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Departamento de Prensa
Año 8 / No. 324 / Septiembre 8 de 2008 Xalapa • Veracruz • México Publicación Semanal

Campo de refugiados de Kravica

En Bosnia, los niños
siempre juegan a la guerra

“Odio los cadáveres de los imperios,
apestan como ninguna otra cosa”
Rebecca West, “Black lamb and grey fallen”

Mauricio Châlons

Kravica es un pequeño valle enclavado entre húmedas montañas de la República Serbia de Bosnia, donde el frío recuerda a cada paso la miseria y abandono impuesto a todos aquellos que padecieron en carne propia la nociva experiencia de la guerra: los civiles.

Nuestros pasos se pierden dando traspiés, lentamente, en la semioscuridad del atardecer. Estremece darse cuenta de que el tiempo parece detenido entre las casas de madera, donde los pobres entregan lo mejor de sí al desconocido, al extraño venido de tierras lejanas, fantasmales en la memoria de la gente, pero que la referencia del nombre de México trae consigo el recuerdo a un abuelo que tiernamente tararea El rey y con una sonrisa en los labios pronuncia entre timidez y cariño la palabra “tequila”, refiriéndose a nuestra bebida nacional como “dobra, súper”: ¡Muy buena!

Un vaso de rakia no sólo da calor –tan fuerte como la bebida nacional de sus primos hermanos rusos: el vodka, y tan eslavo como el mismo–, sino que permite romper las diferencias lingüísticas y culturales, nos da la oportunidad de  adentrarnos en la cultura de una nación que a pesar de las visibles diferencias políticas y religiosas tiene también vicios y virtudes comunes: las bebidas como la pivo –cerveza–, la rakia y las comidas como el asado de cordero –pecenje, léase “pechenye”–, el cevap, etcétera. Aquí, uno comprende aquel viejo dicho de “beber como cosaco” y se disfruta del deporte nacional tanto de bosnios como de croatas y serbios: el ajedrez.

Los niños persiguen al que viene de fuera con una sonrisa en los labios preguntando “kako se zoves?”, ¿cómo te llamas?, seguido de un dobar dan –buenas tardes–; los niños, siempre gentiles, siempre inocentes, recuerdan esa tierna facultad de recrearnos ante lo desconocido, de ser felices con pocas cosas, con sólo un gesto, una sonrisa, un dulce, facultad que los mayores hemos perdido a veces irremediablemente en algún lugar y momento de nuestra vida adulta.

En contraste, en todas las zonas visitadas por mí en Bosnia, los niños siempre juegan a la guerra, un detalle que no deja de ser desolador. “En esta guerra todos hemos perdido, nadie ha ganado”, relata Momir, sobreviviente de la guerra civil que asoló la antigua Yugoslavia a mediados de los años noventa. Comentario que a lo largo de la República Serbia de Bosnia y la federación de Bosnia-Herzegovina he podido escuchar en labios de ex veteranos de guerra y civiles de este país enclavado en la zona de los Balcanes –palabra de origen turco que significa montaña.

Las abuelas relatan con el dolor reflejado en sus rostros la pérdida de un hijo, un nieto, una nuera, los terribles momentos de tener que huir entre las montañas para salvar la vida, el terror de escuchar los lamentos y estertores de aquellos que murieron camino de su exilio. No queda la mínima duda del sufrimiento que cada familia: cada civil ha sufrido sin distinción de grupo al que perteneciera, pues la mayor desgracia de esa guerra fue, es y será el que todos eran eslavos, aquí no se puede hablar de diferencias étnicas, quien lo mencione no tiene la más mínima idea de lo que habla.

En lo físico es difícil o imposible distinguir a unos de otros; las únicas diferencias que se pueden percibir, y sólo cuando estás cruzando la zona serbia –por ejemplo–,es por los letreros de las carreteras, que están en cirílico, o cuando te cruzas con una bandera bosnia, croata o serbia en el camino y la creencia religiosa que profesan.

Cada día que paso en los pueblos y provincias de Bosnia-Herzegovina me recuerda lo afortunado que soy al tener un techo sin disparos de obuses, morteros o fusiles de asalto Kaláshnikov en las calles o paredes de las casas, derruidas o a medio reconstruir; de tener agua caliente en el grifo, comida y todos los servicios que el “primer mundo europeo” ofrece, eso sí, nada gratis, todo caro y no siempre de la calidad que presupone el costo de los mismos.

Todas las familias de Kravica, unas 12 ó 15 en promedio, sobreviven con 30 euros al mes –algo así como 500 o 600 pesos–, los chicos van a la escuela en condiciones muy difíciles y la gran mayoría de los adultos malviven del cultivo para autoconsumo, además de la pesca en los ríos, lo cual permite completar un poco más la dieta familiar.

Mi llegada coincide con el cumpleaños del pequeño Mijaíl, quien festeja su primer año de vida; sus padres me invitan a probar un pastel hecho por su tía y a tomar una Jelen Pivo –la cerveza nacional serbia–. No puedo negar que ambas cosas me han sabido a gloria, tanto por su exquisitez como por el gesto de compartir sus ya de por sí precarias provisiones con un extranjero que por lo demás habla muy poco serbio, pero entre serbio, inglés y francés nos vamos entendiendo, permitiéndome además, conocer un poco de la tierna intimidad de sus vidas.

El crepúsculo marca el fin de mi estancia en el campo de refugiados de Kravica y el inicio de la segunda parte de mi viaje a los confines de la serbia profunda y terrible de Bosnia. El destino me depara sorpresas que desde este día han marcado mi vida, mi profesión. Dovidenja Kravica! ¡Hasta pronto, Kravica!