Clásicos menores. Dios en tu cuerpo. Bergman: A través de un vidrio oscuro

Clásicos menores
Dios en tu cuerpo
Bergman: A través de un vidrio oscuro
 
 
 
 
Raciel D. Martínez Gómez
 
La obra del director sueco Ingmar Bergman siempre cuestionó la representación y la introyección cotidiana de los axiomas religiosos. Para Bergman estos axiomas se expresan en su contexto burgués y nórdico con autoritarismo y, sobre todo, se desarrollan como estadios alienantes.
 
Aunque de forma sutil Ingmar no guardó corrección política para señalar, a esta religiosidad entrampada, como una acción violenta que contraria el ideal que persigue el dogma.
 
Sin embargo, de educación luterana, Bergman no exactamente fue un rival directo de Dios –como lo fue el surrealista Luis Buñuel-; más bien, su reclamo era por el cruel silencio. En este sentido Bergman era, más que ateo, un misántropo que reprochó los caminos torcidos de la piscología humana (véase Fanny y Alexander).
 
A través del vidrio oscuro fue filmada en las Islas Faro en 1961, también se le conoce Como en un espejo, y la cinta ganó el Oscar a la Mejor Película Extranjera. Especialistas en la materia han dicho que A través de un vidrio oscuro inicia la trilogía del silencio de Dios, a la que le siguieron Los comulgantes y El silencio.
 
Antes de rodar A través del vidrio oscuro, Bergman ya tenía en su haber más de 25 películas, entre las que destacaron Un verano con Mónica, el reticente erotismo de Noche de circo, Sonrisas de una noche de verano, la magistral El séptimo sello y Fresas salvajes.
 
A diferencia de los encrespados efectismos pro católicos que ofrece la propaganda de filmes sobre exorcismos –cómo sacarte al peor de los diablos-, el cine de Ingmar, en concreto la película A través del vidrio oscuro, se plantea el camino reverso del moralismo citado: y es que si, en lugar de tener el demonio dentro, ¿tuvieras al mismo Dios royendo tu cuerpo como si fuese una araña gigante?
 
 
La atmósfera, una apuesta moral
 
Independientemente de lo que significa la función operativa del ejercicio estético para la confección de una escenografía, como lo es la recreación de una determinada época, el planteamiento de una atmósfera es, sin lugar a dudas, una apuesta moral.
 
La escenografía en el cine obedece a intereses particulares de un director que define, desde ahí, su punto de vista acerca del mundo. Elige a su albedrío, y no otro, desde dónde y desde cómo defender el camino de su mensaje final. Asimismo, desanuda las tensiones dramáticas -propuestas por él-, y alza el brazo de la victoria a su conveniencia tras un falseado conflicto de incertidumbre.
 
Omite entonces, como demiurgo, desde una altura de creador, y destaca aspectos de valor por medio de artificios que se suceden en lenguajes naturalizados por un discurso fílmico que suspende la realidad. Ninguna identificación valoral es connatural, hay que aclararlo; al contrario, todo subrayado fílmico es una construcción que deviene de un juicio previo y que asume por supuesto un ángulo ideológico.
 
Además de la apuesta formal que representa el diseño de arte en la actualidad, la construcción de ambientes en el cine conlleva una intención dramática que, inclusive, se transforma en protagonista de la propia película.
 
Solamente habría que remitirnos a las tesis del expresionismo alemán en donde la arquitectura, la luz y la dimensión misma que daba la colocación de la cámara desarrollaba un propósito, tal y como observamos en El gabinete del doctor Caligari, Metrópolis o Nosferatu.
 
Ya en la etapa contemporánea, lo hace Stanley Kubrick con Odisea 2001 donde el hombre queda minimizado frente a la grandilocuencia de un conocimiento ajeno a la lógica civilizatoria; también observamos en un director como Ridley Scott, en las cintas Blade runner y Prometeo, esta premisa que deja en orfandad al ser humano. El propio Kubrick muestra su habilidad para que el entorno marque este señalamiento de valor en Barry Lyndon y por supuesto en El resplandor.
 
Por ello es tan difícil de apreciar a un director como Lars Von Trier, ya que sus atmósferas se hallan en una zona intermedia, en una especie de interregno donde ese juicio moral no encuentra decantación específica.
 
Nos referimos a películas de Von Trier como Melancolía, al borde del fin del mundo, y a El anticristo con una apuesta rabiosamente misógina con alusiones a los relatos de brujas sin jamás abonar al género de terror.
 
 
La moralidad de las formas
 
En este contexto, qué juicio moral se podría palpar en la obra de Bergman, cuando todas sus decisiones formales: pensemos en sus encuadres, en su cromática, en sus desplazamientos, en su definición de interiores, en la elección de exteriores y en la distancia que toma su fotógrafo de cabecera, están canalizadas a mostrar al hombre en una circunstancia desoladora.
 
La soledad para Bergman está concretada sobre bases objetivas que tienden a ser neutras. Se apreciarían neutrales en tanto no se ciñen a los cartabones vueltos fórmula.
 
Revisamos cualquiera de sus películas y, desde el inicio de su carrera, sus planteamientos ubican al hombre en el centro de una paisaje mucho mayor que aparece impávido, como que no hace caso a la presencia de un hombre que está solo.
Esta soledad se mina en filmes como El séptimo sello o Noche de circo, incluso, y se nota más en una película como A través del vidrio oscuro.
 
