Universidad Veracruzana

Skip to main content

Ernesto, el Guardian de los Hongos

https://doi.org/10.25009/pc.v1i3.139

M. en C. Mónica de Jesús Narvaez Montaño estudiante del doctorado en Ciencias Agropecuarias, UV.
Lic. en Biologia Callejas Domínguez Dalila del Carmen,estudiante de la Maestría en Ciencias Biológicas, UV.
Lic. Diseño de la Comunicación Visual María del Carmen Zamudio García. UV.

Érase una vez un niño de 10 años, llamado Ernesto que vivía en un pueblo inmerso en el bosque. En el lugar, conocido como La Joya, hacía mucho frío y, desde septiembre hasta julio, el agua caía como cascadas que se desprendían del cielo. Durante la temporada de lluvias, la naturaleza armaba su propia fiesta. Después de la salida de la escuela, Ernesto disfrutaba la convivencia con su familia inventando juegos, tan divertidos que sentían que la tarde no les alcanzaba.

Uno de los pasatiempos favoritos del niño era sentarse junto a la chimenea de leña y leer uno de los tantos cuentos que su papá le regalaba. Cada mes su padre llegaba a casa con una docena de nuevas historias para que Ernesto fuera leyéndolas poco a poco. Tenía una pequeña biblioteca, en la que encontraba literatura de diversos temas, historietas y libros para colorear. Además de leer, disfrutaba salir a jugar y explorar su entorno.


Ernesto pasaba mucho tiempo jugando con sus inseparables y extrovertidos amigos: Frida y Darío. Eran la mancuerna perfecta para inventar juegos. Se divertían jugando con las maquinitas de la tienda de la esquina, con las escondidas, con las carreritas, con sus trompos y, sobre todo, cuando jugaban con lodo. Uno de sus sitios favoritos era el bosque; ahí imaginaban ser exploradores de la naturaleza, observaban las formas de la hojarasca, la variedad de insectos, el revoloteo y el color de las alas de las mariposas, las aves que volaban alrededor de los árboles, el aroma de las flores que encontraban a su paso…, en fin, todo lo que estaba a su alrededor era el perfecto escenario para hacerse mil preguntas e inventar una y otra historia.

Una tarde, después de la escuela, Ernesto llegó a su casa con Frida y Darío y, con el permiso de sus mamás, muy emocionados, se dirigieron al bosque. Esta vez decidieron ir al extremo norte, donde habitualmente no jugaban, porque estaba un poco más alejado del pueblo. Iban muy bien preparados: portaban agua en sus mochilas, una botana para el camino y una lupa para observar más de cerca cualquier cosa que les llamara la atención; además, cargaban una libreta y colores por si decidían dibujar algún hallazgo. Ese día algo atrajo los ojos de Ernesto hacia el suelo. Ahí, entre la hojarasca de los árboles, se encontraba un ser extraño, que le provocó un gritó:

– ¡Miren esto! parece un coral como los que hay en el mar, pero no creo que sea un coral. Muy asombrado, lo mostró a sus amigos, quienes lo observaron y tocaron con delicadeza y gran curiosidad.

–Es muy suave y se ve frágil –dijo Darío.

– ¿Será una planta? o ¿un animal? –preguntó Frida.

–No se mueve –comentó Darío, llegando rápidamente a una conclusión: –definitivamente, yo creo que es una planta.
Sin una respuesta de qué era lo que estaba ante sus ojos, cada uno realizó su propio dibujo para después investigar. De regreso a su casa, Ernesto, comió un rico consomé de pollo, preparado con el amor de su mamá, y, como era costumbre, se sentó frente a la chimenea para hojear las revistas que su padre acababa de comprar. En particular, una llamó su atención. Tenía por título “Hongos de México” y después vio otra que decía “Guía de hongos comestibles de México”. Ambas portadas contenían fotografías de unos organismos que brotaban del suelo o se posaban sobre los troncos de los árboles caídos. Lo que más le había atraído de estas imágenes era que se parecían mucho a lo que habían encontrado en el bosque.

