Youth: No todo está podrido mientras exista el arte

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La magnificencia del discurso cinematográfico del director italiano, Paolo Sorrentino, es resultado de una acuciosa fotografía y de una fina crítica al modo de vida de la sociedad contemporánea. 

Sorrentino no pretende altisonancias iconoclastas y menos en el escaso texto que ocupa, en todo caso su propósito es dar la vuelta a los lugares comunes de la decadencia con agudas reflexiones frente a situaciones melodramáticas.

En Youth (2015) continúa el napolitano con el circunloquio preciosista de La gran belleza (2013). En esta pieza magistral una vez más la palabra llegó exhausta, ya indigesta de significar en el contexto de la pompa intelectual. 

Y, en lugar de ello, como búsqueda de un esperanto visual, el hijo putativo de Federico Fellini ha encontrado la fórmula lírica para ser profuso con lo mínimo.

Este carácter minimalista de Youth basta a pesar del ritmo lerdo y casi virgen de sobresaltos en la edición. Paradójicamente, Youth es una película ampulosa gracias a los hinchados encuadres que registra como estampas bucólicas en las montañas de una Suiza alejada del mal: se trata de un hotel donde la gente deja a un lado sus pronunciadas frustraciones, obsesiones y manías burguesas.

Todo artista que se precie de manejar el lenguaje de su ámbito, desea plasmar un día aunque sea el último en la vida, una obra prístina que contribuya a la historia de su arte. Pues bien, en cualquier costado que se le mire, el inspirado discurso cinematográfico de Youth es una búsqueda poética con hallazgos originales. Poesía de un Sorrentino que llega al medio siglo con pleno desenfado para expiar la nostalgia.

Sorrentino todavía está muy joven para ser viejo y por ello se traduce como apresurado el recuento existencial que ha filmado en sus últimas dos películas: La gran belleza y Youth. Aunque también está ya viejo para ser joven, lo que no sólo comprueba el prurito de la edad, sino también muestra cómo, en el trajín posmoderno, la fugacidad de las cosas castiga el triunfo del físico. 

De hecho el periodo de éxtasis en la etapa moderna tiene crestas efímeras, muy cortas, debido a profesiones que demandan el título de la cinta: la juventud de los actores sociales o políticos que encarnan la ansiedad actual.

De ahí parte la deconstrucción de Youth: en medio de la sociedad del consumo, hay un sinfín de monstruos de la idolatría devorados por la frivolidad y la fama huera.

Sin embargo, a pesar de que no tiene  la edad del hasta hace un año inmortal director portugués Manoel Oliveira ni tiene el recorrido de su influencia mayor, el citado Fellini de su etapa final, a Sorrentino le sobra madurez y en poco tiempo ha alcanzado la exquisitez de lo simple, como el soberbio concierto de la soprano Sumi Jo y la violinista Viktóriya Mulova.

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Filma quieto, sincopado e híbrido, mezclando imágenes propias de la globalización –más en La gran belleza-, con referencias de la cultura de élites como el poeta romántico Novalis.

Youth es un ejercicio visual fastuoso con imágenes que se detienen en la trama, como si estuviesen dotadas de cierta autonomía de significado. Por eso esta película se percibe como fragmentada, como si muchas de las secuencias fueran accidentes secundarios de los protagonistas -lo que denota la tesis de Paolo Sorrentino: la vida como accidente.

Fragmentación que le permite contrapuntos perfectos para tomar distancia de los efectos lacrimógenos; sí, prefiere romper un desenlace sentimental y dejar abierta la síntesis alternando atmósferas disímbolas entre sí.

En este sentido apenas roza la postal porque no se engola con los filtros ni artilugios kitsch, y vira hacia lo inédito con íntegra amalgama entre el discurso narrativo y los pies musicales que se vuelven un solo mensaje.

Sorprende en este sentido la fusión poética del filme Youth; para eso Sorrentino opta por una sabiduría equilibrada: sorna, confesión de prejuicios, obsesión de género y conmiseración para liberar la pena por la ausencia.

Insistimos que en Youth la palabra se ha gastado: el director de orquesta retirado es el personaje más ensimismado de la Tierra, huraño, profundamente enraizado a la figura hosca anti-intelectual del compositor Ígor Stravinsky, el elegante, y a la misma masajista con frenos que prefiere el tacto y la piel al miedo oral.

Sorrentino conoce la incertidumbre de un mundo secular, donde los dioses han perdido la estética atemporal que les distingue y postra en el imaginario de la eternidad: están ventrudos a punto de reventar, como Maradona, o ya son un cascajo de maquillaje como la cuasi momia Jane Fonda. Maradona con su tatuaje de Marx en la espalda o Jane Fonda con su plasta en el rostro se vuelven paradigmas de la decadencia, y de forma silenciosa Sorrentino nos los presenta con cierta compasión como prueba de que no todo está podrido mientras exista el arte.

 

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