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Catorrazos a un niño o los límites de la ficción
Roberto Benitez |
Doña
Olga era fanática de las telenovelas, es probable que Rina,
El derecho de nacer, Colorina y Cuna de lobos hubieran
sido una justificación para comprender muchas de sus acciones.
Pero la catástrofe, la pérdida de su inocencia y fe
sobrevino cuando el reino de los melodramas colapsó de tal
forma que tuvo que reciclar a sus estrellas y éstas empezaron
a envejecer y se pusieron a planchar sus arrugas en forma descarada.
Es decir, Olga se dio cuenta que lo que sucedía en las telenovelas
no era verdad
que lo mismo la muchacha de barrio de una novela
se convertía en la gran diva |
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de
otra, que el atento galán de una historia se degradaba a patán
de capirote en otra más, que los besos, ¡esos besos!,
ni esas lágrimas eran ciertas
Fue así que Olga
cambió de canal y se puso a ver algo que (a su juicio, a nosotros
que nos esculquen) sí era verdad: el box, y de vez en cuando,
el futbol.
Creer o no creer, this is the cuestion, se entiende como la máxima
de nuestros días en los que la realidad vende mucho más
que la ficción. El contrato de verosimilitud que habíamos
hecho con la ficción parece haber caducado, no hay letras chiquitas
que valgan y las oportunidades de rescisión suelen ser, lamentablemente,
muy escasas. De ahí que nuestra permanente necesidad de historias
ande de romance con la realidad, con el chisme masificado, o sea,
la realidad al servicio del espectáculo como un producto más
de consumo ilimitado.
Todo lo anterior viene a colación por una escena que ahora
no sólo tiene impactada a doña Olga, tiene indignado
a todo el país, el terrible, siniestro, oscuro y célebre
caso de
tan-tan-taaaán (interprétese como fanfarria
en la hora de mayor rating y en cadena nacional): ¡la niñera
golpeadora! Hace unos días las imágenes de una niñera
que maltrataba a un bebé saltaron de un noticiero para atrapar
nuestro interés. La violencia que diariamente presenta la televisión
se vio enriquecida por una escena muy especial: Catorrazos a un niño.
Dos personajes: un niño como de un año y una mujer como
de 32. Delante de ellos, una cámara de video, fija y oculta.
Estamos en una cocina de clase media. La mujer realiza diferentes
acciones de limpieza y preparación de la comida del pequeño,
las cuales son aderezadas con abiertas agresiones físicas y
cínicas contra él. El niño, sentado en su silla,
simplemente reacciona. Por la cantidad de veces que la niñera
agrede al niño de diversas maneras y por el remate de la escena
en la que lo refunde en el bote de basura (todo grabado sin editar,
en un minuto aproximadamente), pareciera tratarse de un comercial
más pero con una enorme y cruel efectividad.
Los dos personajes están en casting, el escenario es el adecuado,
el tiempo y el ritmo son perfectos, la verosimilitud de las acciones
es impecable, por lo tanto esta escena podría tener una máxima
valorización según parámetros teatrales, con
posibilidades de éxito ilimitado, con un país completo
que lo confirma. Sin embargo, ¡oh sorpresa!, no es ficción
(ni una función de la Triple A que pudiera ser más justa),
sino la vil, pura y cotidiana realidad.
Independientemente de tratarse de un hecho grave y diario: el maltrato
a un bebé, una escena que conmueve a los sentidos, que indigna
en una primera mirada, la reiteración de la misma en cuanto
noticiero y programa televisivo pueda ocurrírsele al lector
la ha convertido en rutina, en objeto de morbo y manipulación,
en la mercancía de moda que mantiene saciada el hambre del
público por la violencia convertida en espectáculo,
porque cada vez que la pantalla emite la escena, el bebé vuelve
a ser una y otra vez inmolado y lo que la hace particularmente excitante
es la posibilidad de que ese pequeño mártir sea nuestro
hijo, con la ventaja de que no lo es, y obviamente en un cuento
urbano cuya moraleja reclama a las madres no despegarse ni un
minuto de sus retoños ya que el lobo de Caperucita
puede adoptar la forma de la dulce mano que mueve la cuna.
Pero, ¿qué pasaría si el día de hoy nos
dijeran en los noticieros que esta escena es una ficción? ¿Reaccionaríamos
como Olga, cambiaríamos de canal? ¿Les ofreceríamos
un premio a la mejor actuación? ¿O los mandaríamos
al diablo por habernos tomado el pelo? ¿Los meteríamos
a la cárcel por fraude a una nación? Sin duda no nos
quedaríamos tranquilos, algo tendríamos que hacer: creer
más en la ficción, dudar más de la realidad (o
de lo que se presenta como tal)
No lo sabemos, el caso es que
el valor de la ficción ya no es el mismo que el que tenía
hace apenas algún tiempo. La ficción y la realidad alternan
máscaras a la menor provocación: los políticos
actuales encarnan un ejemplo ideal. ¿Será acaso que
hemos perdido el sentido de la ficción o lo que hacemos en
su nombre ha dejado de ser efectivo?
El propósito de la ficción es convencernos, hacer creíble
lo que sucede, conmovernos sentimental e intelectualmente, como una
forma de prevenirnos de los peligros de estar vivo, sin precipitarnos
en el dolor de la realidad para que no nos vayamos de bruces ante
lo irremediable (de todas formas nos estampamos con lo real pero vamos
avisados). Es obvio que el mejor ejemplo NO es el de las telenovelas
cuyas intenciones van en un sentido inverso: el enmascaramiento de
esos peligros.
Nos referimos a otro tipo de ficción, que a su manera, nos
lanza al vacío pero con una red que se hace evidente al final
de la representación o al cerrar las tapas del libro, aunque
ante la incredulidad de la ficción nos hemos quedado sin esa
red, sin ese aviso, solos precipitándonos en el vacío
¿Será que lo único que ha quedado es el cascarón
hueco de la convención de representar, es decir, de la apariencia,
del simulacro, de lo ridículo, de lo que no se es pretendiendo
serlo?
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