Campo de refugiados de Kravica
En Bosnia, los niños
siempre juegan a la guerra
“Odio los cadáveres de los imperios,
apestan como ninguna otra cosa”
Rebecca West, “Black lamb and grey fallen”
Mauricio Châlons
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Kravica es un pequeño valle enclavado
entre húmedas montañas de la República
Serbia de Bosnia, donde el frío recuerda a cada
paso la miseria y abandono impuesto a todos aquellos que
padecieron en carne propia la nociva experiencia de la
guerra: los civiles.
Nuestros pasos se pierden dando traspiés, lentamente,
en la semioscuridad del atardecer. Estremece darse cuenta
de que el tiempo parece detenido entre las casas de madera,
donde los pobres entregan lo mejor de sí al desconocido,
al extraño venido de tierras lejanas, fantasmales
en la memoria de la gente, pero que la referencia del
nombre de México trae consigo el recuerdo a un
abuelo que tiernamente tararea El rey y con una sonrisa
en los labios pronuncia entre timidez y cariño
la palabra “tequila”, refiriéndose
a nuestra bebida nacional como “dobra, súper”:
¡Muy buena! |
Un vaso de rakia no sólo da calor –tan
fuerte como la bebida nacional de sus primos hermanos rusos:
el vodka, y tan eslavo como el mismo–, sino que permite
romper las diferencias lingüísticas y culturales,
nos da la oportunidad de adentrarnos en la cultura de
una nación que a pesar de las visibles diferencias
políticas y religiosas tiene también vicios
y virtudes comunes: las bebidas como la pivo –cerveza–,
la rakia y las comidas como el asado de cordero –pecenje,
léase “pechenye”–, el cevap, etcétera.
Aquí, uno comprende aquel viejo dicho de “beber
como cosaco” y se disfruta del deporte nacional tanto
de bosnios como de croatas y serbios: el ajedrez.
Los niños persiguen al que viene
de fuera con una sonrisa en los labios preguntando “kako
se zoves?”, ¿cómo te llamas?, seguido
de un dobar dan –buenas tardes–; los niños,
siempre gentiles, siempre inocentes, recuerdan esa tierna
facultad de recrearnos ante lo desconocido, de ser felices
con pocas cosas, con sólo un gesto, una sonrisa,
un dulce, facultad que los mayores hemos perdido a veces
irremediablemente en algún lugar y momento de nuestra
vida adulta.
En contraste, en todas las zonas visitadas por mí
en Bosnia, los niños siempre juegan a la guerra,
un detalle que no deja de ser desolador. “En esta
guerra todos hemos perdido, nadie ha ganado”, relata
Momir, sobreviviente de la guerra civil que asoló
la antigua Yugoslavia a mediados de los años noventa.
Comentario que a lo largo de la República Serbia
de Bosnia y la federación de Bosnia-Herzegovina
he podido escuchar en labios de ex veteranos de guerra
y civiles de este país enclavado en la zona de
los Balcanes –palabra de origen turco que significa
montaña.
Las abuelas relatan con el dolor reflejado en sus rostros
la pérdida de un hijo, un nieto, una nuera, los
terribles momentos de tener que huir entre las montañas
para salvar la vida, el terror de escuchar los lamentos
y estertores de aquellos que murieron camino de su exilio.
No queda la mínima duda del sufrimiento que cada
familia: cada civil ha sufrido sin distinción de
grupo al que perteneciera, pues la mayor desgracia de
esa guerra fue, es y será el que todos eran eslavos,
aquí no se puede hablar de diferencias étnicas,
quien lo mencione no tiene la más mínima
idea de lo que habla. |
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En lo físico es difícil o imposible
distinguir a unos de otros; las únicas diferencias
que se pueden percibir, y sólo cuando estás
cruzando la zona serbia –por ejemplo–,es por los
letreros de las carreteras, que están en cirílico,
o cuando te cruzas con una bandera bosnia, croata o serbia
en el camino y la creencia religiosa que profesan.
Cada día que paso en los pueblos y provincias de Bosnia-Herzegovina
me recuerda lo afortunado que soy al tener un techo sin disparos
de obuses, morteros o fusiles de asalto Kaláshnikov
en las calles o paredes de las casas, derruidas o a medio
reconstruir; de tener agua caliente en el grifo, comida y
todos los servicios que el “primer mundo europeo”
ofrece, eso sí, nada gratis, todo caro y no siempre
de la calidad que presupone el costo de los mismos.
Todas las familias de Kravica, unas 12 ó 15 en promedio,
sobreviven con 30 euros al mes –algo así como
500 o 600 pesos–, los chicos van a la escuela en condiciones
muy difíciles y la gran mayoría de los adultos
malviven del cultivo para autoconsumo, además de la
pesca en los ríos, lo cual permite completar un poco
más la dieta familiar.
Mi llegada coincide con el cumpleaños del pequeño
Mijaíl, quien festeja su primer año de vida;
sus padres me invitan a probar un pastel hecho por su tía
y a tomar una Jelen Pivo –la cerveza nacional serbia–.
No puedo negar que ambas cosas me han sabido a gloria, tanto
por su exquisitez como por el gesto de compartir sus ya de
por sí precarias provisiones con un extranjero que
por lo demás habla muy poco serbio, pero entre serbio,
inglés y francés nos vamos entendiendo, permitiéndome
además, conocer un poco de la tierna intimidad de sus
vidas.
El crepúsculo marca el fin de mi estancia en el campo
de refugiados de Kravica y el inicio de la segunda parte de
mi viaje a los confines de la serbia profunda y terrible de
Bosnia. El destino me depara sorpresas que desde este día
han marcado mi vida, mi profesión. Dovidenja Kravica!
¡Hasta pronto, Kravica!
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