El papel de los grandes hombres en la historia
Émile Durkheim
(6 de agosto de 1883)
Artículo publicado en la revista Cahiers Internationaux de sociologie, vol. 43, julio-diciembre 1967, p. 25-32. París: Les Presses Universitaires de France.
Traducción por: Domingo Balam Martínez Alvarez*
SEÑORES,
Cualquiera que sea el costo para nuestro amor propio, hay que reconocer que Dios hizo dos especies de hombres muy diferentes: los grandes y los pequeños. Nunca se ha discutido mucho para determinar cuál es, en la tierra, el papel de los pequeños y de los humildes. Por desgracia, no sabemos demasiado. Para la mayoría de nosotros la única función es vivir, perpetuar la raza, proporcionar la materia para creaciones nuevas, mantener la escena mientras otros eventos y nuevos actores se preparan. Pero los otros, ¿de qué sirven?, ¿a qué fines están destinados? Aquí comienzan las doctrinas y la variedad de opiniones. Mientras ciertas naciones se entregan por completo a los brazos de sus grandes hombres, otras, al contrario, desconfían de ellos como del más grande de los peligros. Aquí se empeñan en perseguirlos y hacerlos miserables; allá se les exalta y se les glorifica. Atenas hace de Sócrates un mártir; Roma hace de Augusto un Dios que adora. ¿Quién tiene, entonces, razón y dónde está la verdad? ¿Los hombres genios son, necesariamente y aún, una amenaza para nuestras individualidades mediocres? O bien, al contrario, ¿es de ellos y sólo de ellos de quien debemos esperar nuestra salvación? En una palabra, cuál es su papel en nuestras sociedades modernas, tal es, señores, la gran pregunta que quisiera discutir ante ustedes.
Si fuera necesario creerle a uno de los más ilustres escritores de nuestro siglo[1], los grandes hombres serían el fin mismo de la humanidad. Producir grandes hombres, dice, es el objetivo hacia el cual tiende la naturaleza entera. En cuanto a la felicidad de las masas, se desinteresa. ¿Cómo admitir, en efecto, que este inmenso universo no tenga otra razón de ser más que dar, a la multitud de oscuros individuos, medios cómodos para gozar tranquilamente de su pequeño destino? ¿Cómo admitir que la tierra esté únicamente hecha para alimentar, y el sol para calentar a algunos millones de seres sin valor ni nombre? En realidad, eso sería un resultado muy pobre para esfuerzos tan prodigiosos. Sin embargo, la naturaleza está lejos de haber malgastado torpemente sus fuerzas. Al contrario, ella demuestra, a cada instante y con expresiones brillantes, su profundo desprecio por los individuos. Ella los ha hecho mortales a todos; ¿qué le importa con tal de que la especie no muera? Así, después de que estamos agotados por servir a sus fines misteriosos, cuando nos ve sin fuerzas y nos considera inútiles, nos elimina y después hace venir a otros para continuar nuestra obra y gozar de nuestro trabajo. ¡Ah, sin duda nos puede parecer cruel que aquellos que han sembrado no cosechen! Pero qué le importa con tal de que el trabajo no se detenga, con tal de que el progreso dure por siempre.
He aquí, en efecto, la única cosa de la cual se preocupa, he aquí el único objetivo que persigue y hacia el cual nos empuja a todos, sin importar lo que hagamos. Lo que la naturaleza quiere es que el progreso se haga, que el ideal se realice. Sin embargo, ¿cuál puede ser ese ideal sino el advenimiento de la razón y el reino de la verdad? ¿Cómo, entonces, reinará la razón sobre la tierra? ¿Necesitará conquistar, una a una, todas las inteligencias individuales? Una tarea parecida sería imposible. Hay demasiados espíritus invenciblemente reacios a la ciencia; hay muy pocas almas lo suficientemente altas para poder elevarse hasta la verdad. Ésta no podrá, pues, revelarse más que a un pequeño número de inteligencias privilegiadas; la razón no encarnará más que en los hombres superiores que realizarán el ideal y, como tal, será el objetivo final de la evolución humana.
