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Año 9 / No. 348 / Marzo 9 de 2009 Xalapa • Veracruz • México Publicación Semanal

Entrevista con el ganador del Premio Xavier Villaurrutia

El poeta debe saber recoger
migajas para hacer pan: Castañón

Marcelo Sánchez Cruz

Adolfo Castañón es estudioso de las letras y gastrónomo completamente autodidacta; ha sido miembro del consejo de redacción de varias revistas en Latinoamérica, entre las que se encuentran La Cultura en México, Suplemento de Siempre!, Vuelta, Letras Libres y Gradivia. Laboró durante más de 30 años en el Fondo de Cultura Económica, donde desempeñó distintos cargos del oficio editorial.

Poseedor de una cultura enciclopédica, la conversación de Adolfo Castañón se da en forma natural, llena de citas, referencias y relaciones a otros autores de la literatura universal; esta fascinación por la lectura lo ha llevado a realizar valiosos aportes al género del ensayo, la crónica y la traducción literaria, pero es en el desarrollo de su propia voz como poeta en lo que encuentra gran satisfacción al escribir.

Adolfo Castañón recibió en febrero el Premio Xavier Villaurrutia –el máximo reconocimiento a la literatura en México– por su libro Viaje a México. Ensayos, crónicas y retratos, que a decir del jurado calificador representa de forma cabal la práctica del ensayo literario y la crónica con una depurada prosa y propicia la reflexión sobre ciertos autores y tópicos importantes en la literatura y cultura de México.

En entrevista, Adolfo Castañón hace un breve resumen de su personalidad y expresa su interés en la difusión del arte de la poesía y la literatura.

Cuando uno busca a Adolfo Castañón, la referencia de Wikipedia lo establece como escritor, ensayista y gastrónomo, ¿cómo se definiría usted?
Me gustaría definirme más bien como lector, como leyente –que es una palabra que me gusta–, como escritor, traductor, conversador, paseante; la serie de mis ensayos se ha publicado como Paseos y eso también me lleva a una reflexión: lo más interesante es el infinitivo o el gerundio y no el participio pasado. Es decir, el escribir, el escribiendo y no el llamarse de una u otra manera.

Yo no tengo licenciatura, podría decir que interrumpí mis estudios para ingresar a la Facultad de Filosofía y Letras, no acabé mis créditos porque me fui de viaje un año largo por Europa y Oriente Medio. En el poema Recuerdos de Coyoacán, el personaje –que podemos decir está tratado sobre mi persona– se define como bachiller, bachiller errante. Entonces, lo del título en este momento cultural e histórico que vivimos de la “credencialización”, donde hay licenciados en turismo y en todas las ramas, para mí es un tema relativo.

Para mí lo relevante es el infinitivo y en ese sentido –regresando a la pregunta– yo me sentiría más a gusto con el título de leyente o lector, y para ir un poco más atrás a una pregunta que no me hizo pero que está ahí en el camino, a propósito de Wikipedia, de la definición que da la enciclopedia virtual, creo que ellos deberían revisar su redacción porque todo gastrónomo en cierto modo es autodidacta. Yo me he interesado en los temas de la lengua no sólo en el aspecto de la lingüística más formal, sino en el aspecto un poco más ameno, doméstico, de la cocina, y tengo un libro que ha tenido una suerte curiosa singular, que se llama Grano de sal, donde hay una voluntad de interrogación
literaria de temas relacionados con la cocina.

¿Esta experimentación es el eje de su vida?
De alguna manera diría que sí, aunque eso me lleva a otra categoría más que está asociada a experimento y a ensayo; entonces, otra definición sería la de “ensayista”, que es el que está intentando todo el tiempo. Como dice Beckett, lo importante de la vida no es tanto lograr, sino intentar, y en ese sentido es mejor fracasar una y otra vez, porque eso es signo de que uno está ensayando una y otra vez.

Entonces, yo creo que esta definición del ensayista es la definición que está más contigua a la del lector, a la de leyente, y que tiene que ver la categoría de ensayo y ensayista. Tendría que ver con una especie de asimilación orgánica de lo que podríamos llamar la conciencia de la provisionalidad del mundo del saber, de sus elementos y también la voluntad de estar alerta, creo que en la cultura contemporánea por distintas razones que son normales, previsibles, se tiende un poco, o un mucho, a perder el sentido de la aventura, del riesgo, y creo que la posición del ensayista en cierto modo le permite a un escritor, a un lector, a un historiador, poder estar atento a esta voluntad de disponibilidad al riesgo, a la contingencia, a la improvisación.

¿Cuál sería entonces, para un escritor o un historiador especializado, la base para conseguir este tipo de atención?
En el mundo en que vivimos, de altísima especialización, este hueco que está entre los grandes saberes especializados y los pequeños-grandes saberes, es un hueco que por una parte nadie quiere asumir, pero que a todos nos hace falta.

Y, socialmente hablando, creo que tiene que ver con algo que es muy necesario, muy profundo, que es la conversación y, digamos, los espacios de conexión entre un saber y otro; lamentablemente en el mundo contemporáneo, la ciudad contemporánea –porque el mundo ya es sólo una ciudad– estos puentes entre un territorio del saber, del conocimiento, son cada vez más frágiles y más escasos.