–¿Hongos? –se preguntó– ¿serán un tipo de plantas o serán animales? –continuaba reflexionando

–¿Será que lo que encontramos hace rato en el bosque?… ¡Son hongos!


Comenzó a recordar que, durante una de sus clases, la profesora les había platicado acerca de los cinco reinos que existían en la naturaleza y sus características; en su memoria estaba muy presente que existían los animales, las plantas e incluso las bacterias, pero no tenía claro qué eran los hongos. Así que esa tarde se dispuso a hojear las revistas y fue entonces como comprendió que los hongos pertenecen a uno de los cinco reinos de la naturaleza, que no son ni plantas ni animales, sino seres vivos que del reino fungi.

– ¡Claro! – exclamó Ernesto al reconocer algunas imágenes de la revista –¡estos hongos viven por la casa de mi abuelito Héctor!, ¡ya los he visto!

Entonces se apresuró a buscar la libreta donde tenía el dibujo de lo que habían encontrado ese día en el bosque y lo comparó con una imagen de la revista, así fue cómo supo que se trataba del hongo Ramaria spp. La verdad, a Ernesto no se le grababan muy bien los nombres científicos, pero estaba tan contento con lo recientemente aprendido, que sentía que en posteriores visitas al bosque podía encontrar muchos hongos más.

Su abuelito Héctor era un importante agricultor de la zona, dedicado a la siembra y venta de diversos cultivos como papa, limón, haba y maíz. Ernesto siempre esperaba los fines de semana para ayudarle en varias tareas del campo: quitar malas hierbas, regar cultivos, cosechar limones y podar árboles. Siempre había una tarea lista para él.
El fin de semana siguiente a su descubrimiento, se levantó temprano muy entusiasmado, se bañó y se alistó para ir con su abuelo. Esta vez, se llevó la revista que tataba de los hongos. Al llegar, este lo esperaba de pie y con unas quesadillas de setas, listas para el desayuno; lo saludó con un abrazo y lo invitó a sentarse a la mesa. Mientras comían, el niño preguntó:
– ¿Qué son las setas que dices que tienen mis quesadillas, abuelito?

–Son un tipo de hongos que se comen, son muy ricos y nutritivos –le contestó.

– ¿Hongos que se comen?, ¿Serán como los de mi revista? –preguntó Ernesto, mientras se paraba rápido de la mesa y buscaba dentro de su mochila su revista.

– ¿De qué revista hablas, “mijo”? –le dijo el abuelo, mientras Ernesto le mostraba las imágenes.

Ambos pasaron las páginas entre preguntas y respuestas. El anciano parecía sorprendido de ver el interés que despertaba en Ernesto el tema de los hongos. Después de platicar un buen rato, salieron al campo para cumplir con las labores del día y cuando empezó a atardecer, el abuelo le pidió que lo acompañara a una caminata por el bosque, ya que quería mostrarle algunos hongos que siempre crecían en los alrededores del pueblo.

Caminando por el bosque, muchos hongos me encontré

Especialmente esa tarde había llovido mucho, por lo que el suelo estaba totalmente húmedo y el agua se deslizaba por las hojas de los árboles y caía sobre los hombros de Ernesto y su abuelito. Después de unos minutos de caminata, se adentraron en lo más profundo del bosque; ahí era fácil observar por doquier hongos creciendo sobre la hojarasca. Para Ernesto el paseo significaba descubrir de cerca un nuevo reino, podía percibir diversos colores que iban desde el amarillo, el rojo y los tonos naranjas, hasta el blanco, café, azul y negro …, en fin, estaba convencido de que podía encontrar uno de cada color existente. En cuanto a sus formas, eran aún más variadas, desde el típico sombrerito de los champiñones, hasta otras que parecían sacadas de un cuento de terror.

