Existe una radical diferencia entre el ateísmo de Luis Buñuel, por ejemplo en películas como El ángel exterminador (1962), Simón del desierto (1965) y El discreto encanto de la burguesía (1972), y la postura incrédula de los hermanos Coen en Salve César! (2016).
El director español constriñe sus energías en favor de una provocación que al final del día era moralista, hasta que se liberó de los demonios del sexo como confiesa en su biografía Mi último suspiro. Mientras que el cine siamés de los estadunidenses roza, sí, el ángulo ateo pero se amplia en la medida que su discurso más bien es misántropo.
El cine de los Coen es mucho más agnóstico que ateo, por ello cuando suspenden la creencia misma -a la que despojan de status siempre que la abordan-, la burla termina como una más de las casualidades en las que un discurso marco va demoliendo otras estatuas colocadas en el museo de la razón.
Buñuel, en cambio, al reconocer la propia creencia, asume un papel moralino de juez al tratar de borrar aquella -a la religión-, cuando él mismo le otorga un espacio dentro de sus películas; es decir, le da existencia, la representa en buena parte de su corpus.
Buñuel entonces se precipita, con todo su derecho a ser ateo, engulléndose a sacerdotes de provincia con castas tentaciones que responden a una tendencia artística que se volvió cliché contracultural, como en el cine de la época del echeverriato en México.
Sobre todo recordándoles Buñuel sus restricciones en cuanto a los placeres de la carne, véase las sorprendentes alegorías de Simón del desierto o las suculentas escenas oníricas de El discreto encanto de la burguesía.
Estos citados bocados del español, por cierto, a través de la historia se han convertido en piezas de arte no solamente por la recargada semiosis política que implica y hasta sus riesgos de coyuntura –censura en toda la extensión del término-, sino porque Buñuel logró un lenguaje visual cuya estética potenció las virtudes del cine.
Las cintas de don Luis liberan la literalidad y linealidad de la narrativa y acercan todavía más a la imaginación poética; por eso metodológica y teóricamente Buñuel fue un artista de vanguardia.
Curiosamente ambos ocupan al humor negro para destazar el dogma católico, como en el caso de Buñuel, o para emprenderla contra la especie humana, como parece ser es el único acto de fe de los Coen.
En este sentido, es más probable que tras la apariencia autista de los Coen -porque no se les cree, por cierto, su neutralidad filosófica-, esté el pensamiento misantrópico de Arthur Schopenhauer, los vacíos pesimistas de Franz Kafka al que siempre han negado y hasta el huraño Marx -pero Groucho.
Esto habla entonces de una misantropía a flor de cámara: Salve César! se la pasa endilgando cates a los religiosos, pero también a tabúes como la victimización de los comunistas durante la cacería de brujas del senador Joseph McCarthy, se mofan del refugiado filósofo líder de la escuela de Frankfurt, el alemán Herbert Marcuse y de paso le dan duro y a la cabeza al cine, el bálsamo del dolor contemporáneo como es definido en la propia Salve César! (cine al que, de soslayo, demolían en la premisa de Barton Fink con el brechtiano guionista que termina escribiendo un baratísimo filme de luchadores).
Para comerse un cura, hay niveles
Dentro del vastísimo abanico de películas ateas, es probable que las que más rechazan la existencia de una autoridad divina, no necesariamente sean las que más evidencian un tácito comecurismo.
Así habrá que considerar a El séptimo sello (1957) de Ingmar Bergman y a Crímenes y pecados (1989) de Woody Allen, como sutiles piezas filosóficas que, aunque no asumen la euforia de ridiculizar o espantar al clero, horadaban con mayor contundencia el dogma religioso con los discursos que sobrellevan las historias.
A los nombres de estos ateos de privilegio, como lo serían Bergman y Allen, tendremos que agregar a estos dos marxistas no declarados: los hermanos Coen. Marxistas porque, a pesar de que no son abiertamente émulos de los hermanos Marx, una buena parte de su último cine está dedicada al screwball comedy, la comedia de idiotas que impulsó el trío marxista, jocoso e inteligente para deslizar sus críticas entre una sociedad, como la estadunidense, tan moralista en la mitad del siglo pasado en la época de la Gran Depresión. En efecto, el género screwball evadió la censura, operó políticamente correcto pero se dio el lujo de colar contenidos y chistes que eran suficientes para resaltar los conflictos de clase social, entre otros –bueno, todo Charles Chaplin fue así.
De comecuras evoquemos los discursos de la obra completa del director italiano Pier Paolo Pasolini, que en forma deliberada utilizaba al panfleto para descargar sus provocaciones. La guerrilla visual de Pasolini se basaba en asustar a través del pubis y la insinuación fálica. Pasolini respondía a una época en donde la iglesia era uno de los enemigos de los discursos de izquierda tan en boga como política de los estados laicos.
Ahora habrá que incluir Salve César! que no se altera en sus estampas iconoclastas. Distante de la furia amenazadora del performance teatrero y del cine shocking tipo Alejandro Jodorowski y Rafael Corkidi en la década de los setenta, la apariencia bobalicona de los Coen en Salve César! no funciona en el vacío del gag; al contrario, en esa pequeña bisagra son capaces de sustancializar la misantropía con un elegante guiño de ojo donde no se espera más que una tontería.
Recordemos que si algo había mostrado la obra de los hermanos Coen es la falta de fe. No me refiero al compromiso por el cine, sino más bien que ellos enfatizan la ausencia de lo divino: la relatividad ética de Barton fink (1991), la ridiculización del mito de ¿Dónde estás, hermano? (2000), la tragedia del sujeto de El hombre que nunca estuvo (2001), el grado cero de la justicia de No es lugar para los débiles (2007) y ahora Salve César!, subrayan precisamente la falta de credo.
Y es tal la factura de los Coen, sus calcos del cine de los cuarenta y son tan impertinentes sus pastiches, que a ratos recuerdan una suerte de escritura automática que ronda el surrealismo. Salve César! en todo caso estaría más cercana a La vida de Brian (1979) de los Monthy Python, dirigida por Terry Jones, que al resto de cine de abrupto exhibicionismo citado.
Por ello nada gratuito es que el parlamento sublime del personaje interpretado por George Clooney, sea arruinado por el olvido de una sola palabra: fe.