Año 5 • No. 168 • febrero 14 de 2005 Xalapa • Veracruz • México
Publicación Semanal


 Páginas Centrales

 Información General

 Vinculación

 Investigación

 Estudiantes

 
Arte Universitario

 Foro Académico

 Halcones al Vuelo


 Contraportada


 Números Anteriores


 Créditos

 

 

 
Desde Inglaterra
Del culto a la muerte y sobre héroes y tumbas
Fernando N. Winfield Reyes

Cada cultura conforma sus hitos, sus costumbres, sus modos de explicarse el mundo y, en esencia, sus mitos. La identidad nacional ha sido motivo de múltiples estudios como variadas han sido también las interpretaciones que sobre la historia establecen diversas corrientes de pensamiento. Acaso con diferente eficacia que otros medios y expresiones artísticas, la arquitectura ha sido también la oportunidad de dar significado y forma a las ideas de una sociedad en su tiempo a través de edificios, monumentos y espacios.

Construida en su versión antigua desde los inicios del siglo vii, destruida en el gran incendio de la ciudad de 1666 y reconstruida a partir de 1675 conforme al proyecto de Sir Christopher Wren, la catedral de San Pablo en Londres constituye un magnífico ejemplo de la grandeza técnica al servicio del culto a los héroes y de la tragedia elevada al más grande reconocimiento social. De todo lo hasta ahora construido en Inglaterra, este edificio es probablemente uno de los más conocidos en el mundo, junto con el Big Ben y las casas del Parlamento. Para los ingleses tiene un significado muy importante, independientemente de todas las bodas, aniversarios de jubileo y funerales que aquí han tenido lugar, y es que constituye algo así como su símbolo espiritual. Su cúpula, la tercera más grande del mundo antiguo, domina la línea del paisaje de la ciudad y se puede apreciar desde distintos puntos, algunos incluso lejanos. San Pablo se ubica en una ligera elevación sobre el resto de las áreas circundantes.

Cuando se ingresa a la catedral es inmediata la percepción del espacio construido a gran escala: todo espacio sacro tiende a enaltecer la grandeza. Es algo que impone sin que a uno le tengan que decir nada. Es una reacción casi automática silenciarse y abrir la mirada al concierto de formas bajo la luz y los susurros. El espacio arquitectónico. Las dimensiones y su relación con la escala. Las proporciones. La simplicidad y su conjugación en formas progresivamente más complejas. Se trata de un conjunto de espacios formidables en los que pareciera que el aire adquiere un peso: es el efecto de la escala, la que nos hace sentir infinitamente pequeños en comparación con la grandeza de lo que allí se sostiene como razón constructiva y como acto simbólico de fe.

Durante la Segunda Guerra Mundial, la catedral de San Pablo fue el símbolo de la resistencia y del valor de los ingleses de sostenerse en la lucha a toda costa. Hubo varios, sucesivos, violentos bombardeos ordenados por Hitler sobre Londres y otras ciudades inglesas, con la intención de mermar la moral y la capacidad de resistencia. Winston Churchill, primer ministro durante esos años, ordenó que se protegiera la catedral a toda costa. Hay fotografías muy impresionantes de la Catedral en medio de nubes de humo y destrucción, alzando su figura que expresa fortaleza a pesar de todo el castigo de la destrucción, como una declaración de valor y fe. Cuando se llega a la parte del gran domo, hay algo que produce mareas a la razón: parece imposible en cuanto uno comienza a hacer los cálculos de lo que sostiene esa gigantesca semi-esfera, cuyo interior contiene otra, y otra más pequeña, hasta la finitud de una linterna en la parte superior, por la que se perciben hilos de luz.

Al admirar sus interiores, su orden y la austeridad de sus signos, llama la atención la práctica carencia de estatuas de santos y, en su lugar, la existencia de motivos y conjuntos escultóricos en los que los héroes de las batallas y las guerras son elevados al lugar que en otras iglesias se reserva a los santos. Provistos de un pequeño folleto-guía, se van descubriendo los hitos de la catedral, las tumbas y monumentos a los héroes de la época secular, mezclados con ángeles y figuras míticas.