Su abuelo Héctor se detenía cada vez que encontraba una especie que se pudiera comer y la mostraba a su nieto.

–Este hongo bien grande que parece como un champiñón muy cabezón, de color amarillo, un poco rojizo, se llama tecomate o también lo conocen como yema –le decía–, así lo llaman las hongueras del pueblo y hacen unos guisados muy ricos con él–continuaba el abuelito Héctor–, deberíamos llevar unos pocos de estos para que tu tía Juanita los cocine y puedas probarlos.
Recolectaron unos cuantos y siguieron avanzando hasta toparse con otros hongos muy particulares.

– ¡El enchilado! –Exclamó el abuelito Héctor– tenía tiempo que no veía uno de estos; mira, “mijo”, horita vas a ver por qué le dicen hongo enchilado.
Inmediatamente, tomó el hongo del suelo y lo rompió con las manos para mostrarle a Ernesto cómo sus dedos se pintaban de color entre rojo y naranja.

– ¿Ya viste? –le decía a Ernesto con mucha emoción–, ¿A poco no se pintan las manos como del color de una salsa o de algo bien enchilado?

–Con razón le pusieron ese nombre –decía Ernesto muy asombrado al ver las manos de su abuelito todas pintadas.

–Y es muy bueno para comérselo en chilatole –dijo el abuelito Héctor, mientras lo saboreaba.

También se llevaron unos cuantos hongos enchilados que acomodaron con mucho cuidado en la canasta de mimbre que llevaban. Continuaron caminando y Ernesto muy emocionado dijo:

– ¡Encontré unos champiñones, igualitos a los que le ponen a la pizza!

–No son champiñones, sí parecen, pero no son –le explicaba su abuelo–, estos de aquí se llaman hongos cenzo y los puedes comer fritos, hervidos, con carne en adobo, en caldo, ¡uy!, ¡de cuántas maneras no los habrá preparado tu tía Juanita en las fiestas de la familia!

–Llevemos unos cuantos –dijo Ernesto, pues ya le había entrado la curiosidad de probar todos.

–Serán los últimos por hoy porque ya es tarde y se está haciendo muy obscuro –le respondió el abuelito Héctor.

Esa tarde regresaron a casa y Ernesto estaba muy emocionado por todos los hongos que había conocido durante la caminata, así que tomó el cuaderno y los colores, y empezó a dibujarlos para no olvidar lo aprendido.

Al día siguiente era domingo y, como buena familia mexicana, tocaba reunión y mesa compartida en la casa de algún pariente. En esta ocasión, la anfitriona sería su tía Juanita, así que llevaron los hongos colectados el día anterior para que pudiera cocinarlos. Como siempre, Juanita los recibió con los brazos abiertos y muy contenta.

–Qué bueno que ya llegaron, pásenle, y díganme ¿Qué me trajeron? –les preguntó, al ver que llevaban la canasta de mimbre.

–Unos hongos, tía –se apresuró a decir Ernesto, quien no cabía en sí de la emoción–, están listos para cocinarse.

Rápidamente la tía sacó los hongos de la canasta y los llevó a la cocina para prepararlos. Mientras los guisaba, les platicó que consumir hongos provenientes del bosque era una tradición que lleva en su familia más de cinco generaciones. Contaba Juanita que la historia comenzaba con su abuelita Teresa, quien le había enseñado a su mamá a cocinarlos y ella, a su vez, le enseñó a todas sus hijas y sobrinas, mientras que la abuela Teresa lo aprendió también de su abuela; así cuanto más atrás se iban en la historia, Ernesto se iba dando cuenta de que los hongos son un recurso disponible desde hace mucho tiempo y de que sus familiares habían sabido cómo sacarles provecho.

