José Antonio Márquez González
16/01/19, Xalapa, Ver.- En algunas ocasiones los jueces, registradores, magistrados, abogados corporativistas, fiscales, notarios y litigantes no saben qué hacer; es decir, el Derecho tiene sus límites, como todo en este mundo.
Tengo varias pruebas de esto. Mi primer ejemplo supone el caso en que varias personas son copropietarias de un bien inmueble. Supongamos que usted desea comprar una parte que le corresponde a los demás con el ánimo de ser el dueño de todo en un futuro; usted puede hacerlo sin duda, pero imagínese que otro de los copropietarios, es decir, un tercero, también tenga planeado lo mismo.
Ambos hacen sendas ofertas al primero. ¿A cuál elegir de los dos? Bueno, la ley dice, con el ánimo de resolver la controversia, que será preferido el que represente titularmente una parte mayor a la del otro. Esta solución es plausible, puesto que lo que el legislador pretende es que la propiedad, ahora dividida, se consolide en el menor tiempo posible en una sola titularidad, con lo cual posee mayor valor económico, pues se trata de una titularidad jurídica más simple.
Pero supongamos que la titularidad es a partes iguales. Entonces estamos en un problema, porque los dos tienen el mismo tipo de derechos.
No teniendo salida, el legislador recomienda que se pongan de acuerdo, pero supongamos que aún en este caso la diferencia persiste, ¿sabe usted lo que dice la ley? ¡Que echen un volado! Sí, sí, lo deja a la suerte e igual puede ser que jueguen a “piensa un número”, a los “disparejos”, a la “botella”, al “zapatito blanco, zapatito azul” o hasta el “piedra, papel o tijera”.
Otro caso igualito que éste se puede encontrar en el Derecho agrario. Se trata igualmente de la preferencia a la sucesión de ejidatarios, cuando exista pluralidad de herederos. Por medio del magistrado, el tribunal invitará amablemente a los justiciables que se pongan de acuerdo y les concederá un largo, larguísimo plazo de tres meses a partir de la muerte del ejidatario para decidir quién conservará los derechos ejidales.
Si en dicho plazo la cuestión sigue igual, el juez mandará que se proceda a la venta de los derechos en subasta pública y ordenará adjudicar por partes iguales no los derechos, sino las ganancias producto de la venta.
Pero ahora imaginemos que en la subasta los herederos efectivamente pujen con iguales posturas. ¿Qué hacer? ¡Pues otra vez la ley dice, en sus alcances limitados, que echen un volado!
Por último, aun en el Derecho mercantil sucede lo mismo. Imagine la situación en que un accionista quiera vender a otro su participación. Si se presentan varios, la ley nuevamente se enfrenta al dilema de a quién preferir. La solución es, otra vez, que se elija al que tenga una mayor porción de acciones, pero si ambos tienen la misma proporción se preferirá entonces al que la suerte designe, con lo cual otra vez volvemos al principio.
En todos estos casos, los abogados, jueces, magistrados, ministros, notarios, litigantes, conciliadores, todo el orden jurídico, buscan una solución racionalmente justa pero, como ya se ve, no siempre es posible alcanzarla. Suscitar la intervención formal de un juez con el tiempo, los trámites, los gastos y la preocupación natural que ello implica frente a una decisión en buena parte incierta, no deja de ser un contrasentido si al final va a volverse a la primitiva solución de “piedra, papel o tijera”, o a la “de tin marín”, como cuando de chiquitos seleccionábamos algo con esta leyenda de la suerte: “De tín marín, de do pingüé, cúcara mácara títere fue. Yo no fui, fue teté, pégale, pégale que ella merita fue”.
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