La
vida del escritor, académico y periodista Héctor Aguilar
Camín, ha sido trabajar y trabajar sobre México y, en
un momento tan especial como el que vivimos, no se puede prescindir
de su tino analítico, de sus observaciones sobre la historia
y el desarrollo de México; ha sido, sin duda, un estudioso
sobresaliente de sus latidos sociales, políticos y culturales,
y lo ha hecho en sus libros, en sus ensayos y en sus crónicas
con brillantez y, por añadidura, con una bella prosa, dijo
el rector de la UV, Raúl Arias Lovillo durante la inauguración
de la Cátedra Jesús Reyes Heroles.
Aguilar Camín es director y conductor del programa de periodismo
y análisis en televisión Zona Abierta. Ha escrito libros,
ensayos y cuentos, dentro de los cuales se encuentran: La decadencia
del dragón; Morir en el golfo; El resplandor de la madera;
Saldos de la Revolución; Mandatos del corazón, entre
otros.
Ha recibido el Premio Nacional de Periodismo (1985), la Medalla Andrés
Quintana Roo (1992), el Premio Mazatlán de Literatura (1998),
el Premio Ichiiko por Obra Cultural, Japón (1988), y la Orden
al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral, Chile (2001).
Fue fundador y director de la revista Nexos, fundador de la editorial
Cal y Arena, y subdirector del diario La Jornada. Es licenciado en
Comunicación por la Universidad Iberoamericana y doctor en
Economía por El Colegio de México.
A continuación, fragmentos de su ponencia durante la Cátedra
Jesús Reyes Heroles, con el título El liberalismo, hoy.
Sobre Jesús Reyes Heroles
Si de alguien hemos aprendido los mexicanos que la política
es el arte de lo posible y lo posible el arte de la reforma, es de
este veracruzano ilustre, de altos vuelos intelectuales y vastos recursos
prácticos. Reyes Heroles fue una mezcla difícil de lograr:
la mezcla del bien pensar y del bien hacer.
Quería aprender de la historia para gobernar el presente. En
particular, quería reabrir algunos cauces liberales en la deriva
más bien antiliberal del nacionalismo revolucionario y del
presidencialismo mexicano de la era del PRI, es decir, de su propia
era.
Hizo lo que pudo, y no fue poco. Abrió las rendijas de la reforma
política de 1978, por donde se coló en las décadas
siguientes la marejada incontenible pero pacífica, porque fue
reconocida a tiempo, de la aspiración democrática del
país. Sobre
la democracia
La democracia sirve para lo que sirve, para lo demás no sirve.
Digo esto porque se ha puesto de moda el desencanto con la democracia,
la mayor parte del cual es porque se pide de la democracia cosas
que la democracia no da: crecimiento económico, empleo, equidad
social. La democracia no da eso. Da libertades públicas y
competencia política, y es bastante.
Sobre
el liberalismo
Pocas teorías políticas habrán tenido más
penas de adaptación, menos “paz y contentamiento del
alma” por verse cumplidas que las del liberalismo en tierras
mexicanas.
Origen es destino, dice Freud, y el origen del liberalismo mexicano
es el de un trasplante en seco a tierras poco propicias, mal abonadas
por la historia para el florecimiento de la semilla liberal, tierras
largamente colonizadas, en realidad, por robustos árboles
de la cepa contraria.
Los principios del liberalismo, como los del federalismo norteamericano,
eran cosa extraña en estas tierras. Lo nuestro era el régimen
monárquico, el pactismo medieval con su cadena de fueros
y corporaciones, la unidad de la Iglesia y el Estado, y la negociación
hacia arriba. Todo iba a la Corona en busca de concesiones y mercedes
y todo venía de la Corona, igual que hace unas décadas,
todo iba y venía del Presidente, y ahora todo va y viene
del gobernador.
Pero el liberalismo es contra la Corona y contra la religión,
es decir, contra los poderes absolutos y contra las creencias obligatorias
que oprimen o constriñen las libertades del hombre. El liberalismo
es a favor de las libertades individuales de conciencia, conducta,
propiedad, comercio y actividad económica. Todo lo que favorece
estas libertades es liberal, lo que las frena es iliberal o antiliberal.
Sobre
los logros del liberalismo y su batalla en México
Dicen los manuales que el liberalismo es distinto en países
donde hay una religión dominante o única y donde no.
