genera vértigo: ya sea en la cama o con arma punzocortante.