Pero, ¿esos hombres superiores, una vez formados, van a regresar a la multitud de la que emanan para elevarla hasta ellos, para hacerla participar del tesoro que poseen, para enseñarles la vida conforme a la razón? ¿Para qué?, responde nuestro autor, ¿para qué serviría ese inmenso apostolado? Sería una pérdida inútil de fuerzas. Porque lo importante es que la verdad sea conocida, pero no por todos los hombres. ¿Por qué la alta cultura sería accesible a todo el mundo? Basta con que se establezca y reine. La ciencia es desdeñosa y no necesita tener un gran número de fieles. ¿Para qué rebajar el ideal y ponerlo al alcance de los pequeños espíritus? Así la humanidad estaría dividida en dos grandes clases entre las cuales habría un abismo. En lo alto se encontraría esta élite que habría favorecido el capricho de la naturaleza. En lo bajo, la multitud vegetaría en la inconciencia. Los primeros pensarían por los segundos; serían como la conciencia de la humanidad entera. En cuanto a los otros, se contentarían con admirar, con adorar a esos seres extraordinarios, felices además de servirlos y de sacrificarse. Además, nos dice, no serían los que más se quejarían porque tendrían, al menos, los placeres de la familia, las alegrías reservadas a las almas simples, las dulces ilusiones de los ignorantes. ¡Preocupémonos, más bien, de aquellos que tienen que ver la verdad frente a frente! Porque tal vez la verdad es triste.
Ustedes lo verán, señores, para que el progreso fuera posible, según nuestro filósofo, es necesario que la naturaleza, llevando hasta sus últimos límites la división del trabajo y separando lo que nos gustaría creer indisolublemente unido, pusiera de un lado toda la felicidad y del otro toda la inteligencia. Unos tendrían que renunciar a gozar y los otros a pensar. ¡Qué cuadro tan oscuro, señores, qué sueño tan desolador! ¿Pero, es ésta la verdad?, ¿Es este el futuro que nos espera y al que debemos resignarnos sin esperanza? Creo, señores, que tenemos buenas razones para tranquilizarnos; y espero hacerlos ver que tenemos el derecho de contar con un destino menos lúgubre.
Y, en efecto, ¿por qué la naturaleza tomará tan poco en cuenta a los individuos? ¿Será que eso le sienta mejor a su majestad? ¡Pero no hay, al contrario, un tipo de mezquindad odiosa para sacrificar tan brutalmente a todo el mundo por unos cuantos, como medida de economía! Sin duda, comprendo todo lo que hay de bueno en esos hombres excepcionales que resumen en ellos toda la vida de un siglo o de un pueblo. Admirémoslos y sintámonos orgullosos, porque expresan y realizan nuestra humanidad a la perfección. Pero, ¿por qué sería indigno para la naturaleza ocuparse también de los pequeños y de los mediocres para hacerlos cada vez más capaces de comprenderla y amarla? ¿En qué su sabiduría y su poder serían menos grandes, si, no contenta de concentrarse de vez en cuando en la forma de uno de estos seres eminentes, irradiara sin parar en todas las direcciones, iluminando, vivificando y espiritualizando más y más a la masa de individuos?
Se dice que a la verdad no le gustan las multitudes. Sin embargo, ¿por qué darle esos desdenes aristocráticos? Para mí, la verdad no tiene más que una razón y una manera de ser: ser conocida. Entre más se le conozca, más será verdad. Es, pues, disminuirla no querer para ella más que el culto restringido de algunos iniciados. Al igual que el sol nos parecería menos bello si no iluminara más que una pequeña porción del globo. Si a menudo ha inspirado a poetas entusiastas himnos de agradecimiento, si algunos pueblos lo han hecho un Dios, es porque envía generosamente su calor y su luz en todas las direcciones, sin menospreciar nada ni a nadie.
Se reprocha, es verdad, que la mayoría de las inteligencias no son capaces de percibir la verdad, y que incluso jamás lo serán. ¡Ah, señores, no desesperemos tan rápido del espíritu humano! Cuando se ve en la historia la sucesión innumerable de ideas que la han atravesado, rechazando sucesivamente todas aquellas cuya falsedad ha sido demostrada y encaminándose así, laboriosamente sin duda, pero de manera constante y con perseverancia hacia la verdad, yo digo que no se tiene el derecho de desalentarse. Sin duda todo apostolado tiene sus decepciones y tragos amargos. Sin duda, cuando se viene a encarar a resistencias invencibles, cuando uno se siente provisionalmente indefenso, se debe pasar por momentos duros de derrota y disgusto. Pero si uno es apasionado de la verdad, si se tiene por el otro menos desprecio y más amor, no tarda en retomar la cima porque se sabe encontrar en sí mismo ese calor que termina por ablandar los corazones más resistentes.
