Año 6 • No. 235 • agosto 28 de 2006

Xalapa • Veracruz • México
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Malas concepciones, prejuicios
y mitos de la lectura

Olivia Jarvio
Cuando se escucha el término leer, éste se asocia con otros términos tales como conocimiento, educación, trabajo, obligación, tarea, esfuerzo, etcétera. Y si bien es cierto que la actividad de leer es considerada como la herramienta necesaria para adquirir una formación o capacitación, también es importante destacar cómo la lectura puede constituirse en un hábito placentero como el jugar, el comer o el amar.

Desde hace algún tiempo se ha venido considerando a la lectura como una actividad importante para el desarrollo humano, a tal grado que hoy en día se acepta que es necesario valorarla y apoyarla socialmente, a fin de incrementar el número lectores. Muchos son los motivos que confluyen en esta preocupación.

Los gobiernos de algunos países observan cómo los índices de lectura permanecen bajos entre sus habitantes y que lo que se lee tiene que ver únicamente con el estudio o la información en general. También existe una exigencia en los nuevos modelos educativos que consideran a la lectura como una competencia imprescindible para la formación integral. Pero también se habla de la importancia que como función social tiene la lectura. La lectura es esto y mucho más. Por tal motivo, se entiende que formar lectores es una meta social compleja, que requiere el involucramiento de muchos actores, y un trabajo arduo de muchas instituciones.

En este contexto, aparecen algunas cuestiones de partida, como lo que se entiende por leer. También debe reflexionarse sobre los métodos a utilizar para formar lectores. En este sentido, Felipe Garrido, en su obra El buen lector se hace, no nace, establece primero que no sólo se necesita alfabetizar a la gente para hacerla lectora; él plantea que es indispensable además que la gente pueda generar una capacidad que le permita ir realizando lecturas cada vez más exigentes y que pueda comprenderlas, sentirlas y aprovecharlas.

Ante la pregunta de cómo se forma un lector, responde, “la lectura auténtica es un hábito placentero, es un juego…, sólo es necesario que alguien nos inicie, que juegue con nosotros, que nos contagie por el gusto de jugar. Hace falta que alguien nos lea, en voz alta, para aprender a dar sentido a nuestra lectura”. De esta manera, establece la importancia que tiene leer literatura, la que justifica diciendo que los textos literarios “actúan no sólo sobre el intelecto, la memoria y la imaginación, sino también sobre estratos más profundos, como los instintos, afectos y la intuición; los lectores así formados comprenderán no sólo mejor poemas, teatro, ensayos y narrativa, sino también textos técnicos, científicos, legales y de cualquier otra clase.”

Y en tal sentido, podemos entender las vivencias como estudiantes. Quién no recuerda al maestro que encargaba lecturas, lo que hacía que se convirtieran en tareas, obligaciones, cargas, que para empezar ni se entendían ni se compartían, porque había que resumirlas, comentarlas, entenderlas. A este respecto, Alejandro Aura señala “…esa idea de que al leer se tiene que aprender algo es francamente obtusa y fría, lo que la literatura quiere es que el lector esté allí, como de visita, que sienta cómo se vive en esa casa que hay dentro del libro”.

En el otro extremo tenemos la incomprensión de la lectura. Cuántas veces no hemos escuchado a aquel profesor que dice que el leer literatura es una pérdida de tiempo, que lo más importante son los textos técnicos. O por el contrario, de algunos otros, que en su afán de contagiar la lectura, encargan a sus estudiantes leer las obras que ellos consideran las más valiosas, cuando no necesariamente tendrían porqué gustarle a los demás. Mónica Lavín, comenta “…el contagio (de la lectura) entra por vía del afecto, de los sentidos, de la pasión con que un maestro nos exprese el tránsito que significó determinada lectura. No hay libros equivocados, sólo tal vez momentos equivocados para acoger al libro”.

Pero el acto de imponer la lectura no sólo sucede en la escuela. También hay padres que exigen a sus hijos horas de lectura, cuando ellos mismos jamás se acercan a revisar algún libro. O quienes utilizan a la televisión como la única educadora capaz de controlar a los hijos. Y de todo esto el resultado no es más que natural: una cultura en la que la lectura, lejos de ser una actividad placentera que forma parte de la vida cotidiana, se constituye en una obligación que muchos están dispuestos a no padecer.

Todas estas experiencias cotidianas no hacen sino reforzar la idea de que la lectura no ha sido entendida. Y esto cobra relevancia a través de resultados de diversos estudios, que al cuestionar por qué no se lee, se han obtenido datos interesantes como las justificaciones de que los libros son muy caros o que la vida es tan complicada, que el tiempo no alcanza para dedicar espacios a la lectura.

Es innegable que existe una gran responsabilidad de las instituciones educativas por llevar a cabo el “contagio” por la lectura; asumirla inicia con la definición de políticas y programas, donde las autoridades se comprometan con tal fin. También, y de manera fundamental, es necesario que los profesores de todos los niveles de educación y de todas las áreas del conocimiento, que bien pudieran utilizar cinco minutos de sus clases a compartir algún breve texto literario. Así mismo, está la familia, cuya contribución elemental sería tener siempre libros que pueden ser leídos o compartidos a los hijos diariamente.
Bibliografía.

Argüelles, Juan Domingo. Historias de lecturas y lectores. Los caminos de los que sí leen. Ed. Paidós. México, 2005.
Argüelles, Juan Domingo. Leer es un camino. Los libros y la lectura: del discurso autoritario a la mitología bienintencionada. Ed. Paidós,
México, 2004.
Aura, Alejandro. ¿Para qué se ve el crepúsculo?
Garrido, Felipe. El buen lector se hace, no nace. Reflexiones sobre lectura y formación de lectores. Ed. Ariel, México, 1999.
Garrido, Felipe. Para leerte mejor. Mecanismos de la lectura y de la formación de lectores. Ed. Planeta, México, 2004.
Lavin, Mónica. Leo, luego escribo. Ideas para disfrutar la lectura. Lectorum, México, 2001.
Pennac, Daniel. Como una novela. Ed. Norma, Bogotá, 1996.
Pfeiffer Michael. El destino de la literatura, Ed. El Acantilado, Barcelona, 1999.