A Umberto Eco, lo que le sobraba, eran dosis de humor negro para desmontar cualquier tipo de impostura: lo mismo aleccionaba con guasa para elaborar una tesis que reprochaba actos de sobresemiosis a nivel cotidiano.
Diferente del gran poeta Paul Valéry, Eco criticaba la noción de museo con ironía mas no con enfado. Compartía con Valéry la definición del museo como una acumulación voraz, arbitraria y acto de rapiña en sus orígenes pero, todavía así, las propuestas de Umberto para un museo del tercer milenio iban sustentadas en una utopía más risueña que rezongona.
Como nunca hoy se precia la ausencia de Umberto Eco, cáustico ante los epifenómenos de empoderamiento libertino en las redes sociales, por lo que afirmó -aquí sí con una mueca sostenida- que la internet se puebla con una legión de imbéciles.
En la revisión de todos sus libros de matices literarios y teóricos, el mejor Eco precisamente no estaba ahí: Número cero no fue la novela que espulgara los meandros de la máquina del fango (otro acierto taxonómico para dar varapalo a la prensa amarillista) al estilo de un sabueso medieval.
No obstante, el trazo fino de Umberto en Número cero es suficiente para burlarse de los buitres modernos de la información, con excelsos detalles como el de la gota de agua del principio o la desternillante investigación sobre el cadáver de Benito Mussolini.
Eco exhibió, valga el uso plástico del término, un museo repleto de ironías que explicaban ene contextos políticos, sociales o artísticos con impecable esgrima.
Quizás las más excelsas socarronerías fueron las mostradas a través del viejo Simonini en El cementerio de Praga, así como la burlesca argumentación y desmantelamiento de la fisiognomía en De los espejos y otros ensayos, donde estaba ampliamente discurrido el hombre omnicomprensivo que fue, un intelectual todoterreno, que comprendía de forma íntegra con lujos eruditos que, en efecto como señala Juan Villoro, en realidad eran insultantes.
Ofendía su inteligencia, avasallaba la destreza con que enfrentaba cualquier tema con enfoques en donde casi jamás se cruzaba la ideología.
Alessandro Baricco a propósito de su muerte escribió y nos recordó lo que a final de cuentas tendría que ser un intelectual. Dice Baricco: “se gana cuando se comprende, se narra o se nombra al mundo”.
Eco tuvo la fortuna de ganar de sobra comprendiendo para relatarnos con lúcido y lúdico espíritu, y para nombrar las cosas con una iluminación poco vista en el mundo contemporáneo tan reacio, precisamente, a los cambios súbitos de la comunicación.
Insistimos que la parte toral del discurso equiano se encuentra en el desmonte de las imposturas, sea desde el aspecto epistemológico como en La estructura ausente, acaso su mejor libro; sea desde el brillante guiño filosófico que es El nombre de la rosa; o bien, desde la frágil línea de la moral como en ¿En qué creen los que no creen?, diálogo epistolar sobre la ética con el cardenal Carlo Maria Martini.
Grandes supuestos terminaban en el paredón de su pluma; aunque es imprecisa la figura, porque no había acribillamiento en ninguno de sus textos. En todo caso prefirió voluntad positiva y abierta, y un donaire lo distinguió como un caballero del pensamiento que combatió cualquier arrogancia con gracilidad e inteligencia, ¡hasta el viejo Simonini resultó un truhán!