Entonces, el mundo no está hecho únicamente para los grandes hombres. El resto de la humanidad no es solo la tierra vegetal sobre la cual crecen flores raras y exquisitas. Todos los individuos, por humildes que sean, tienen el derecho de aspirar a la vida superior del espíritu. Es posible que esa vida sea menos tranquilla y menos dulce que la existencia común. Es posible que la verdad sea triste, ¿qué importa? Aún a ese precio, todo el mundo tiene el derecho de quererla. Todo el mundo tiene el derecho de pretender a esa noble tristeza que, además, no carece de encanto, porque una vez que se prueba no se quieren otros placeres que se encuentran ya sin sabor y sin atractivo.
Pero, señores, si los grandes hombres no son toda la humanidad, ¿hay que concluir que le son inútiles? ¿No hay más que reconocer al genio ese tipo de valor e interés estéticos? ¿Hay que, como se hace con frecuencia, reducirlo a ser un ornamento, un adorno de lujo del cual las sociedades sabias harían bien en pasar por alto?
Ya no estamos en presencia de un sistema verdadero ilustrado por un gran nombre. Tenemos que arreglárnosla con todo tipo de ideas y de sentimientos que no se formulan mucho en teorías, que uno apenas se confiesa a sí mismo, pero que muchos acarician en lo más profundo de sus conciencias. Todo por el genio y para el genio, nos decían. Y aquí está lo que se dice ahora: hay que sacrificar todo por la felicidad de los individuos.
Porque lo que hace a una nación no es uno o dos grandes hombres que el azar hace nacer aquí y allá, y quienes pueden fallar de repente: es la masa compacta de ciudadanos. Es, pues, sólo de ellos de quien es necesario ocuparse; es su único interés el que hay que consultar. Entonces, ¿qué les importa que, de entre ellos, se eleve de vez en cuando un hombre superior? No es para ellos que el poeta escribe, que el artista trabaja, que el filósofo piensa, sino para una pequeña aristocracia celosa y cerrada. ¿Qué interés tienen en que, muy por encima de sus cabezas, haya una sociedad donde se vive una vida aparte, donde se prueban los placeres e incluso los sufrimientos que les son negados? ¿Qué les hace un progreso que no debe cumplirse por ellos ni para ellos? Todo lo que los sobrepasa es superfluo. La única cosa que les interesa es esta cultura media del espíritu que pueden recibir: ella sola debe, por lo tanto, reinar. Es necesario que el ideal sea de su talla y esté a su alcance.
¡Si todavía se pudiera producir, al mismo tiempo, hombres genio y masas ilustradas! Pero, nos dicen, uno de esos objetivos excluye al otro. Todo genio, en efecto, es un tipo de monstruo que no se puede formar sin alterar profundamente el orden natural de las cosas. Nada viene de nada. La inteligencia que unos tienen en exceso, otros la tienen, necesariamente, en menor grado. Para formar a un hombre genio, hay que “remover, destilar, condensar” millones de pequeñas inteligencias. Si una nación quiere enriquecerse de grandes hombres, sobre un mismo punto del territorio reúne y concentra todas las fuerzas vivas. Entonces, sobre el terreno así preparado, no tarda en ver surgir inteligencias divinas. Sin embargo, la vida que se acumuló así sobre un punto único y que han absorbido algunos individuos se le ha retirado al resto de la nación. Es por eso que el cuerpo de la sociedad languidece y, muy pronto, muere de inanición. ¡He aquí el precio que se paga por la gloria de tener grandes hombres!