La tía Juanita también le aclaró a Ernesto que había que tener mucho cuidado con las especies de hongos que se comían, porque no todos los que estaban en el bosque eran buenos; había unos conocidos por sus antepasados como “hongos locos”, sumamente venenosos; por eso era importante que siempre que fueran a colectarlos en el bosque, estuvieran acompañados por alguien que supiera reconocerlos. Para tratar de hacerle entender mejor la situación, le contó que, si alguien accidentalmente comía una especie de hongo desconocido tenía que ir lo más rápido posible al centro médico para someterse a una revisión, ya que algunas especies silvestres podían poner su vida en peligro. Al inicio, esta información lo desconcertó un poco, sin embargo, despertaba más curiosidad en él y lo motivaba a volverse un experto en todo lo relacionado con los hongos.

Durante la comida, mientras saboreaban el chilatole de hongo enchilado y el estofado de cenzo que la tía había preparado, a Ernesto le surgió una duda:

–Y… ¿Estos hongos, además de sabrosos, tienen algún beneficio si nos los comemos?

–Pues la verdad, dicen que son muy saludables, “mijo”–respondió la tía Juanita–, pero no sé a qué se deba, y pues tus abuelos y tatarabuelos vivieron muchos años y se mantuvieron muy sanos comiendo varios tipos de hongos –agregó–; a lo mejor los hongos tuvieron algo que ver en eso.
Ernesto se quedó muy intrigado con la respuesta y estaba seguro de que alguna propiedad tenía aquel interesante alimento.
Los recorridos guiados

Un día como cualquiera en la escuela, Ernesto se dio cuenta de que había un boletín pegado en el pizarrón de anuncios “Recorrido guiado: colecta de hongos, costo $700 por persona”. Rápidamente tomó el boletín y lo guardó en su mochila. Al llegar a su casa, corrió a abrazar a su mamá y le dijo que tenía algo que contarle, sacó el boletín de la mochila y se lo dio.

–Mira mamá lo que encontré en la escuela –le decía, mientras ella observaba el boletín–, me gustaría mucho poder ir, sé que cuesta mucho dinero, pero me iré a trabajar con mi abuelito en el campo para poder aportar algo y ayudarte a pagarlo.

Su mamá lo vio tan entusiasmado que no tuvo más opción que ceder a su petición y empezar a juntar dinero para poder pagar el recorrido. Ernesto se puso muy feliz y le platicó que harían varias actividades como recolectar hongos con guías locales e identificar especies. Además de bocadillos y bebidas, habría una degustación de guisos, hechos con diversos tipos de hongos silvestres, y hasta música en vivo.

Cuando llegó el día señalado, Ernesto llegó muy temprano al punto de reunión; llevaba en su mochila una libreta para tomar todas las notas necesarias, una pequeña canasta de mimbre para la recolección, agua y su revista de hongos comestibles para comparar lo que encontraría durante el camino. Al comenzar, el organizador formó grupos de 10 personas y a cada grupo lo acompañaría un guía; entre sus compañeros había dos niñas y otro niño, más o menos de su edad, además de adultos y adolescentes. El niño se acercó a Ernesto y le dijo que le llamaban Chuchito, también le preguntó si podían ir juntos en el recorrido, a lo que él dijo que sí.

Desde un principio, el grupo había notado que el compañero era muy inquieto y todo lo quería tocar, parecía no escuchar las instrucciones y todo el tiempo estaba corriendo de un lado a otro, alejándose del grupo. En una ocasión en la que corrió adentrándose en el bosque, Ernesto lo siguió y le dijo:

– ¿A dónde vas?

A lo que Chuchito respondió:

– ¡Quiero encontrar más hongos que nadie!

–Pero no tenemos que alejarnos del grupo –le dijo Ernesto con tono de preocupación, además no todos los hongos se pueden colectar.
Ernesto recordaba la plática que había tenido con su tía Juanita y le insistía a Chuchito que fuera cuidadoso, pero este, con actitud despreocupada, le contestó:

–Solo son hongos, ¿Qué podría pasar?