A través del vidrio presenta a distancia un contraste muy curioso. Aunque ya sabemos que la dirección de Bergman jamás se ciñó a las fórmulas de los géneros, como en cambio ocurrió en directores como Alfred Hitchcock, vale la pena contrastar cómo Bergman plasma el internamiento de un poder a un cuerpo ajeno que queda despojado de su voluntad.
 
Estaríamos hablando de una posesión que pone en estado alienante a un personaje que no puede frente a una voluntad y poder mayores que utilizan cualquier medio para proyectarse.
 
Esta ominosidad es un poder invisible, extraño para la visibilidad cotidiana, es precisamente construido en el cine desde elementos que se vuelven morales. Y es que los códigos fílmicos han estereotipado la aparición y presencia de la otredad, desde una decisión dual, que pasa por el lucro infinito de la culpa.
 
Mientras que la normalidad es articulada a la bondad y a los valores positivos, lo ajeno se enturbia, hay una deliberada apuesta por generar incertidumbre. Así las cosas, lo malo, la maldad, lo demoniaco, con todo lo que implican analogías como las mencionadas brujas o las metáforas del bosque y hasta la naturaleza salvaje, permiten subrayar un modo de ver la vida moralmente.
 
De facto ya hay un código que plantea la parafernalia, donde prácticamente está descontada cualquier percepción distinta al mal como elemento desestabilizador con una estética que va desde un efectismo clásico que abusa del psicologismo del suspenso hasta llegar a los extremos, también moralistas, del cine serie B gore y splatter -recordemos que el Jason de Viernes 13 mata adolescentes que se van de pinta al bosque y se inician en el sexo a espaldas de los entornos familiares.
 
 
La araña que es divina

 

Ahora bien, a diferencia de los filmes de terror donde la posesión satánica es anunciada puritanamente con efectos dramáticos, insistimos morales, obviamente desde la música y efectos y sintaxis que rayan en el chantaje emocional, Bergman abre las posibilidades estéticas con una nueva posesión.
 
Lo que hizo el sueco fue trocar la inercia fílmica en la década de los cincuenta: Y si en lugar de tener dentro al demonio, ¿tienes a Dios mismo en tu cuerpo?
Para la enferma de la mente, la Harriet Andersson de Bergman, Dios es una araña gigante que se mete a la piel y se adueña de su voluntad. Es un raro llamado de la divinidad que la vampiriza de algún modo, la postra como un zombi iluminado que no termina de convencerse que se trata del propio Dios.
 
La ambigüedad de A través del vidrio oscuro genera un ambiente de extrañamiento. Bergman no termina de señalar si es un absoluto negativo. La tradición fílmica alude al peligro externo en un cuerpo, que es el último territorio de identidad. Por eso la lucha en el terror se anuncia con señales que están alrededor.
 
La mayoría de lo que ocurre en el terror se basa en la creación de una atmósfera negativa. Las hay asfixiantes como Fantasma de Don Coscarelli, bizarras como El pájaro de las plumas de cristal de Dario Argento o con un equilibrado efectismo, como en El exorcista de William Friedkin.
 
A través del vidrio oscuro es probable que esté más en consonancia con el ambiente de ominosidad ambigua que creó Roman Polanski para El bebé de Rosemary. Más que una maldad externa, coloca al universo cotidiano de la familia como ese poder que naturaliza la maldad. Así ocurre también con Intriga en la calle Arlington en cuya estructura ciudadana está la clave del complot -los vigilantes del estatus quo. Pesadilla en la calle del infierno de Wes Craven deja una cicatriz en el género. Lo novedoso de Craven radica en el desplazamiento del mal. En el combate externo hay una proclividad por formular un choque entre el bien y el mal. Mientras que en el discurso craveniano no hay manera de frenar dicho mal, porque este se encuentra adentro y en una zona libre de actuación como serían los sueños.
 
En A través del vidrio oscuro estamos estupefactos de cara a un personaje que pierde su alma, como los gritos sordos de Edvard Munch. La Harriet convalece y se diluye cualquier chispa en la mirada y se desprende del universo cotidiano.
 
Hay un tedio que se adivina en los ojos del personaje central. Aburrición, resultado de una falta de sentido terrenal y en todo caso la mujer entregada a la numinosidad religiosa, ignoto tránsito que en buen tramo nos comparte aflicción y nos confunde si de verdad sea el Dios omnipresente bondadoso u otra especie de demonio.
 
La película no ofrece pistas efectistas que moralicen la posesión. Mientras que en cualquier exorcismo, véase desde Friedkin, El exorcismo de Emily Rose hasta El rito, se antepone una estética previa que avisa moralmente de la prevalencia de la maldad.
 
En eso hay que substraer a Bergman de las fórmulas falsamente éticas. El cine de Robert Bresson en esta línea está íntimamente relacionado a la estética bergmaniana. En el desierto moral de Ingmar permanece una distancia fría para registrar la decisión de Harriet por internarse en el mundo de las vocecitas.
 
La esquizofrenia es vista desde una óptica anti climática. La decisión, dura, de irse del otro lado, de decidirse por la locura aparente, tiene un encuadre gélido como los cuadros donde sólo entra el sol tibio en habitaciones que semejan naturalezas muertas.
 
Bergman así cuestiona la representación y la introyección cotidiana de los axiomas religiosos. Aunque estos axiomas se expresan en su contexto burgués y nórdico, es válido ponderar este cuestionamiento de A través del vidrio oscuro como universal, en apariencia un clásico menor, que bien sirve para entender los estadios alienantes que pudiese provocar lo que tanto le inquietó al director sueco: el silencio de Dios.