A todas esas razones, se le agrega, aún más, que suscitar hombres genio, es crear en la nación desigualdades peligrosas; es preparar dueños. ¿Cómo se podría someter a la ley común a esos seres que sobrepasan, infinitamente, el nivel común? Sería como si el resto de los ciudadanos no existiera ante ellos. Más vale, por lo tanto, que todo el mundo vaya al mismo paso. Que los más apurados esperen a los más lentos. Sin duda, es necesario que la verdad llegue a conquistar al mundo, pero que comience sus conquistas en lo bajo y no en lo alto. Que se revele poco a poco a las multitudes, en lugar de revelarse completa y de un solo golpe a algunos privilegiados.
He aquí, Señores, lo que escuchamos con frecuencia decir en las conversaciones del mundo. ¡Y bien! No dudo en declarar que esta teoría, igual de falsa que la precedente, me parece, tal vez, más peligrosa. Ciertamente, va en contra de la naturaleza sacrificar sistemáticamente a la multitud por el genio. Pero por otra parte, una sociedad donde el genio fuera sacrificado por la multitud y por no sé qué amor ciego de una igualdad estéril, se condenaría ella misma a una inmovilidad que no difiere mucho de la muerte. ¿Por qué buscaría aventuras? Todos los individuos que la componen se parecen: no tendrían, pues, ni siquiera la idea de cambiar. Como no conocen a otros seres que a ellos, ni otro estado que el suyo, les parecería que su objetivo ha sido alcanzado y que no tienen más que dormirse en el seno de su mediocridad satisfecha. Pero supongan que un gran hombre aparece. De inmediato, el equilibrio se rompe. La humanidad percibe que no ha llegado al término de su carrera. He aquí una forma superior de existencia que no conocía hasta ahora y por la que va a trabajar ahora para alcanzar. He aquí un objetivo nuevo ofrecido por sus esfuerzos. Por lo tanto, mil sentimientos, que dormitaban, despiertan de repente; una clase de inquietud invade los corazones y esa masa, inmóvil en todo momento, se estremece y avanza. Y no teman que ese movimiento se detenga. No teman que la multitud jamás se una definitivamente a los grandes hombres que la preceden y que la guían. Porque cuando los primeros sean alcanzados, otros aparecerán más lejos sobre la ruta del progreso, y después de aquellos, otros más, aún en proceso de llevar a la humanidad hacia el objetivo ideal que jamás alcanzará.
¿Es verdad, por otra parte, que un gran hombre absorbe, sin regreso posible, lo mejor de la nación? ¡Ah, sin duda sería así, si el hombre genio, una vez formado, se suprimiera él mismo de la sociedad para encerrarse en una soledad orgullosa! Pero desgraciadamente, por muy grande y desdeñoso que uno sea, no se es menos hombre, y uno no puede prescindir fácilmente de sus semejantes. Es necesaria la simpatía, el respeto y la admiración de aquellos cuya inferioridad se desprecia. Es bueno hacer poco caso de la popularidad, no es bueno sentirse solo. Al artista le gusta que le aplaudan, al poeta saberse admirado; el pensador, sobre todo, tiende a reunir la mayor cantidad de inteligencias posibles. Por eso está bien que renuncie al aislamiento. Debe volverse hacia esa multitud que permanece detrás de él; debe tenderle la mano para ésta que le siga, debe instruir para hacerse comprender. Esto lo hace así y centuplica todo lo que la multitud le ha podido prestar.
¡Hey señores!, ¿no es así como las cosas pasaron en Francia? Durante mucho tiempo, nuestros reyes trabajaron para hacer nacer a su alrededor grandes hombres y hacerse así de una clase de cortejo, ¿no era, pues, para instruir y formar el espíritu del pueblo, más que para darle a la monarquía un poco más de prestigio? Y sin embargo, ¿qué pasó? Es que en toda Europa, puede que no exista un país, se puede decir sin vanidad nacional, donde el nivel de inteligencia media sea más elevado que en Francia. Toda la gloria regresa a nuestros grandes hombres que sirvieron a fines que apenas preveían sus protectores reales. Los apuestos marqueses de Versalles creían que era para ellos únicamente lo que escribía Racine y lo que pensaba Molière, pero fue Francia entera quien lo aprovechó.
