Año 7 • No. 283 • Octubre 1 de 2007 Xalapa • Veracruz • México
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  Pina Pellicer,
luz y tristeza
Roberto Ortiz Escobar
La muerte abrupta y en ocasiones suicida de algunos actores genera un aura misteriosa que los cobija y convierte en objeto de culto. Así sucedió con Marilyn Monroe y James Dean en la industria de Hollywood. No tanto con la mexicana Pina Pellicer, actriz teatral que debutara en el cine estadounidense al lado de Marlon Brando en 1961 (El rostro impenetrable), y que tres años después se quitara la vida en la ciudad de México.

La falta de memoria histórica y cultural en nuestro país impide observar los alcances de algunos creadores en una industria fílmica que aún requiere la valoración oportuna.

Si bien Emilio García Riera dibujó un mapa de la cinematografía nacional que contenía cada una de las películas producidas desde los años treinta del siglo pasado, el seguimiento posterior a su muerte no detalla la década de los setenta todavía, dejando un vacío de casi tres décadas.

En cuanto a la evaluación de una obra personal, se han investigado algunos directores pero falta mucho por hacer. Qué decir de los actores, escenógrafos o fotógrafos, a quienes ni siquiera se les aprovecha en vida para recoger sus testimonios y con ello diseñar el otro mapa que daría seguimiento a trayectorias, acciones, recuerdos y anécdotas de un conglomerado humano que hace posible el engranaje de una labor compleja acaparada cotidianamente por millones de espectadores.

Frente a esta necesidad urgente, es de agradecerse la publicación del libro Pina Pellicer. Luz de tristeza (1934-1964), editado por la UNAM, Cineteca Nacional y la Universidad Autónoma de Nuevo León.

De corta vida, la trayectoria de Pina Pellicer nos rebela el aherrojo de una mujer que a pesar de su fragilidad y las dificultades para sortear la soledad, en poco tiempo dejó huella en el teatro y la cinematografía. Con aire independiente que tal vez no dominó del todo, Pina abrevó en la lectura y desde muy joven participó en el ámbito editorial y radiofónico de la UNAM, hizo teatro con el grupo Poesía en Voz Alta y conoció a figuras como Juan José Arreola, Héctor Mendoza y Juan Soriano. Se recuerdan aún sus interpretaciones de El diario de Ana Frank (1958) y Electra (1960).

Para el cine debuta en El rostro impenetrable (One-Eyed Jacks, de Marlon Brando) y un año después se convierte en la esposa de un campesino pobre del siglo XVIII (Macario, 1959) bajo la dirección de Roberto Gavaldón, con quien haría su mejor personaje fílmico en Días de otoño (1962). Previamente en España fue llamada por Rafael Gil para Rogelia, obra afectada narrativamente por la nueva ola francesa, y más adelante se integró a El pecador (1964, de Rafael Baledón), su última cinta, olvidable por la mediocridad de su realizador.

Pina Pellicer fue una de esas actrices que asumió personajes a flor de piel, es decir, muy en línea con inquietudes y emociones que seguramente debatía internamente y que le generaban un compromiso abrumador. Los temas de la pobreza material que inhibe satisfactores elementales (Macario), de la ilusión matrimonial desfigurada con las apariencias clase medieras (Días de otoño), de la dificultad amorosa entre razas distintas (El rostro impenetrable), nos remiten a una actriz consciente de su papel histriónico, pero también de la utilidad y repercusión que sus interpretaciones podían dejar en el público. Tal vez por ello descartó su continuidad en Hollywood y retomó los escenarios teatrales y las pantallas mexicanas.

En Pina Pellicer divisamos la transición de una época a otra en el terreno actoral femenino de la cinematografía nacional. Deja de lado lo acostumbrado en los cuarenta y cincuenta: los devaneos de las rumberas (Ninón Sevilla y Rosa Carmina, entre otras), de las encueratrices (Ana Luisa Pelufo, Columba Domínguez) y de los arrebatos melodramáticos justificando los valores morales (en diferentes líneas genéricas, Sara García, Libertad Lamarque y Marga López). A cambio, ella ofreció un modelo de interpretación donde el fuero interno, los movimientos corporales y las expresiones faciales se convirtieron en la herramienta principal para crear personajes complejos cuya psicología se apartaba de la convención y los estereotipos.

Sin este testimonio, difícilmente podríamos aquilatar la importancia de una actriz que abrió brecha y alentó a una cinematografía nacional que en los sesenta había desgastado y vulgarizado lo que con tanta enjundia se había construido en los cuarenta.