Recuerdo
un día en la ciudad de Nueva York cuando después de
haber terminado un programa televisivo sobre los eventos más
recientes, el productor me pidió quedarme como comentarista
para el siguiente programa. El artista invitado no estaba disponible
para llegar al estudio por lo que el canal se encontraba entre la
espada y la pared. Acepté inmediatamente realizar el segmento,
para el cual contaba con sólo cinco minutos de preparación
después de recibir algunos artículos periodísticos
sobre el tema de discusión. Estaba de vuela al aire sin dudarlo.
Era un orador público profesional y hacer un show
para mí, aun con poco tiempo de preparación, era como
pedirle a un pez que nadara.
Después del segundo programa, el mismo productor se acercó
y tímidamente me pregunto si podía entrar en lugar
de un invitado que no había podido llegar. Esta vez tendría
una hora para prepararme antes del show. Aunque mi agenda
estaba apretada, hice algunas llamadas, reajusté mis planes
del día y accedí a quedarme para el espacio adicional.
En un sólo día había realizado tres shows en
vivo para la televisión y para mí era tan natural
como respirar.
Había llegado a un momento en que tomaba mi habilidad oral
a la ligera. Cuando era niño sufrí problemas de lenguaje,
lo que me llevó a tomar clases especiales para corregirlos.
Con el paso del tiempo mi problema con el habla fue superado y nunca
más miré al pasado. A partir del quinto grado de primaria
me encontraba ansioso por hablar de cualquier cosa y en cualquier
momento.
El aspecto oral se convirtió en una parte esencial de mi
vida. No era tan galán como Brad Pitt, ni prometía
ser un ganador de las Olimpiadas, pero contaba con algo que me brindaba
una atención positiva y elogios: mi habilidad para hablar.
Decir que me volví un poco arrogante sobre mi habilidad,
probablemente sea justo. No tomé en serio la buena fortuna
de tener la oportunidad para cultivar un talento. Eso era cuando
hablaba inglés.
Venir a México y esforzarme por aprender español fue
el cubetazo de humildad que necesitaba para poner de vuelta los
pies sobre la tierra. Mientras que en mi lengua materna me podía
haber creído el amo del universo, en español me sentía,
y algunas veces todavía me siento, como 70 puntos IQ por
abajo de lo que era en casa. Una vez realicé tres programas
de televisión en un día y ahora me encontraba en dificultad
para pedir direcciones para llegar al baño.
He jugado “lotería” y los cuates se han reído
cuando saco la carta “La Corona” y he pronunciado la
palabra como si fuera “cabrona”. Una vez creí
haber preguntando a una persona cómo estaban sus perros,
diciendo “¿Cómo estás perro?”,
sin entender el porqué de su molestia conmigo hasta que supe
el significado de la pregunta.
He hecho algunas observaciones sobre el aprendizaje de un nuevo
idioma. Desarrollar una habilidad para comunicarse requiere estar
dispuesto a cometer muchos errores. Todavía estoy reticente
para hablar español en algunas ocasiones, pues siento que
no me verán de la misma manera en que lo harían si
estuviera en mi tierra hablando inglés. Este orgullo falso
tiene que desaparecer. Ahora entiendo que para crecer como ser humano
y como hispanohablante debo estar dispuesto a cometer miles de errores
y seguir intentando una y otra vez hasta conseguirlo. Me he dado
cuenta de que los hablantes no nativos del inglés batallan
con la misma renuencia para hablar en su nuevo idioma. Simplemente
tenemos que superarlo.
Todavía tengo problemas con el género de los sustantivos,
especialmente con palabras que no siguen patrones predecibles. Mi
uso del tiempo subjuntivo a la hora de hablar es efímero,
y aun así recuerdo usar sea después de ojalá.
A veces soy tímido para hablar, pero me obligo a hacerlo,
incluso cuando me siento tonto.
A pesar de todo, el proceso de estudiar español ha sido positivo.
Todavía hay mucho por aprender y estoy ansioso por hacerlo.
Muchas vistas culturales se han abierto para mí a través
de la inmersión en este idioma; no solamente entiendo una
forma diferente de hablar y en ocasiones de pensar, sino que he
desarrollado una mejor forma de aprendizaje.
Entiendo que lo que me hace un buen orador en inglés puede
hacer lo mismo por mí en español, y que no es sólo
la habilidad de adular a los amigos con palabras elegantes o parlamentos
inteligentemente construidos lo que hace a un buen comunicador.
La sinceridad reina en cualquier idioma, una capacidad que todos
podemos ejercitar si queremos. En ese sentido, nos podemos comunicar,
si no perfectamente, sí efectivamente en cualquier nuevo
idioma al que nos apliquemos.
La elocuencia puede ser entretenida, pero un discurso con el corazón
abierto es enriquecedor. Todos podemos esforzarnos no simplemente
para mejorar nuestras habilidades lingüísticas sino
para indagar en nuestras almas y ser reflexivos en nuestro discurso.
Por esa lección y por otras, doy gracias de ser un estudiante
de la lengua española. |