Ernesto había aprendido que algunas especies de hongos podían ser altamente peligrosas, que no todos los hongos silvestres se podían comer y que, de hacerlo, podía traer consecuencias graves a la salud.

–Mi tía Juanita me dijo que hay hongos que pueden ser venenosos –continuaba insistente Ernesto.

Y antes de que Ernesto pudiera hacer algo, Chuchito arrancó unos hongos blancos que se había encontrado y se los comió de un solo bocado. Casi de inmediato Chuchito empezó a vomitar, por lo que Ernesto corrió a buscar ayuda mientras gritaba:

– ¡Ayuda, ayuda! no sé qué hongo se comió– decía mientras señalaba hacia donde se encontraba Chuchito.
Rápidamente el guía del grupo cargó al niño y lo llevó al centro de salud más cercano para que le pudieran prestar atención médica; todos estaban muy asustados porque Chuchito no dejaba de vomitar. Otro de los guías se acercó con Ernesto y le preguntó que si le podía mostrar qué hongo era el que el compañero se había comido; el niño señaló el lugar donde su inquieto amigo los había tomado y entonces el guía decidió reunir a todos los participantes del recorrido para mostrarles y explicar por qué esa especie no se podía comer, sobre todo, trató de crear conciencia de lo peligroso que puede llegar a ser comer hongos sin la supervisión de una persona experta y conocedora del tema.

Al final del recorrido les esperaba una gran sorpresa: en el parque del pueblo había muchas mesas llenas de comida; nadie sabía con exactitud de qué se trataba. Era un festín de hongos, platillos típicos mexicanos con las especies más abundantes de la región, como el hongo mantecado o portobello silvestre (Amanita rubescens), el tecomate (Amanita caesarea), la escobetilla (Ramaria spp.), el enchilado (Lactarius salmonicolor), el amarillo (Cantharellus cibarius), el cenzo (Clitocybe clavipes) y el takechi (Tricholoma magnivelare), por mencionar algunos. Ernesto no sabía cuál probar primero, pues había todo un abanico de guisos a elegir: hongos con huevo, capeados, asados, hervidos, fritos en salsa roja, en caldo, chilatole, en adobo rojo o verde, en mole, empanizados, a la mexicana y hasta en tamales.

– ¡Todo está súper rico! De verdad, quisiera que mi familia probara lo bueno que está todo –decía Ernesto, mientras saboreaba cada bocado.

Mientras tanto, todos comían y platicaban sobre cómo les había ido en el recorrido. A lo lejos observaron que un niño venía corriendo; era Chuchito quien, al acercarse, les contó que solo había sentido un fuerte dolor en el estómago y muchas náuseas, y que después de un rato en observación, lo habían dado de alta. Al sentirse mejor, había decidido alcanzarlos en el parque del pueblo para platicarles cómo estaba, pero, para sorpresa de todos, esta vez Chuchito no quiso comer ningún hongo.

Todas estas experiencias hicieron que Ernesto se fuera interesando más en estos increíbles organismos, nunca se hubiera imaginado que su futuro estuviera destinado a compartir el conocimiento que, a lo largo de los años, había adquirido sobre los hongos; además de las personas de su comunidad y de pueblos aledaños, investigadores de distintas instituciones acudían a él y lo invitaban a colaborar en sus proyectos, lo que siempre aceptaba con gran entusiasmo. Acabó siendo tan conocido en relación con los hongos, que todos lo llamaban:

“Ernesto,
el guardián de los hongos”

Enlaces de pie de página

Ubicación

Lomas del Estadio s/n
C.P. 91000
Xalapa, Veracruz, México

Redes sociales

Transparencia

Código de ética

Última actualización

Fecha: 29 junio, 2024 Responsable: Dra. Gladis Yañez Garrido Contacto: gyanez@uv.mx