Año 7 • No. 286 • Octubre 22 de 2007 Xalapa • Veracruz • México
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Nuestra cultura política impide liberalizar al país: Aguilar Camín

Redacción UniVerso
La vida del escritor, académico y periodista Héctor Aguilar Camín, ha sido trabajar y trabajar sobre México y, en un momento tan especial como el que vivimos, no se puede prescindir de su tino analítico, de sus observaciones sobre la historia y el desarrollo de México; ha sido, sin duda, un estudioso sobresaliente de sus latidos sociales, políticos y culturales, y lo ha hecho en sus libros, en sus ensayos y en sus crónicas con brillantez y, por añadidura, con una bella prosa, dijo el rector de la UV, Raúl Arias Lovillo durante la inauguración de la Cátedra Jesús Reyes Heroles.

Aguilar Camín es director y conductor del programa de periodismo y análisis en televisión Zona Abierta. Ha escrito libros, ensayos y cuentos, dentro de los cuales se encuentran: La decadencia del dragón; Morir en el golfo; El resplandor de la madera; Saldos de la Revolución; Mandatos del corazón, entre otros.

Ha recibido el Premio Nacional de Periodismo (1985), la Medalla Andrés Quintana Roo (1992), el Premio Mazatlán de Literatura (1998), el Premio Ichiiko por Obra Cultural, Japón (1988), y la Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral, Chile (2001).

Fue fundador y director de la revista Nexos, fundador de la editorial Cal y Arena, y subdirector del diario La Jornada. Es licenciado en Comunicación por la Universidad Iberoamericana y doctor en Economía por El Colegio de México.
A continuación, fragmentos de su ponencia durante la Cátedra Jesús Reyes Heroles, con el título El liberalismo, hoy.

Sobre Jesús Reyes Heroles
Si de alguien hemos aprendido los mexicanos que la política es el arte de lo posible y lo posible el arte de la reforma, es de este veracruzano ilustre, de altos vuelos intelectuales y vastos recursos prácticos. Reyes Heroles fue una mezcla difícil de lograr: la mezcla del bien pensar y del bien hacer.

Quería aprender de la historia para gobernar el presente. En particular, quería reabrir algunos cauces liberales en la deriva más bien antiliberal del nacionalismo revolucionario y del presidencialismo mexicano de la era del PRI, es decir, de su propia era.

Hizo lo que pudo, y no fue poco. Abrió las rendijas de la reforma política de 1978, por donde se coló en las décadas siguientes la marejada incontenible pero pacífica, porque fue reconocida a tiempo, de la aspiración democrática del país.

Sobre la democracia
La democracia sirve para lo que sirve, para lo demás no sirve. Digo esto porque se ha puesto de moda el desencanto con la democracia, la mayor parte del cual es porque se pide de la democracia cosas que la democracia no da: crecimiento económico, empleo, equidad social. La democracia no da eso. Da libertades públicas y competencia política, y es bastante.

Sobre el liberalismo
Pocas teorías políticas habrán tenido más penas de adaptación, menos “paz y contentamiento del alma” por verse cumplidas que las del liberalismo en tierras mexicanas.

Origen es destino, dice Freud, y el origen del liberalismo mexicano es el de un trasplante en seco a tierras poco propicias, mal abonadas por la historia para el florecimiento de la semilla liberal, tierras largamente colonizadas, en realidad, por robustos árboles de la cepa contraria.

Los principios del liberalismo, como los del federalismo norteamericano, eran cosa extraña en estas tierras. Lo nuestro era el régimen monárquico, el pactismo medieval con su cadena de fueros y corporaciones, la unidad de la Iglesia y el Estado, y la negociación hacia arriba. Todo iba a la Corona en busca de concesiones y mercedes y todo venía de la Corona, igual que hace unas décadas, todo iba y venía del Presidente, y ahora todo va y viene del gobernador.

Pero el liberalismo es contra la Corona y contra la religión, es decir, contra los poderes absolutos y contra las creencias obligatorias que oprimen o constriñen las libertades del hombre. El liberalismo es a favor de las libertades individuales de conciencia, conducta, propiedad, comercio y actividad económica. Todo lo que favorece estas libertades es liberal, lo que las frena es iliberal o antiliberal.

