Año 3 • No. 100 • mayo 6 de 2003 Xalapa • Veracruz • México
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  Sobre el aprendizaje de una nueva lengua
Cómo han caído los grandes
Jay Bildstein (Traducción: Rosben L. Olivera L.)
Recuerdo un día en la ciudad de Nueva York cuando después de haber terminado un programa televisivo sobre los eventos más recientes, el productor me pidió quedarme como comentarista para el siguiente programa. El artista invitado no estaba disponible para llegar al estudio por lo que el canal se encontraba entre la espada y la pared. Acepté inmediatamente realizar el segmento, para el cual contaba con sólo cinco minutos de preparación después de recibir algunos artículos periodísticos sobre el tema de discusión. Estaba de vuela al aire sin dudarlo. Era un orador público profesional y hacer un show para mí, aun con poco tiempo de preparación, era como pedirle a un pez que nadara.

Después del segundo programa, el mismo productor se acercó y tímidamente me pregunto si podía entrar en lugar de un invitado que no había podido llegar. Esta vez tendría una hora para prepararme antes del show. Aunque mi agenda estaba apretada, hice algunas llamadas, reajusté mis planes del día y accedí a quedarme para el espacio adicional. En un sólo día había realizado tres shows en vivo para la televisión y para mí era tan natural como respirar.

Había llegado a un momento en que tomaba mi habilidad oral a la ligera. Cuando era niño sufrí problemas de lenguaje, lo que me llevó a tomar clases especiales para corregirlos. Con el paso del tiempo mi problema con el habla fue superado y nunca más miré al pasado. A partir del quinto grado de primaria me encontraba ansioso por hablar de cualquier cosa y en cualquier momento.

El aspecto oral se convirtió en una parte esencial de mi vida. No era tan galán como Brad Pitt, ni prometía ser un ganador de las Olimpiadas, pero contaba con algo que me brindaba una atención positiva y elogios: mi habilidad para hablar. Decir que me volví un poco arrogante sobre mi habilidad, probablemente sea justo. No tomé en serio la buena fortuna de tener la oportunidad para cultivar un talento. Eso era cuando hablaba inglés.

Venir a México y esforzarme por aprender español fue el cubetazo de humildad que necesitaba para poner de vuelta los pies sobre la tierra. Mientras que en mi lengua materna me podía haber creído el amo del universo, en español me sentía, y algunas veces todavía me siento, como 70 puntos IQ por abajo de lo que era en casa. Una vez realicé tres programas de televisión en un día y ahora me encontraba en dificultad para pedir direcciones para llegar al baño.

He jugado “lotería” y los cuates se han reído cuando saco la carta “La Corona” y he pronunciado la palabra como si fuera “cabrona”. Una vez creí haber preguntando a una persona cómo estaban sus perros, diciendo “¿Cómo estás perro?”, sin entender el porqué de su molestia conmigo hasta que supe el significado de la pregunta.

He hecho algunas observaciones sobre el aprendizaje de un nuevo idioma. Desarrollar una habilidad para comunicarse requiere estar dispuesto a cometer muchos errores. Todavía estoy reticente para hablar español en algunas ocasiones, pues siento que no me verán de la misma manera en que lo harían si estuviera en mi tierra hablando inglés. Este orgullo falso tiene que desaparecer. Ahora entiendo que para crecer como ser humano y como hispanohablante debo estar dispuesto a cometer miles de errores y seguir intentando una y otra vez hasta conseguirlo. Me he dado cuenta de que los hablantes no nativos del inglés batallan con la misma renuencia para hablar en su nuevo idioma. Simplemente tenemos que superarlo.

Todavía tengo problemas con el género de los sustantivos, especialmente con palabras que no siguen patrones predecibles. Mi uso del tiempo subjuntivo a la hora de hablar es efímero, y aun así recuerdo usar sea después de ojalá. A veces soy tímido para hablar, pero me obligo a hacerlo, incluso cuando me siento tonto.
A pesar de todo, el proceso de estudiar español ha sido positivo. Todavía hay mucho por aprender y estoy ansioso por hacerlo. Muchas vistas culturales se han abierto para mí a través de la inmersión en este idioma; no solamente entiendo una forma diferente de hablar y en ocasiones de pensar, sino que he desarrollado una mejor forma de aprendizaje.

Entiendo que lo que me hace un buen orador en inglés puede hacer lo mismo por mí en español, y que no es sólo la habilidad de adular a los amigos con palabras elegantes o parlamentos inteligentemente construidos lo que hace a un buen comunicador. La sinceridad reina en cualquier idioma, una capacidad que todos podemos ejercitar si queremos. En ese sentido, nos podemos comunicar, si no perfectamente, sí efectivamente en cualquier nuevo idioma al que nos apliquemos.

La elocuencia puede ser entretenida, pero un discurso con el corazón abierto es enriquecedor. Todos podemos esforzarnos no simplemente para mejorar nuestras habilidades lingüísticas sino para indagar en nuestras almas y ser reflexivos en nuestro discurso. Por esa lección y por otras, doy gracias de ser un estudiante de la lengua española.