«La forma del agua»: Para un monstruo, una sirena

 

La forma del agua

Para un monstruo, una sirena

De 1954 «El monstruo de la Laguna Negra» y de 2017 «La forma del agua».

Raciel D. Martínez Gómez

 

Cuando el ilustre actor desconocido Ricou Browning interpretó en 1954 al adefesio de la Laguna Negra enfundado en una inverosímil máscara de caucho, jamás se imaginaron que semejante criatura –o su émulo-, se convirtiese en germen de piedad amorosa, como ocurre en la película La forma del agua, dirigida por Guillermo del Toro.

El monstruo de la Laguna Negra fue, en aquel entonces, el pretexto para justificar uno de los tropos fundamentales del colonialismo moderno: el naturalizado afán imperialista de las naciones poderosas que intervenían de manera violenta en los exóticos países “atrasados” y hasta tildados de “salvajes”.

Las reseñas de El monstruo de la Laguna Negra, cinta dirigida por Jack Arnold -también intitulada La mujer y el monstruo-, decían que este anfibio era una especie intermedia entre la tierra y el agua, y hasta se arriesgaron a señalar que se trataba de un eslabón perdido hallado en la región del Amazonas -por cierto, igual que en la pieza de Del Toro.

Al respecto, Ella Shohat y Robert Stam mencionan en su libro Multiculturalismo, cine y medios de comunicación (2002), precisamente cómo el cine eurocéntrico ha penetrado el Tercer Mundo a través de la figura de un descubridor, en la mayoría de las ocasiones un científico, que domina nuevos territorios, los tesoros y peligros desconocidos, como el monstruo de la Laguna Negra. Esta condición de héroe aventurándose en la colonia se puede repasar desde películas como Lawrence de Arabia (1982) hasta la saga de Indiana Jones (1981, 84, 89 y 2008).

Un amor imaginado en estado puro –así, sin lenguajes.
En «El monstruo de la Laguna Negra» la criatura también fue hallada en la región del Amazonas.

Sin embargo, esta fuerza icónica que permeó la época del choque de los paradigmas políticos del Siglo XX, se revierte en el discurso romántico de Guillermo: de una figura repugnante, el monstruo transita a un animal con derecho a los sentimientos humanos, en la inteligente y balanceada antropomorfización del filme.

En este sentido, Del Toro concede a la criatura un mañoso sex appeal de androginia posmo, que con gusto hubiesen trazado las hermanas Wachowski para la sugestiva serie erótica Sense eight (2015). Inclusive, el director ofrece además a esta faceta antropomórfica de la criatura, la posibilidad del sueño como fuga agregando una secuencia entrañable en blanco y negro donde es protagonista ¡de un musical! junto a su muda pareja (una de las escenas más justicieras en pro de la diferencia).

No poca cosa ha sucedido con esas imágenes que, como la de Browning en los inicios de la Guerra Fría, sirvieron para reafirmar a la Civilización como modo aspiracional del establishment (dicha naturalización colonial de la Ciencia debe también su origen al filme King Kong, dirigido en 1933 por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack).

El monstruo de la Laguna Negra no fue obra señera, como sí lo fue Mary Shelley increpando al Siglo de las Luces con su novela Frankenstein, escrita hace 200 años. Todavía así, El monstruo de la Laguna Negra es un bazo de aquél discurso de Shelley que pretendía recordarnos el egocentrismo de una sociedad que hacía todo por ocultar y no respetar a la Otredad –ridiculizándola con estereotipos.

Eliminar bordes incómodos para el deber ser social y estético, lo no correcto, lo feo, los salvajes, el Norte contra el Sur, Occidente supremo, lo malo, es la función de la moral cinematográfica que siempre decide quiénes son los villanos por muy aparentemente objetivo que sea el enfoque.

Entre sus pliegues, relatos arquetípicos como «La bella y la bestia» y «La sirenita».

Tuvieron que pasar varios discursos para derretir el iceberg de los otros. Desde las películas animadas de Walt Disney que filtraron la reivindicación de personajes marginales, cruzando por los imprescindibles ejemplos en la obra de Steven Spielberg –ET, el extraterrestre (1982) pero también Encuentros cercanos del tercer tipo (1977)-, el universo Pixar encabezado por Wall-e (2008), el cine de Jean-Pierre Jeunet (Amelie, 2001) hasta llegar a esta cinta inspiradísima que es La forma del agua.  

Por ello La forma del agua no es una sorpresa, ya que el género de la fantasía romántica insiste en compensar este déficit con una diversidad de esquemas circunscritos a la fábula, cuyo propósito es la enseñanza a través del agigantamiento de los errores provenientes de los actores centrales del estatus. En este contexto la ficción fílmica ha paliado las zanjas estéticas entre el canon de la belleza –excluyente y cruel muchas veces-, y las orillas del placer y la satisfacción en donde operan vigilando y castigando a los estereotipos de la otredad.

Con las anteriores muestras, podemos afirmar que La forma del agua abona a una tradición del cine: una corriente de películas, que van desde los géneros infantiles hasta la ciencia ficción, dedicadas a despresurizar la hegemonía de lo hermoso y a entregar compasión a los distintos.

Lo de menos es la acusación de plagio contra Del Toro. Para Marc S. Nollkaemper, el director holandés de The space between us, cortometraje estrenado en 2015, quien sería el principal afectado por la película, la semejanza sólo es una feliz coincidencia. El presunto delito de calco tendría más que ver con todos estos dispositivos referenciados de la narrativa posmoderna que estudió Omar Calabrese en su libro La era neobarroca (1999).

Nos quedamos con que esta fantasía romántica de Guillermo del Toro distingue entre sus pliegues un puñado de relatos arquetípicos (como La bella y la bestia y La sirenita claro está), que encuentran formal sitio derrotando al falocéntrico poder encarnado espléndidamente en el Coronel Richard Strickland, quizás el mejor personaje del cuento.

En La forma del agua, literal, todo fluye en medio de la conmiseración no violenta, como un amor imaginado en estado puro –así, sin lenguajes.

El Coronel Richard Strickland, villano del filme.