Sobre los logros del liberalismo y su batalla en México
Dicen los manuales que el liberalismo es distinto en países donde hay una religión dominante o única y donde no. En el primer caso pasan a ocupar los primeros sitios de la agenda las libertades políticas y de conciencia, mientras en el segundo privan las de asociación, producción y comercio.

El liberalismo mexicano pertenece al primer tipo: su motor fue la separación de la Iglesia y el Estado. En eso fue radical y eficaz. La victoria indiscutible del liberalismo en tierras mexicanas fue separar a la Iglesia del Estado y establecer el laicismo como eje de la vida pública.

A lo largo de los dos siglos de vida de la nación, el liberalismo avanza y retrocede, gana y pierde, se activa y se repliega según las circunstancias, en una dialéctica apasionante de litigio con las tradiciones corporativas, antiliberales, del país.

En el siglo XIX, el liberalismo triunfa con Juárez y las Leyes de Reforma pero retrocede con la paz de Porfirio Díaz. Renace con la Revolución, a principios del siglo XX, pero retrocede con la estabilización posrrevolucionaria, que construye el gran régimen protomonárquico que conocemos como presidencialismo mexicano.

El liberalismo vuelve a la carga en los noventas del siglo XX bajo el doble ropaje del libre comercio y la privatización de empresas públicas. Inaugura el siglo XXI con un triunfo de la democracia, que es también un triunfo de las libertades políticas, un triunfo de los ciudadanos sobre el poder que controlaba las elecciones. Después de la euforia democrática, la liberalización del país parece replegarse de nuevo, detiene su avance sobre los enclaves de poder corporativo, públicos y privados, heredados del régimen priista, eso que hoy llamamos poderes fácticos y que no son sino cadenas de privilegios y fueros modernos, venidos, como las mercedes y las gracias reales, de tratos y concesiones del Estado.

El país vive ahora, otra vez, una especie de empate entre las fuerzas que frenan y las que impulsan su liberalización. Es una nueva edición de la batalla sorda, la batalla de nuestra historia, entre las costumbres y los intereses del México liberal y las costumbres y los intereses del México corporativo.

De un lado está el México que ejerce y quiere ejercer las libertades individuales básicas de tener, creer, comerciar, trabajar y producir; de otro lado está el México que ejerce y quiere ejercer diversas cadenas de fueros y privilegios que impiden o constriñen las libertades de tener, creer, comerciar, trabajar y competir. La frontera entre ambos Méxicos es difusa, como nuestra cultura política, mezclada de valores liberales con reflejos estatistas.

El mayor obstáculo a la liberalización de la vida pública mexicana reside quizás en la cultura política mayoritaria del país. En muchos sentidos, los mexicanos siguen mirando al Estado como el lugar de donde pueden venir mercedes y concesiones. No como el lugar de sus mandatarios legales sino como el asiento de sus mandones filantrópicos.

La tradición del paternalismo y del subsidio estatal ha dejado huella profunda en los hábitos ciudadanos inclinándolos, en su relación con el gobierno, hacia una actitud peticionaria.

Sobre la “sociedad peticionaria”
Una vez construida, la sociedad peticionaria quiere recibir gratuitamente del gobierno todos los bienes: educación, salud, vivienda, tierra, seguridad, justicia, servicios. Su idea de la responsabilidad gubernamental es el subsidio; su exigencia, es la gratuidad.

Quiere un gobierno que dé mucho y cueste poco, una especie de bolsa mágica que se llena sola y se vacía al ritmo de las demandas de los ciudadanos.

La sociedad peticionaria no paga impuestos porque no cree en la honradez de la autoridad: “se lo van a robar todo”. Quiere sin embargo que la autoridad le resuelva sus problemas. Su idea de lo público es una calle de sentido único en donde sólo se tienen derechos, no obligaciones; sólo demandas, no reciprocidades.

El pedagogo del ciudadano peticionario ha sido el gobierno paternalista que mira a su sociedad como hacia un reino de menores de edad a los que debe proteger, tutelar, y también, correspondientemente, puede engañar o extorsionar.