En el primer caso pasan a ocupar los primeros sitios de la agenda
las libertades políticas y de conciencia, mientras en el
segundo privan las de asociación, producción y comercio.
El liberalismo mexicano pertenece al primer tipo: su motor fue la
separación de la Iglesia y el Estado. En eso fue radical
y eficaz. La victoria indiscutible del liberalismo en tierras mexicanas
fue separar a la Iglesia del Estado y establecer el laicismo como
eje de la vida pública.
A lo largo de los dos siglos de vida de la nación, el liberalismo
avanza y retrocede, gana y pierde, se activa y se repliega según
las circunstancias, en una dialéctica apasionante de litigio
con las tradiciones corporativas, antiliberales, del país.
En el siglo XIX, el liberalismo triunfa con Juárez y las
Leyes de Reforma pero retrocede con la paz de Porfirio Díaz.
Renace con la Revolución, a principios del siglo XX, pero
retrocede con la estabilización posrrevolucionaria, que construye
el gran régimen protomonárquico que conocemos como
presidencialismo mexicano.
El liberalismo vuelve a la carga en los noventas del siglo XX bajo
el doble ropaje del libre comercio y la privatización de
empresas públicas. Inaugura el siglo XXI con un triunfo de
la democracia, que es también un triunfo de las libertades
políticas, un triunfo de los ciudadanos sobre el poder que
controlaba las elecciones. Después de la euforia democrática,
la liberalización del país parece replegarse de nuevo,
detiene su avance sobre los enclaves de poder corporativo, públicos
y privados, heredados del régimen priista, eso que hoy llamamos
poderes fácticos y que no son sino cadenas de privilegios
y fueros modernos, venidos, como las mercedes y las gracias reales,
de tratos y concesiones del Estado.
El país vive ahora, otra vez, una especie de empate entre
las fuerzas que frenan y las que impulsan su liberalización.
Es una nueva edición de la batalla sorda, la batalla de nuestra
historia, entre las costumbres y los intereses del México
liberal y las costumbres y los intereses del México corporativo.
De un lado está el México que ejerce y quiere ejercer
las libertades individuales básicas de tener, creer, comerciar,
trabajar y producir; de otro lado está el México que
ejerce y quiere ejercer diversas cadenas de fueros y privilegios
que impiden o constriñen las libertades de tener, creer,
comerciar, trabajar y competir. La frontera entre ambos Méxicos
es difusa, como nuestra cultura política, mezclada de valores
liberales con reflejos estatistas.
El mayor obstáculo a la liberalización de la vida
pública mexicana reside quizás en la cultura política
mayoritaria del país. En muchos sentidos, los mexicanos siguen
mirando al Estado como el lugar de donde pueden venir mercedes y
concesiones. No como el lugar de sus mandatarios legales sino como
el asiento de sus mandones filantrópicos.
La tradición del paternalismo y del subsidio estatal ha dejado
huella profunda en los hábitos ciudadanos inclinándolos,
en su relación con el gobierno, hacia una actitud peticionaria.
Sobre
la “sociedad peticionaria”
Una vez construida, la sociedad peticionaria quiere recibir gratuitamente
del gobierno todos los bienes: educación, salud, vivienda,
tierra, seguridad, justicia, servicios. Su idea de la responsabilidad
gubernamental es el subsidio; su exigencia, es la gratuidad.
Quiere un gobierno que dé mucho y cueste poco, una especie
de bolsa mágica que se llena sola y se vacía al ritmo
de las demandas de los ciudadanos.
La sociedad peticionaria no paga impuestos porque no cree en la
honradez de la autoridad: “se lo van a robar todo”.
Quiere sin embargo que la autoridad le resuelva sus problemas. Su
idea de lo público es una calle de sentido único en
donde sólo se tienen derechos, no obligaciones; sólo
demandas, no reciprocidades.
El pedagogo del ciudadano peticionario ha sido el gobierno paternalista
que mira a su sociedad como hacia un reino de menores de edad a
los que debe proteger, tutelar, y también, correspondientemente,
puede engañar o extorsionar.
