Raciel D. Martínez Martínez
Conocí al artista, neólogo y fugaz xiqueño Felipe Erenbergh (1943-2017) en el año que se inauguró el Instituto Veracruzano de Cultura (IVEC), en 1987, allá en la sede de Veracruz ubicada en el edificio monumental que data del Siglo XVIII, el ex Convento Hospital de los Bethlemitas.
Como primer territorio libre de la lógica, dicho por mi maestro Arturo García Niño, en el Puerto era un deleite llegar temprano a la calle de Canal, esquina Zaragoza, y observar a los repartidores del Notiver disputarse los ejemplares que vendían en la propia calle, en los restaurantes, cafés y autobuses públicos.
Compartíamos una ecléctica oficina donde tenía de vecinos a Felipe y a Francisco Beverido con sendas máquinas de escribir Olimpia. Ese año de 1987, estaba próximo a presentar mi tesis de Licenciatura en la Facultad de Ciencias y Técnicas de la Comunicación de la Universidad Veracruzana (UV) y trabajaba en el Departamento de Comunicación del IVEC.
Y Felipe se distinguía, por supuesto, por opinar de todo, ser una fuente de consulta obligatoria y por imponerse de inmediato como autoridad en el abanico de temas culturales, por ejemplo rastreaba las bienales con un furor y curiosidad notables ¡y hasta de títeres checoslovacos tenía referencias!
Nada del arte y de nuevas vertientes y tendencias, llámense alternativas o tradicionales, le era ajeno.
Nuestra convivencia duró escasos meses, porque el proyecto del IVEC no fue lo anunciado por la administración del gobernador del Estado de aquel entonces, Fernando Gutiérrez Barrios. La directora, la Doctora Ida Rodríguez Prampolini, esperaba un impulso a la cultura de otra índole. No hubo el presupuesto prometido y se dio una desbandada entre quienes no vimos que las cosas fueran como se proyectaron.
Me regresé a Xalapa a trabajar al periódico Política. En 1988 solicité una beca a la Fundación Miguel Alemán para una estancia en un periódico de Estados Unidos. Quedé entre los finalistas, pero mi terquedad fue mayor. Insistí en irme a The Washington Post, por eso de conocer a Bob Woodard y Carl Bernstein, autores del libro reportaje Todos los hombres del presidente. La Fundación me dijo que si quería podría irme a The Boston Globe, y dije “no gracias, prefiero el Post”. El resultado, previsible, es que no me dieran la beca y en cambio ese año se fue Carlos Ramírez a la capital de EU.
Sin embargo la Agencia Rusa de Información Novosti, me hizo una extraña invitación en 1989: recorrer la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas –Moscú, Leningrado y Tallin-, para difundir los resultados de la política del presidente Mijaíl Gorbachov.
Fue así que gestioné mi viaje a la URSS, llegué al aeropuerto y me topé con Felipe. Nos saludamos con mucho gusto después de dos años de no vernos. Y le pregunté cuál era su destino de viaje. “A Moscú”, me dijo y me a eché a reír. “¿No me digas que vas con el pool de periodistas mexicanos para conocer la perestroika?”, le pregunté con gesto de qué padre coincidencia y, en efecto, tendría el acompañante ideal para conocer la URSS.
En Moscú, en el Hotel Cosmos, compramos a un pirata peruano, relojes de Yuri Gagarin, costaban nada, el equivalente a dos dólares. El extensible era de piel negra y la carita del primer astronauta era del más divertido kitsch.
Caminamos mucho admirando la arquitectura imperial y socialista, y Felipe nos sorprendía por su capacidad para convivir, para hacer amigos y, literalmente, su ADN para romper el hielo ante cualquier situación que sabía cómo sortear. De los 15 periodistas que viajábamos –Felipe era columnista visual en El economista-, él por supuesto era el que más gozaba el barrio de Arbat.
La extensa calle estaba llena de locos que arengaban sobre un improvisado pretil de madera, intelectuales de cafetín, dibujantes, pintores y artesanos que exhibían toda clase de representaciones artísticas, Felipe con casi todos tenía un detalle, entablaba una conversación ya sea en modo aspaviento o en perfecto esperanto posmoderno.
También fuimos juntos al Mausoleo de Lenin, donde nos pasaron sin hacer fila y vimos a Vladimir acaso un minuto, y conocimos la iglesia de Iván el terrible al interior del Kremlin haciendo bromas sobre el tamaño de las puertecitas laterales en donde seguro el zar tenía que doblarse en mitad.
Ambos no entendíamos el crimen artístico del régimen socialista al arrancar las corolas de oro de los iconos religiosos, separándolas de su contexto de creación.
Junto con su hermano Miguel recorrimos el Metro de Moscú donde cada estación es un homenaje a las artes. Los vi comprar ámbar, sobre todo a un Miguel emocionado con las piedras.
Entramos en completo desorden al Palacio de Catalina en Pushkin y deslizábamos como en patines en los enormes salones con pisos súper lisos, como si fueran espejos, y fuimos regañados por las matrioskas del lugar, pero Felipe siempre mostraba un verbo y una coartada no sólo para apaciguar la vigilancia estricta sino para dejarlas contentas.
En Leningrado compartimos también experiencias con Verónica Volkow, la poeta, que recordaba a Elias Canetti frente a la casa donde había escrito Crimen y castigo Fiodor Dostoievski.
En esta ciudad que no oscurecía, llegamos en las noches blancas, cambiamos dólares por rublos con unos mafiosos de largas gabardinas, como si estuviéramos en una película de Guy Ritchie. Nuestro team era el siguiente: los dos Erenbergh y yo contra un trío de centroeuropeos que nos advirtieron de las estafas con billetes falsos. Todo salió bien con la estirpe de los Erenbergh que bastó con sus tatuajes y anillos de plata para romper lanzas.
Lo que marcó parte de nuestro viaje a la cuna de la perestroika fue la visita al Museo Hermitage, en donde Felipe nos dio una lección magistral de pintura de todas las épocas. Hice los comentarios más impertinentes y solté chistes sin justificación acerca de los cuadros, y Felipe no sólo no se incomodó sino que entraba al juego con un sarcasmo editorial muy atinado. Ocurrió después -¡estuvimos un día en el Hermitage!-, que el museo es tan gigantesco que nos derrotó, alguien nos había advertido que necesitaríamos por lo menos dos jornadas para apreciar todas las piezas. Fue entonces que Felipe me dijo que saldría a descansar e hizo el siguiente dibujo que enmarcó y me lo dio años después a través de Anatlali, su hija, a quien le di clases en la Universidad de Xalapa.
Decía el cuadro:
“Leningrado:
tras perderme en el Hermitage
(en salas y salas y salas) esperando en el viento y el frío
primaveral (risa) a que lleguen los demás…”
Ya no lo volví a encontrar en el aeropuerto, pero Anatlali amablemente me pasaba sus saludos. Buen viaje Felipe, descansa en paz.