Año 3 • No. 142 • mayo 31 de 2004
Xalapa • Veracruz • México
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Superó las expectativas de su temporada en el Distrito Federal
Ovaciona el Teatro de la Ciudad a

Edgar Onofre Fernández (Fotografías: Luis Fernando Fernández)
México, DF.- Conforme La Bamba fue cambiando del color del son estilizado hacia la salsa, el flamenco y los ritmos electrónicos, y en el escenario se confundían las galas veracruzanas tradicionales con los tonos de los rumberos, poco más de mil personas congregadas en el Teatro de la Ciudad de México para la primera de siete presentaciones de Jarocho en el Distrito Federal paulatinamente se pusieron de pie para ovacionar esta función.

Las expectativas generadas por el espectáculo, que el gobierno del estado y la Universidad Veracruzana debutaron la semana pasada en uno de los más prestigiados foros del arte y la cultura nacionales, enmudecieron cuando de la oscuridad del escenario saltaba el primero de los bailarines, ceñido en terciopelo negro y transparencias, y respondió a las percusiones de Zapateado, el primero de los actos y cuya música combina en su armonía elementos del rock progresivo con instrumentos tradicionales del son jarocho.
La clave alternativa del son y la vida jarocha que el espectáculo de la UV propone, contagió al público capitalino durante las siete presentaciones que ofrecieron en el prestigiado escenario de Donceles 38, en el centro histórico de la Ciudad de México, desde que, uno a uno, los bailarines salían de la penumbra para zapatear un coro de percusiones y estilizar al máximo el baile más característico de Veracruz. A través de gallardas evoluciones, donde la cálida sonrisa de los danzantes fue trocada en un gesto altivo de profundo orgullo veracruzano que, con la barbilla en alto, impidió que el público contuviera los aplausos un par de ocasiones antes de terminar el primero de los actos.
El reconocido son de La Bruja se convirtió en una fantasía sombría de luces y música, que parecía convocar antiquísimas leyendas veracruzanas alrededor del cortejo entre la hechicera y el varón embrujado, representado por solistas que combinaron la danza clásica y contemporánea conforme la música iba creciendo en intensidad. Una docena de bailarinas iluminaron la penumbra con velas en las manos y se cruzaron en el mágico idilio, como un aquelarre de brujas que se persiguen por entre un paisaje de árboles tenebrosos.

El tradicional Colás fue transformado inmediatamente en un cálido tornasol de luces, telones traslúcidos y músicos en escena para esperar a los bailarines que trocaron las transparencias y el terciopelo negros por el atuendo más tradicional de jarocho y colmaron el escenario de chiflidos y bullicio veracruzano, de gritos de júbilo y fiesta. Enseguida, los músicos de Jarocho iniciaron un paseo por el malecón y la costa veracruzana en armonías de jazz, que en momentos se convertía vertiginosamente en golpes de alientos y percusiones y corría por en medio de un paseo de estrellas, palmera y mujer. Bajo el mote de Jarjazz, cualquier postal veracruzana tomó un cariz de improvisación y complejas armonías que el público recibió de buena gana.

El espectáculo giró en un santiamén hacia las profundas Raíces negras de la región y se convirtió en una danza frenética de movimientos que recuerdan la santería, mezcla de son y selva. Ritmo fue una representación a manera de camorra entre el solo de batería y el solo de zapateado, un diálogo vertiginoso entre tambores de piso, tarola y contratiempo y la habilidad de bailarines ataviados en negro y rojo que fue subiendo de tono en tono hasta desembocar en un lamento de arpa y flauta que imitó el encantamiento de La Sirena.
Antes del intermedio, el Fandango llenó de nuevo el escenario con zapateado y una fiesta de coqueteos y cortejos entre jarochas ceñidas en una versión relajada del vestido tradicional. El canto de los solistas advertía a ritmo de son que “cuando el amor quema, viene el Diablo y no te avisa” y la puesta en escena insinuaba que todo cuanto se ha dicho de la belleza de las mujeres veracruzanas resulta poco. Los pasillos del Teatro de la Ciudad se llenaron de comentarios y críticas, como si el bullicio permanente de Veracruz hubiera contagiado a la audiencia y a la capital mexicana.

