Lerner
y Celina S. de Cortázar, con ilustraciones de Roberto Páez,
publicado por la querida y llorada Eudeba, víctima como tantas
buenas cosas de la dictadura militar) me vuelve a mi colegio nacional
de Buenos Aires, a las deslumbradoras clases de literatura española
en las que el mismo Lerner, brillante erudito, nos comunicaba su
pasión por la lectura detenida, enseñándonos
a demorarnos en un texto hasta saber de memoria su acogedora geografía.
Lerner nos enseñó cómo hacernos amigos de los
(al parecer) aterradores clásicos, cómo volverlos
nuestros, cómo sentirlos íntimos sin que nos intimiden.
La crónica de aquellos años se halla trazada en mi
Garcilaso, mi Celestina, mi Berceo, mi Arcipreste de Hita. Mi amistad
con ellos dura desde aquellas clases.
Mi placer en la lectura es aún más antiguo. Cuentos,
leyendas, aventuras, las vidas ricas y arriesgadas del Capitán
Nemo, de Sherlock Holmes, del Zorro Reinhardt y de Gatito, de Robinson
Crusoe, de Pinocho, de Emilia y de Narizinho, y de tantos otros
que conocí entre las cubiertas de un libro, fueron mías
desde muy temprano. Dos aspectos de su lectura me deleitaban por
sobre todo: saber la conclusión de sus viajes y poder olvidarla
al abrir una vez más el libro. Uno de los encantos de la
lectura, común en los libros y en los lectores de una cierta
edad, es la repetición. Los teólogos han decretado
que ni siquiera Dios puede volver a recorrer el pasado; este poder
negado a todo Autor pertenece sin embargo a cada lector dispuesto
a empezar nuevamente en la primera página de un cuento.
Placer del diálogo con antiguos iluminados, placer de la
aventura extraordinaria. También, y no menor, placer de la
experiencia indirecta, vivida por otro para nosotros solos. Vivir
en el Londres de Dickens, en el Madrid de Galdós, en la Sicilia
de Pirandello; asistir a los descubrimientos de Fabre y de Plinio:
sentir la pasión de Medea, la desolación de Törless,
la rebelión de Montag, la tristeza de Pelo de Zanahoria –ser,
por un momento, quienes soñaron ser estas criaturas levemente
inmortales. Vivir lo imposible: perderme en el oscuro placer de
las pesadillas de Bioy, de Stevenson, de Wells, de Silvina Ocampo,
de Cortázar, de Tibor Déry, de Kobo Abe.
A veces, la función de mis libros es revelatoria. Leer por
primera vez a Benjamin, a sir Thomas Browne, a Chesterton, a Calasso,
a Vila-Matas y ser guiado por un luminoso laberinto de ideas que
parece construido para ayudarme a pensar, se me hace una experiencia
equivalente a la iluminación de la que hablan los sabios.
En esas tardes de epifanía el placer es puramente y hondamente
intelectual, acto cuyo prestigio nuestras sociedades hoy desechan.
A veces mis libros me ofrecen el simple placer de lo sonoro: leer
versos de San Juan de la Cruz, de Darío, de Gertrude Stein,
de Yves Bonnefoy, de Stefan George, de Antonio Botto, párrafos
de Christa Wolf, de Lezama Lima, de John Hawkes, de Joyce, frases
en las que la música del idioma prima sobre el sentido. Leer
por ejemplo este verso del (para mí) desconocido Francisco
de Aldana: “Quedo sube el amor llegue el amante” me
regocija, y confieso, después de años de frecuentarlo,
no entenderlo.
A veces, la función de mis libros es la de relicario. Mi
ejemplar de Redoble de conciencia, cuya cubierta color plata de
la editorial Losada lleva apuntado un número de teléfono
ahora para siempre secreto, me acompañó en una de
mis excursiones al sur de Argentina durante mis años de colegio.
Al borde de un lago al pie de los Andes, en torno a la fogata de
nuestro campamento, después de cantar a pleno pulmón
El ejército del Ebro, un compañero de clase abrió
mi libro y nos leyó en voz alta un poema de Blas de Otero.
Nos apasionó: Dios y la lucha revolucionaria convienen perfectamente
a las pasiones del lector adolescente. Años después,
en Canadá, habiéndome enterado de la muerte de ese
amigo en una cárcel militar de la Patagonia, encontré
el poema que había recitado aquella noche y que termina así
en la página 120: “Y yo de pie, tenaz, brazos abiertos,
/ gritando no morir. Porque los muertos / se mueren, se acabó,
ya no hay remedio”
No hay remedio. La lectura no consuela. En cambio puede, misteriosamente,
servir de espejo. En un verso de Blas de Otero, en un párrafo
del Quijote, en las menos prestigiosas palabras de Emilio Salgari
o Conan Doyle, algo –una imagen, una música, una idea-
adquiere para un determinado lector la calidad de traducción
de una sensación precisa, de una intuición, una ocurrencia.
El regreso de Ulises, la muerte de Melibea, el curioso martirio
de San Manuel Bueno, la pasión de Clarisse en Esplendor de
Portugal, la apenas comenzada vida de Tristram Shandy, las decorosas
listas de Sei Shonagon, son algunas de esas páginas en las
que he encontrado, repetidamente, el reflejo de mi experiencia.
María Elena Walsh escribió hace muchos años
un poema cuya conclusión dice así: “Y si alguna
vez te desespera / un gran silencio, es el silencio mío”.
Basta leer esto para no sentirme solo.
* III Premio Periodístico sobre
Lectura otorgado por la Fundación “Germán Sánchez
Ruipérez” de España, publicado el 31 de agosto
de 2002 en Babelia, suplemento literario de El País. |