Sobre la necesaria liberalización del Estado en México
En primerísimo lugar hay que liberalizar el Estado. Un dilema central del liberalismo es cómo contener al Estado frente a las libertades de los ciudadanos y cómo fortalecerlo para que garantice el piso común de derechos en que esas libertades descansan. El Estado debe ser suficientemente fuerte para obligar a todos a cumplir la ley y suficientemente débil para no interferir con la libertad de nadie en ningún otro ámbito. De modo que se quiere una contradicción: un Estado fuerte pero débil.

Liberalizar el estado quiere decir devolverle, si la tuvo alguna vez, esa imparcialidad legal sin concesiones que echamos tanto de menos en el comportamiento de nuestras autoridades. Quiere decir hacerlo un estado de derecho, no el espacio de negociación discrecional de la ley, como sigue siendo en tantos órdenes.
La segunda liberalización necesaria del Estado mexicano tiene que ver con sus facultades de intervención en todos los órdenes.

Los enormes poderes legales, políticos y económicos del Estado, dan al gobierno una capacidad excesiva de constreñir o limitar las libertades de los ciudadanos: empezando con su capacidad de fabricar culpables por la influencia excesiva que puede tener sobre los aparatos judiciales, terminando con el dominio que ejerce, improductivamente, sobre recursos estratégicos de la nación, como la tierra, el subsuelo, la electricidad o el petróleo.

Liberalizar al Estado es limitarlo, reducir y transparentar sus facultades de intervención, someter a estricto escrutinio público su desempeño económico.
Liberalizar al Estado quiere decir también acotar las finanzas públicas, haciendo que los ciudadanos paguen hasta el último peso que gasta el Estado, de modo que haya en el estado los recursos suficientes para cumplir el mandato de sus ciudadanos, y ni un peso más.

Un Estado financiado sólo por sus ciudadanos es la quinta esencia de un Estado liberal. El Estado liberal no debería tener otro lugar donde pedir recursos ni otro lugar donde rendir cuentas que en el bolsillo de los ciudadanos cuyo dinero gasta. Èse es el origen estricto de la capacidad ciudadana de controlar al gobierno.

El dominio del Estado sobre fuentes de ingreso distintas a los impuestos, como el petróleo, ha corrompido e invisibilizado en México esta relación fundamental, constitutiva, de la ciudadanía: te pago impuestos para que me sirvas, no para que te sirvas de mí. Debes rendirme cuentas porque estás gastando mi dinero, no el tuyo, y ningún dinero tienes sino el que yo te doy.

Muy lejos está nuestra estructura institucional y nuestra vida pública de la transparencia contenida y responsable de un Estado liberal.

¿Qué decir de la economía y las libertades de emprender y comerciar, tan centrales al liberalismo?

La herencia del México corporativo está en todas partes, es un largo tejido de intereses clientelares, prendidos de una manera u otra a privilegios y prebendas que tienen su origen en el Estado. El México democrático permite ver cada vez con mayor claridad que la herencia antiliberal de México está llena de poderes fácticos que concentran derechos y obstruyen las libertades de otros.

No hay un solo negocio mayor de la economía mexicana que no esté en manos de monopolios u oligopolios. El dominio de la economía por unas cuantas empresas que restringen o constriñen la libertad económica de los demás es antiliberal. La economía mexicana debe ser liberada de monopolios y oligopolios mediante la más simple de las recetas del liberalismo: la libre competencia.

Lo mismo ha de decirse de los monopolios del estado, cuya improductividad y corrupción, nadie controla realmente, y hacen perder a su dueño, que es el pueblo de México, más dinero de lo que cabe imaginar.

PEMEX no es en realidad una empresa petrolera de los mexicanos, es la caja de recursos para un gobierno federal que no cobra impuestos suficientes para subvenir sus gastos. Sobreexplota entonces al monopolio petrolero perpetuando año con año dos ineficiencias: la de no cobrar impuestos suficientes y la de dejar a PEMEX sin dinero suficiente para su propio desarrollo. PEMEX no es de los mexicanos, es de Hacienda.

Qué decir de los grandes sindicatos públicos, tierra iliberal por excelencia. Son la negación de la libertad de asociación y contratación y de las libertades sindicales mínimas, entre ellas la de la democracia interna de los sindicatos. Es un mundo aparte de reglas, opresiones y prebendas.


Héctor Aguilar Camín y Raúl Arias Lovillo durante la inauguración de la Cátedra