La
lluvia intensa recibió a Leonardo Da Jandra a su llegada
a Xalapa. Gotas copiosas que lo fascinaron y por un momento lo
hicieron borrar la imagen contrastante de una Atenas Veracruzana
aglomerada por los automóviles. Y es que Da Jandra ve con
asombro que en tan estrechas calles quepan juntos tantos automóviles;
en Huatulco, su actual sitio de residencia, no es así,
al grado de que ha prescindido de la luz eléctrica, el
agua corriente, el teléfono y demás objetos que
–en sus palabras– sólo esclavizan al hombre.
Invitado por la Facultad de Letras Españolas y la Fundación
de la UV, el célebre filósofo y escritor visitó
Xalapa para ofrecer el viernes 30 de mayo la conferencia magistral
Identidad, globalización y sacralidad en el Salón
Azul de Humanidades.
Las ideas de Da Jandra se derraman como en cascada y, con la fuerza
de un orador experimentado, convence a quienes lo escuchan. Para
este intelectual chiapaneco que ha descubierto “la grandeza
de lo mínimo”, el tema de la identidad se ha convertido
en una obcecación: “Quizá sea una obsesión,
porque no he logrado tener ese tipo de enraizamiento provinciano
que me permita por momentos sacar en público una manifestación
de grito y de aullido celebrando mi identidad como la única
y después en privado lamentar cuando veo las desgracias
reflejadas en mis semejantes”.
Da Jandra opinó que, en este momento, todas las culturas
deben obligatoriamente hacer un alto, una reflexión en
su devenir y una toma de conciencia que concluye en la pregunta
gnóstica ¿quién soy, de dónde vengo
y adónde voy?: “Hay culturas que tienen el sentir
identitario mucho más fuerte que otra; la nuestra es una
de ellas”.
Según Da Jandra, en la cultura mexicana la identidad es
una herida y tratar de cerrarla con base en supuestos teóricos
es condenar a las nuevas generaciones a que luego tengan que ir
más a lo hondo y sacar la pus que se ha acumulado ahí:
“El proceso de la identidad en el contexto actual es para
mí una de las emergencias de la perspectiva cultural mexicana
porque hemos vivido una generación que se pretendió
globalizar sin superar su provincianismo”.
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Harto
del oropel urbano y académico, de los ambientes culturales
sin propuesta alguna, Leonardo Da Jandra se sumergió desde
hace 20 años en la selva oaxaqueña, pero no vive con
la naturaleza como una forma de huída ni de regresión,
“lo que sería una especie de suicidio en nuestro tiempo”,
sino como una forma de naturalizar su humanidad y humanizar a lo
natural con lo que está en contacto. “Antes las ciudades
eran fundaciones sagradas y ahora son profanas; se salen del control
humano, se deshumanizan”.
Subrayó que se debe rescatar el papel de la mujer, ya que
la pauta civilizatoria la da la relación de la mujer y no
del hombre. “Una sociedad donde la mujer está por debajo
del hombre es una sociedad inferiorizada; se debe otorgar a la mujer
el papel que le corresponde, en el nuevo comportamiento social,
nunca debe estar la mujer por debajo del hombre”.
Da Jandra habló a fondo de la desacralización, de
lo profano y de un Dios que ahora se llama poder, cuyas personalidades
son lo político, lo económico y lo religioso. A la
sociedad mexicana la calificó como intolerante, con gobiernos
que desean modelos duraderos, aunque en la actualidad no exista
tal situación: “Entonces tenemos que todos los modelos
políticos son degenerativos, de ahí que la idea de
que lo social no tiene solución en su conjunto”.
Antes de que cumpliera un año, los padres de Da Jandra lo
llevaron a vivir con sus abuelos a la mítica Arousa, la Galicia
céltica. Allí creció entre tres referencias
que marcaron para siempre su destino: el mar, el culto a los muertos
y la obra de Valle-Inclán.
Más tarde realizó sus estudios en Santiago de Compostela
y Madrid, donde se entregó apasionadamente a la filosofía
alemana, y a su regreso a la Ciudad de México, hacia principios
de los sesenta, asistió a un doctorado de Filosofía
de la Matemática que impartía en la UNAM el filósofo
argentino Mario Bunge.
Cuestionador profundo del modelo unidireccional judeocristiano,
Leonado Da Jandra es defensor de la ultranza de la utopía
mínima (grupal o de pareja), que vive a plenitud desde hace
23 años con su compañera, la pintora y ecologista
Raga, en un edénico paraje de la costa oaxaqueña que,
gracias a su dedicado esfuerzo, fue declarado Parque Nacional.
Su obra, que refleja de manera crítica la inquietud intrahistórica
de la generación del 98 (sobre todo de Valle-Inclán
y Unamuno), es una especie de puente natural entre la cultura peninsular
y la mexicana. Con la publicación de su novela Samahua –expresión
cimera del género que Da Jandra ha acuñado como realismo
nucleohistórico– ganó el Premio Nacional de
Literatura impac en 1997. |