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Pina
Pellicer,
luz y tristeza
Roberto Ortiz Escobar |
La
muerte abrupta y en ocasiones suicida de algunos actores genera un
aura misteriosa que los cobija y convierte en objeto de culto. Así
sucedió con Marilyn Monroe y James Dean en la industria de
Hollywood. No tanto con la mexicana Pina Pellicer, actriz teatral
que debutara en el cine estadounidense al lado de Marlon Brando en
1961 (El rostro impenetrable), y que tres años después
se quitara la vida en la ciudad de México.
La falta de memoria histórica y cultural en nuestro país
impide observar los alcances de algunos creadores en una industria
fílmica que aún requiere la valoración oportuna.
Si bien Emilio García Riera dibujó un mapa de la cinematografía
nacional que contenía cada una de las películas producidas
desde los años treinta del siglo pasado, el seguimiento posterior
a su muerte no detalla la década de los setenta todavía,
dejando un vacío de casi tres décadas.
En cuanto a la evaluación de una obra personal, se han investigado
algunos directores pero falta mucho por hacer. Qué decir de
los actores, escenógrafos o fotógrafos, a quienes ni
siquiera se les aprovecha en vida para recoger sus testimonios y con
ello diseñar el otro mapa que daría seguimiento a trayectorias,
acciones, recuerdos y anécdotas de un conglomerado humano que
hace posible el engranaje de una labor compleja acaparada cotidianamente
por millones de espectadores.
Frente a esta necesidad urgente, es de agradecerse la publicación
del libro Pina Pellicer. Luz de tristeza (1934-1964), editado por
la UNAM, Cineteca Nacional y la Universidad Autónoma de Nuevo
León.
De corta vida, la trayectoria de Pina Pellicer nos rebela el aherrojo
de una mujer que a pesar de su fragilidad y las dificultades para
sortear la soledad, en poco tiempo dejó huella en el teatro
y la cinematografía. Con aire independiente que tal vez no
dominó del todo, Pina abrevó en la lectura y desde muy
joven participó en el ámbito editorial y radiofónico
de la UNAM, hizo teatro con el grupo Poesía en Voz Alta y conoció
a figuras como Juan José Arreola, Héctor Mendoza y Juan
Soriano. Se recuerdan aún sus interpretaciones de El diario
de Ana Frank (1958) y Electra (1960).
Para el cine debuta en El rostro impenetrable (One-Eyed Jacks, de
Marlon Brando) y un año después se convierte en la esposa
de un campesino pobre del siglo XVIII (Macario, 1959) bajo la dirección
de Roberto Gavaldón, con quien haría su mejor personaje
fílmico en Días de otoño (1962). Previamente
en España fue llamada por Rafael Gil para Rogelia, obra afectada
narrativamente por la nueva ola francesa, y más adelante se
integró a El pecador (1964, de Rafael Baledón), su última
cinta, olvidable por la mediocridad de su realizador.
Pina Pellicer fue una de esas actrices que asumió personajes
a flor de piel, es decir, muy en línea con inquietudes y emociones
que seguramente debatía internamente y que le generaban un
compromiso abrumador. Los temas de la pobreza material que inhibe
satisfactores elementales (Macario), de la ilusión matrimonial
desfigurada con las apariencias clase medieras (Días de otoño),
de la dificultad amorosa entre razas distintas (El rostro impenetrable),
nos remiten a una actriz consciente de su papel histriónico,
pero también de la utilidad y repercusión que sus interpretaciones
podían dejar en el público. Tal vez por ello descartó
su continuidad en Hollywood y retomó los escenarios teatrales
y las pantallas mexicanas.
En Pina Pellicer divisamos la transición de una época
a otra en el terreno actoral femenino de la cinematografía
nacional. Deja de lado lo acostumbrado en los cuarenta y cincuenta:
los devaneos de las rumberas (Ninón Sevilla y Rosa Carmina,
entre otras), de las encueratrices (Ana Luisa Pelufo, Columba Domínguez)
y de los arrebatos melodramáticos justificando los valores
morales (en diferentes líneas genéricas, Sara García,
Libertad Lamarque y Marga López). A cambio, ella ofreció
un modelo de interpretación donde el fuero interno, los movimientos
corporales y las expresiones faciales se convirtieron en la herramienta
principal para crear personajes complejos cuya psicología se
apartaba de la convención y los estereotipos.
Sin este testimonio, difícilmente podríamos aquilatar
la importancia de una actriz que abrió brecha y alentó
a una cinematografía nacional que en los sesenta había
desgastado y vulgarizado lo que con tanta enjundia se había
construido en los cuarenta. |
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