De regreso, los músicos del espectáculo ofrecieron una revisita a la música tradicional mexicana, convirtiendo al Son de la Negra en jazz, La Raspa en bebop y el Cielito Lindo en algo cercano al ambient y el new age, bajo el título de Guacamole, y que cedió el turno a un pasaje de los años 30, de danzón y salones de baile, de vestidos escotados y sombreros de fieltro. Mientras la regenta del Salón Veracruz vigilaba las miradas y las manos de las parejas seductoras y seducidas por la acompasada síncopa del danzón, las parejas fueron desapareciendo por las escaleras de una en una y los meseros recogieron mesas y bancos para que la parte española que todavía corre en la sangre veracruzana se adueñara del escenario.

Ente guitarras y cantos flamencos y una caja de ritmos electrónicos la bailaora, María Juncal, llevó al extremo las técnicas del zapateado ibérico hasta un fenomenal solo que levantó a la ovación y los olé de sus asientos.
Luego de un Torito que llevó de Tlacotalpan y la cuenca del Papaloapan al Teatro de la Ciudad la más característica de las alegrías jarochas, la Noche Cubana trajo una mezcla afortunada de danza clásica y malecón, de caderas y academia de baile, en medio del son estilizado. Del malecón de la Habana al de Veracruz, la salsa y el zapateado, las guayaberas y los trajes de rumberos viajaron alegremente de ida y vuelta.

Una solitaria bailarina salió al escenario enseguida para dejarse abrazar por la tesitura cálida y triste al mismo tiempo de la intérprete de La Malagueña y convocar con sus evoluciones una atmósfera de melancolía y cariño profundos que sumieron en el silencio total a este recinto del arte nacional, atmósfera que se fue disolviendo hasta que, de golpe, rompió el silencio la pieza titulada Jarocho.
El escenario recibió de nuevo al son y el rock zapateados, mezclando la tradición y el futuro del baile jarocho y entrecruzando atavíos veracruzanos, unos en blanco y pañoleta y en negro y transparencias los otros. Jarochos tradicionales de blanco y rojo, de amplias sonrisas y gritos de júbilo bailando son veracruzano fueron incorporándose a una nueva sangre vestida de negro y transparencias, de orgullo en el semblante y porte altivo que zapatea a medio camino entre el rock, la música electrónica y el son.

Y de ahí, al canto de Veracruz al mundo: La Bamba convocó al público y a los bailarines desde el primer rasgueo de la jarana. El sonido del arpa se fue mezclando con los beats de la música electrónica para subir hasta convertirse en son estilizado, mientras los bailarines levantaban al público de sus asientos. El escenario se abrió para

El Teatro de la Ciudad de México, de los recintos más importantes para el arte y la cultura nacionales, se transformó en un portal hacia un diálogo íntimo y moderno con Veracruz.
dejar paso a un arreglo flamenco de esta canción, mientras la bailaora Juncal mezclaba los zapateados españoles y jarochos.

Luego fue la salsa que pasaba de repente al jazz y volvía al son y regresaba de nuevo a la jarana, en tanto, las palmas del público se incorporaban tan pronto como el resto del elenco se iba sumando al escenario.

Así fue como El Teatro de la Ciudad de México se puso de pie para aclamar a Jarocho, no con una lluvia de aplausos, sino en una percusión multitudinaria de palmas contagiada por la clave del son que prolongó el cierre del espectáculo una, dos, tres veces y más antes de finalizar y permitir que el resto de cada una de las siete noches jarochas volvieran a ser oriundas del Distrito Federal.