Sobre
la necesaria liberalización del Estado en México
En primerísimo lugar hay que liberalizar el Estado. Un dilema
central del liberalismo es cómo contener al Estado frente
a las libertades de los ciudadanos y cómo fortalecerlo para
que garantice el piso común de derechos en que esas libertades
descansan. El Estado debe ser suficientemente fuerte para obligar
a todos a cumplir la ley y suficientemente débil para no
interferir con la libertad de nadie en ningún otro ámbito.
De modo que se quiere una contradicción: un Estado fuerte
pero débil.
Liberalizar el estado quiere decir devolverle, si la tuvo alguna
vez, esa imparcialidad legal sin concesiones que echamos tanto de
menos en el comportamiento de nuestras autoridades. Quiere decir
hacerlo un estado de derecho, no el espacio de negociación
discrecional de la ley, como sigue siendo en tantos órdenes.
La segunda liberalización necesaria del Estado mexicano tiene
que ver con sus facultades de intervención en todos los órdenes.
Los enormes poderes legales, políticos y económicos
del Estado, dan al gobierno una capacidad excesiva de constreñir
o limitar las libertades de los ciudadanos: empezando con su capacidad
de fabricar culpables por la influencia excesiva que puede tener
sobre los aparatos judiciales, terminando con el dominio que ejerce,
improductivamente, sobre recursos estratégicos de la nación,
como la tierra, el subsuelo, la electricidad o el petróleo.
Liberalizar al Estado es limitarlo, reducir y transparentar sus
facultades de intervención, someter a estricto escrutinio
público su desempeño económico.
Liberalizar al Estado quiere decir también acotar las finanzas
públicas, haciendo que los ciudadanos paguen hasta el último
peso que gasta el Estado, de modo que haya en el estado los recursos
suficientes para cumplir el mandato de sus ciudadanos, y ni un peso
más.
Un Estado financiado sólo por sus ciudadanos es la quinta
esencia de un Estado liberal. El Estado liberal no debería
tener otro lugar donde pedir recursos ni otro lugar donde rendir
cuentas que en el bolsillo de los ciudadanos cuyo dinero gasta.
Èse es el origen estricto de la capacidad ciudadana de controlar
al gobierno.
El dominio del Estado sobre fuentes de ingreso distintas a los impuestos,
como el petróleo, ha corrompido e invisibilizado en México
esta relación fundamental, constitutiva, de la ciudadanía:
te pago impuestos para que me sirvas, no para que te sirvas de mí.
Debes rendirme cuentas porque estás gastando mi dinero, no
el tuyo, y ningún dinero tienes sino el que yo te doy.
Muy lejos está nuestra estructura institucional y nuestra
vida pública de la transparencia contenida y responsable
de un Estado liberal.
¿Qué decir de la economía y las libertades
de emprender y comerciar, tan centrales al liberalismo?
La herencia del México corporativo está en todas partes,
es un largo tejido de intereses clientelares, prendidos de una manera
u otra a privilegios y prebendas que tienen su origen en el Estado.
El México democrático permite ver cada vez con mayor
claridad que la herencia antiliberal de México está
llena de poderes fácticos que concentran derechos y obstruyen
las libertades de otros.
No hay un solo negocio mayor de la economía mexicana que
no esté en manos de monopolios u oligopolios. El dominio
de la economía por unas cuantas empresas que restringen o
constriñen la libertad económica de los demás
es antiliberal. La economía mexicana debe ser liberada de
monopolios y oligopolios mediante la más simple de las recetas
del liberalismo: la libre competencia.
Lo mismo ha de decirse de los monopolios del estado, cuya improductividad
y corrupción, nadie controla realmente, y hacen perder a
su dueño, que es el pueblo de México, más dinero
de lo que cabe imaginar.
PEMEX no es en realidad una empresa petrolera de los mexicanos,
es la caja de recursos para un gobierno federal que no cobra impuestos
suficientes para subvenir sus gastos. Sobreexplota entonces al monopolio
petrolero perpetuando año con año dos ineficiencias:
la de no cobrar impuestos suficientes y la de dejar a PEMEX sin
dinero suficiente para su propio desarrollo. PEMEX no es de los
mexicanos, es de Hacienda.
Qué decir de los grandes sindicatos públicos, tierra
iliberal por excelencia. Son la negación de la libertad de
asociación y contratación y de las libertades sindicales
mínimas, entre ellas la de la democracia interna de los sindicatos.
Es un mundo aparte de reglas, opresiones y prebendas. |