Nos dirigimos a la parte baja del edificio, la planta que genéricamente llaman “la cripta”: ese cementerio cerrado que constituye una pequeña ciudad subterránea para la memoria, ese casi laberinto del recuerdo que lucha por la inmortalidad de los héroes y sus sitiales, esa especie de entraña de espacios para las tumbas y los fríos monumentos que parecen silenciar la réplica del sacrificio, porque uno circula entre pasillos y bóvedas de crucería para reconstruir el luto y la gloria. Ya he dicho en una carta antes que algo que llama la atención cuando se está en Londres es ese arte al servicio de la exaltación de la muerte y el heroísmo, cuyas expresiones más gloriosas acaban por confundirse con un acendrado sentido de nacionalismo y lucha contra enemigos formidables cuyas amenazas han sido conjuradas al costo de innumerables vidas de los llamados héroes, las más de las veces, inocentes y anónimos.

La sagrada muerte se expresa en la decisión y la voluntad de entregar la vida a favor de una especie de alma colectiva, a la que se llama la nación, el imperio o la corona. El culto a la muerte, si de tal cosa se puede hablar aquí, sin embargo, no tiene ningún parentesco con la morbosidad que uno encuentra en otros lugares –hay que recordar, por ejemplo, la coincidencia de lo más famoso y lo más feo como sucede con las momias en Guanajuato, o la conservación y la ritualización a los fragmentos de órganos o miembros como sucede en otros puntos del planeta. Este sentido de la sacralidad humana a lo británico se trata más bien de un culto aséptico, donde se multiplica un arte cuya sobriedad y solemnidad acaba por ser extraña. El espacio de lo sagrado se aproxima a lo humano a través del heroísmo: ese sacrificio cuya claridad acaba por diluirse, sea en la victoria o la derrota, siempre en el enfrentamiento con el enemigo o las fuerzas naturales y geográficas de lo desconocido. Se celebra como en una imagen social cuyo espejo invierte el significado común de la desgracia y el olvido. El valor desplegado adquiere una categoría laica de casi santidad. La disciplina se asocia con la virtud clásica de la renuncia. No hay mayor riqueza que la abstención y la astringencia. Las bases precarias que uno tiene en el conocimiento de los símbolos concretos de lo sagrado (sea a través de la arquitectura o de otras artes como la escultura, la pintura o la orfebrería) parece insuficiente para explicar este despliegue de culto rendido a los humanos, sus obras y las guerras rendidas en el nombre de las humanas causas emprendidas en el nombre de Dios.

Los héroes son conmemorados en los materiales más duros y durables. Placas en el suelo y en los muros relatan los detalles de las vidas ejemplares en mármol, en bronce, en piedra con gruesos detalles y decisivos caracteres. Puede ser como la lectura de un libro cuyas páginas reconstruyen la grandeza de Inglaterra, la extensión de un imperio que acabaría por ser inexistente, las batallas elusivas al tiempo que revelan la precisa geografía de la historia que escriben los vencedores y aquellos que, siendo muertos y vencidos con honor, encontraron en la derrota el más alto reconocimiento de sus compatriotas. Dos figuras reciben especial atención en el espacio de la muerte. Son los héroes nacionales por antonomasia: el Almirante Nelson y el Duque de Wellington. Dos historias de la grandeza de la sagrada muerte.

Es que los ingleses son extraños. Dejamos la gigantesca cripta y salimos del subsuelo. Subimos por las escaleras de piedra. Son las cinco de la tarde. Cuando llegamos otra vez a la superficie de la planta principal, la catedral comienza a ser iluminada. El azar y la coincidencia nos han llevado allí un 31 de diciembre. De regreso a las calles, el aire se hace ligero y breve.