Para Milan Kundera, La fiesta de la insignificancia no representa más que la confirmación de sus tesis planteadas desde La broma allá en 1967, novela inicial de su obra que, planteada a distancia a cerca de su medio siglo, abrió la ventana para atisbar los ridículos errores del socialismo real con una sutil inteligencia para utilizar el sentido del humor como arma corrosiva para diluir el postulado del nacimiento de un hombre nuevo.
No me atrevería a afirmar que su último libro cierra un círculo virtuoso de pensamiento favorable en torno al arte de la novela -substanciando la vida misma en su representación mayor-, y sobre todo que fuera un colofón a su misantropía. Pero igual, su lectura obliga a recorrer todas sus novelas y relatos para advertir que estamos frente a un autor que, si bien no se extingue a pesar de sus ochenta y cinco años, sí se decanta en su forma denotando menos cansancio formal sino, en todo caso, demostrando una sabiduría que va de la máxima al simbolismo sin ninguna petulancia.
Tenemos en La fiesta de la insignificancia al mismo demiurgo que se separa de los personajes. Como en el capítulo sexto de La insoportable levedad del ser, donde Kundera hace un paro total para destazar a sus protagonistas y, lo más importante, para desplegar su provocador pensamiento acerca del kitsch con un manejo superior de la filosofía y las estrategias simbólicas de las religiones.
Sólo que ahora el demiurgo se torna más críptico que de costumbre y nada más enuncia los elementos como en los primeros relatos de Franz Kafka. No llega la prosa de Kundera al aforismo, pero su fraseo es tan elíptico, que su ahorro de tiempos muertos lo que ofrece son postales diáfanas -de abierta textura-, que te sorprenden por no esperar al secreto desvelado. Hay en La fiesta de la insignificancia un Milan para nada alambicado, lo muestra el propio capítulo sexto en donde «La caída de los ángeles» exhibe el absurdo de la risa con un ostentoso Stalin, dueño de la escena, explicando la diferencia entre Kant y Shopenhauer (la diferencia, según esto, es la prevalencia de la voluntad por encima de una objetividad real).
Quizás estemos frente a su epitafio, él mismo lo advierte: el chiste de las perdices marcaría el crepúsculo de la broma, o el mundo de la posbroma. Stalin se reúne con sus colaboradores para contarles la inverosímil historia de un cazador que recarga su escopeta y las perdices lo esperan para morir en fila -primero doce y luego se repite el número. Kundera utiliza este episodio, y sobre todo la reunión con su politburó incluido Beria, Jrushchov y Kalinin, para ubicarnos en un sitio donde la tragedia y el horror se unen a lo más tierno del ser humano. Kundera evoca a Hegel para subrayar el infinito buen humor que va más allá de la sátira, la burla y el sarcasmo. El infinito buen humor puede observar la eterna estupidez de los hombres: como lo hace en La fiesta con Stalin y su séquito.
Ya Hegel había sido sobajado desde La broma, al presentar Kundera a Praga con un clandestino optimismo contrarrevolucionario. La tristeza interior y seriedad que oficialmente promulgaba el partido comunista para mantener y justificar la victoria de la clase obrera, para Kundera fueron el telón suficiente para desarrollar la serie de paradojas que, en esa novela, se despliegan en el marco de un mundano existencialismo juvenil. Pero más allá de ello estaba la tensión fuerte entre la alegría -más bien humor-, que se oponía al totalitarismo. Kundera en todo su discurso ha opuesto a la sentencia marxista, convertida en un evangelio, una condición humana repleta de dudas que niegan el debe ser colectivo. Individualmente rescató siempre la risa como sinónimo de resistencia.
Aunque, para ser justos, restemos ambición ideológica a Kundera, que de verdad no la tiene, porque su ambición está en otra parte. La ambición del escritor es ésta, confesada en varios momentos: su reto es unir la extrema gravedad de las preguntas más trascendentales del hombre al extremo de la levedad. Esta combinación, dice Kundera, revela la insignificancia de nuestros dramas en un escenario como la historia -insiste Kundera en la desmitificación de los determinismos-, al final de la utopía como un divertido vodevil que representa en su reverso el triunfo de la taberna de Cervantes.
El humor que notamos en La fiesta de la insignificancia por supuesto sigue más próximo de Rabelais. Recordemos que Kundera ha endechado a Europa su desconocimiento por la novela. Los europeos deberían leer en la novela su más relevante invención -más bien, contribución. Por ello antepone al resto de los eruditos a Rabelais que recorre y recurre a todo para saber si Panurgo debe casarse o no sin encontrar una respuesta posible. Después Kundera resume el siglo XIX con el humorismo melancólico de Gogol, donde la gracia desemboca en aflicción. Y Kundera en La fiesta de la insignificancia no transita por el ánimo gogoliano sino más bien continúa una veta pantagruélica.
Para mi gusto, esté último libro tiene una estructura semejante a La insoportable levedad del ser. El capítulo que precede a la conclusión, conlleva una atmósfera brutal, como lo serían los chistes de Stalin que hace sorna del mal urinario de Kalinin y de la supina ignorancia del soviet supremo. Este movimiento fortissimo, no tan cruel como «La gran marcha» de La insoportable, en La fiesta de la insignificancia se corona con un adagio: una atmósfera de paz y compasión. A mí nunca se me ha olvidado la sonrisa de Karenin en La insoportable y ahora es difícil ningunear la irreverente miada de un viejillo enjuto de barbilla puntiaguda en el Jardín de Luxemburgo de París. El crepúsculo de la broma, o el mundo de la posbroma, no podría exhibir inmejorable representación del absurdo humano, como con esta despedida, cuando la calesa arranca y se aleja lentamente por una larga Alameda. Adiós, ¡purga a los agelastas!