José Antonio Márquez González
01/06/2018, Xalapa, Ver.- En una entrega anterior examiné el tema de los famosos Códigos Corona. Deseo ahora tratar aquí de otra saga similar, esta vez correspondiente al Código Penal de nuestro estado, de 1835.
Entérese usted de algo sensacional: ¡este código fue el primero que hubo en el México Independiente! (sí, sí, apenas, 14 años después de consumada la Independencia, en 1821).
Este Código de 1835 contenía disposiciones sumamente avanzadas, como los principios de irretroactividad de la ley, el arbitrio judicial, la indemnización por perjuicios –y no solamente por daños–, la protección penal de los comicios y una tipicidad rigurosa de los delitos cometidos por servidores públicos.
Pongo como ejemplo el delito de prevaricación. Un nombre raro, sin duda, pero que se puede reducir simplemente al hecho de que un juez dicte a sabiendas una resolución injusta; o bien, el que un abogado venda su asesoría profesional traicionando al cliente inicial; o por la simple demora en la administración de justicia. Se trata de funcionarios prevaricadores. La sanción para ellos era la pérdida de sus empleos y la prohibición de obtener otro cargo, independientemente de las penas que les resultaren por otros delitos y de los consecuentes daños y perjuicios.
Un capítulo aparte se dedicaba a los sobornos, cohechos y regalos (llamados en el código “tabla” o de “costumbre”), conducta que se calificaba bajo el nombre genérico de “infamia”, incluso en grado de mera tentativa o a título de regalo (aunque fuese justo). Desde luego, la pena se extendía al sujeto activo, es decir, a los que propiciaren el soborno, cohecho o regalo.
Se sancionaban también la malversación de los caudales públicos, incluso por la simple culpa o negligencia, así como las extorsiones y estafas, condenando a los delincuentes a penas de pérdida del empleo, imposibilidad de conseguir otro, pago de daños y perjuicios, multa, infamia y prisión; además, a la pena de trabajos forzados y, en suma, a la muerte civil (pena que por cierto ha sido reivindicada últimamente por algún candidato a la presidencia como remedio final a la corrupción imperante).
Igualmente se penaba lo que ahora llamaríamos “conflictos de interés” para la obtención de un lucro o interés personal y la desobediencia de órdenes de autoridad, aunque de modo asombroso se respetaba puntualmente la objeción de conciencia. También se penaba el maltrato a los inferiores o ciudadanos o la incontinencia pública (como orinar o defecar en la calle), la embriaguez repetida, el vicio en juegos prohibidos, la dilapidación de dinero con escándalo (mucho más de lo que permita su sueldo honesto), la conducta vergonzosa, la reconocida ineptitud y la simple altanería, el desprecio o los malos modales.
Al mismo tiempo, el código contenía algunas pocas cuestiones que pueden aparecer como injustas y obsoletas, pues eran un producto de su época. Son de este tenor castigos como la pena de muerte, los trabajos forzados, la pena de grilletes, la exposición a la vergüenza pública y las ejecuciones –asimismo públicas–. La pena de vergüenza, por ejemplo, debía ser sufrida sujetando al reo en un madero en una plaza pública y colocando un letrero que propagara su nombre, el delito y la pena.
Se permitía, por cierto, recluir en cárcel a los hijos, aunque se añadía –bondadosamente– que lo fuese solamente por un año. Se tipificaban también delitos contra la moral, la honestidad y la decencia pública, como “proferir escandalosamente palabras torpes y deshonestas”, o incurrir en desnudez. Además, se penaban las desavenencias y escándalos en los matrimonios y las actitudes “poco edificantes” de vagos, ociosos y mal entretenidos.
He reservado para el final tres de las notas más agradables de esta saga legislativa. Primero, que por sus méritos innegables, este código ocupó el segundo lugar, cronológicamente hablando, en cuanto a códigos penales en todo el continente americano; en segundo lugar, que este código penal veracruzano fue luego convertido en Código Nacional Penal en 1871 (coloquialmente conocido como “Código Juárez”); y en tercer lugar –algo que debe enorgullecer a todo habitante de Veracruz–, que la redacción de este código fue hecha por los diputados Manuel Fernández Leal (originario de Xalapa), Antonio María Solorio (cuyo origen desconozco), José Bernardo Couto Pérez y José Julián Tornell y Mendívil (dos distinguidos abogados orizabeños).
Este magnífico código de 1835 puede consultarse con provecho en las bibliotecas especializadas en temas legales con que cuentan las principales ciudades del estado. Hay una edición de 1996 hecha en Xalapa que, por cierto, no contiene editorial ni colofón. Se trata, con todo, de una versión facsimilar de la edición original del siglo XIX, impresa por la Editora del Gobierno del Estado.
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