Los grandes hombres no son una clase de tiranos que, viviendo en nuestro lugar, viven a nuestra costa. Lejos de que sólo puedan crecer por nuestra sumisión, su elevación hace la nuestra. Sin duda, aún hay entre ellos y nosotros una gran distancia, pero nosotros tenemos los medios para disminuirla, y ellos tienen interés en secundar nuestros esfuerzos. Entonces podemos salir de esas teorías exclusivas que acabamos de exponer y de refutar a su vez. No, la naturaleza no exige que los grandes hombres sean egoístas. Sin embargo, por otro lado, la humanidad no está hecha para probar, a perpetuidad, los placeres fáciles y vulgares. Es necesario, pues, que una élite se forme para hacerle despreciar esta vida inferior, para arrancarle de ese reposo mortal, para solicitarle caminar adelante. Aquí está, señores, para qué sirven los grandes hombres. No están únicamente destinados a ser la coronación, a la vez grandiosa y estéril, del universo; si tienen el privilegio de encarnar en la tierra el ideal, es para hacer ver a todos los ojos bajo una forma sensible, es para hacerles comprender y hacerles amar. Pero si entre ellos hay quien no se digne a bajar su mirada sobre el resto de sus semejantes, quien se ocupe exclusivamente de contemplar su grandeza, de gozar en el aislamiento su superioridad, condenémoslos sin que haya vuelta atrás. Pero para los otros, y es la gran mayoría, para aquellos que dan todo a la multitud, para aquellos cuya única preocupación es compartirle su inteligencia y su corazón, para aquellos, en cualquier siglo que hayan vivido, que hayan sido antiguamente servidores del gran rey, o que sean hoy ciudadanos de nuestra República libre, aquellos que llaman Bossuet o que nombran Pasteur, para aquellos, yo les ruego, no tengamos jamás palabras de admiración ni de amor. Saludemos, respetuosamente, en ellos a los benefactores de la humanidad.
Queridos estudiantes, tal vez en este momento me reprochen en silencio por haberlos olvidado un poco hoy. Sin embargo, no es así. Mientras hablaba, pensaba en ustedes, sobre todo en ustedes con quien acabo de pasar este año y que van a dejarnos ahora para probar la vida. Si quieren mirar de cerca, verán que este discurso contenía, para ustedes, una última enseñanza y una lección in extremis. Todo lo que dije podría, en efecto, resumirse así: Mis queridos amigos, sería muy feliz si ustedes salieran de este liceo con dos sentimientos, contradictorios en apariencia, pero que las almas fuertes saben conciliar. Por una parte, tengan un sentimiento muy vivo de su dignidad. Por muy grande que sea un hombre, jamás deberá renunciar a sus brazos y, de manera irremediable, a su libertad. Ustedes no tienen el derecho. Pero tampoco crean que se volverán mucho más grandes si no permiten que nadie se eleve por encima de ustedes. No se enaltezcan a sí mismos, sin deberle nada a alguien, porque entonces, para preservar un falso amor propio, se condenarían a la esterilidad. Todas las veces que sientan que un hombre les es superior, no se sonrojen por ser testigos de una justa consideración. Sin falsa honestidad, háganlo su guía. Hay una forma de dejarse guiar que no quita en nada la independencia. En una palabra, sepan respetar toda la superioridad natural, sin perder nunca el respeto por sí mismos. Aquí está, lo que deben hacer los futuros ciudadanos de nuestra democracia.
Fin del texto
[1] Renan, Dialogues philosophiques (1925).
* Lic. Domingo Balam Martínez Alvarez
domingobalam@live.com.mx
Egresado de a Facultad de Sociología de la Universidad Veracruzana, con estudios incompletos en la maestría en investigación educativa del Instituto de Investigaciones en Educación de la misma Universidad.
A la fecha ha participado en siete procesos electorales de carácter local y federal, en el Organismo Público Local Electoral de Veracruz (OPLE-Veracruz), como en el Instituto Nacional Electoral (INE). Ha colaborado en la Secretaria de Gobernación del Estado de Veracruz (SEGOB), el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), la Secretaria de Educación Pública (SEP), así como con organizaciones del sector social y en la iniciativa privada.
Actualmente es Consejero Suplente del Instituto Nacional Electoral en la Junta Distrital 09 de Veracruz, así como Jefe de la Oficina de la Secretaria del Honorable Ayuntamiento de Perote, Veracruz.