Yo me he ido identificando a lo largo del tiempo con estas figuras de “hombre-puente”, como llamó Octavio Paz a Ramón Xirau, pero también lo fueron en su momento Alfonso Reyes o José Lezama Lima, o Fernando Savater, Martí, y curiosamente esta condición del lector que es autoconsciente y que se define como ensayista y que busca hacer puente entre los saberes, esta vocación es para mí paralela o sincrónica o complementaria de la vocación de la llamada poética: hay una especie de diálogo entre la voluntad de conectar los saberes y la voluntad de saber cuál es el lugar de conexión de esos saberes y ese lugar es un espacio que es la identidad poética.

En esta línea de la creación de puentes, ¿el poeta al tomar la realidad y plasmarla como una descripción poética se vuelve un observador, o un analista?
Bueno, en alemán, poeta se dice “dichter”, que es dicente, la gente del decir; entonces, sí, tiene un grado de observador pero también tiene un grado de productor de objetos, esos objetos llamados poemas, objetos particulares llamados obra, porque son objetos de la conciencia, son objetos conscientes que necesitan la participación de la conciencia del otro para animarse plenamente.

Entonces hay ahí, por una parte, una cercanía con la figura del artesano, pero también una cercanía con otro tipo de figura que yo sentiría –aunque no estamos en un clima muy auspicioso para este tipo de figura– que podría ser la del portador de símbolos o interrogador de los símbolos, del encarnador de los símbolos, es decir, la figura del sacerdote.

Eso lo ha visto muy bien Octavio Paz, lo han visto historiadores de literatura: la figura del escritor como una especie de encarnación de un sacerdocio secularizado, de sacerdocio laico, pero que, finalmente, detrás de eso, para mí lo que hay es la figura del personaje que puede dar la mano a los distintos saberes y conectar, conectar la derecha con la izquierda, lo arriba con lo abajo, lo exterior con lo interior.

¿Qué cuotas cobra ese sacerdocio?
Bueno, yo creo que, como es un sacerdocio sin iglesia, cobra la cuota de la intemperie; en primer lugar, porque el poeta, el ensayista y el caminante, el andariego, una palabra cara a León Felipe, que murió hace 40 años, cara también a Rilke, tiene que estar muy familiarizado con la intemperie, porque no pertenece al círculo de los médicos, no pertenece al de los filósofos académicos, no pertenece al círculo de los empresarios, al de los militares, al de los científicos ni de los músicos, y está un poco trazando puentes entre uno y otro.

Digamos que una de las cuotas o de los pagos que se deben tener dispuestos es el de saber, que si bien se apuesta por toda la humanidad, ésta se va articulando en ciudades, regiones, organizaciones, sindicatos, y aunque apuesta a todos de alguna manera no está en ninguno. Obviamente, la otra palabra es soledad –que no quiere decir aislamiento–; entonces es un contrapunto interesante, en términos de vida cotidianos, hay que saber el arte de ir recogiendo migajas para hacer un pan.

En ese quehacer artístico de recopilación, ¿cómo se ve la labor futura de quienes se quieran aventurar en estos caminos?
Bueno, pues siento que ha sido difícil en los años pasados y creo que quien quiere aventurarse por el camino de la creación en general –ensayista, poética, literaria, o de la creación sin más, de la creación musical independiente– debe tener una cierta autoconciencia de que hay que largarse al camino con buenas provisiones, y esas provisiones son muchas lecturas, mucha memoria, por supuesto, pero también mucha capacidad de indulgencia, indulto, concordia, para no estar aferrándose a una etapa o un duelo previo. Tiene que tener una voluntad de desarraigo, o comprensión de desarraigo sin que esto quiera decir que se tiene que ir de su ciudad o su casa, sino que de alguna manera tiene que saber ver las cosas desde otro punto de vista, desde un punto de vista, llamémoslo, póstumo.

¿Considera que la poesía se está perdiendo en la literatura impresa?
Se trata, creo, de dos cosas: por una parte, estamos asistiendo a una mutación, a un cambio de paradigma en las formas de conservación, almacenamiento, cuidado y crítica de la memoria en general y, en particular, de la memoria poética.

Antes, los hombres memorizaban los cantos, se los trasmitían por tradición oral, tanto en la tradición oriental como en la tradición occidental, tanto los hunos como los celtas. Viene la imprenta y los soportes de la memoria se transfiguran, los espacios de la conservación se depositan en los libros, nace la cultura libresca que producen un homo alfabeticus, como lo llama Ivan Illich, que tampoco es el hombre eterno, es un hombre que tiene cuando más mil años; es decir, un poco antes de la invención de la imprenta, cuando Hugo de San-Víctor inventa en forma manuscrita lo que será el libro, y después viene la cultura impresa propiamente dicha; donde para llegar al momento actual estamos en una circunstancia como de transformación y mutación. Por otra parte, los mecanismos de transmisión del cómo escribir, del cómo leer, se han ido erosionando y realmente no siempre sabemos cómo hacerlo.

Por otra parte está la paradoja de que tenemos una gran cantidad de información que nos llega por Internet, o de que vemos grandes bibliotecas como la José Vasconcelos, que aparte de los accidentes o incidentes de obra en material que han distraído 99 por ciento de la atención pública, nadie repara en que finalmente esa bibliotecota sólo es como el cascarón, el cráneo de un cerebro que habría que fortalecer, que es precisamente el de los bibliotecarios, el de la materia de los recursos humanos.

Entonces –y esto es un razonamiento que no es mío, ya lo hacía Daniel Cosío Villegas hace 50 años– hay una alerta en el sentido de que ponemos demasiado énfasis en la obra pública material, la obra negra, y no en el desarrollo sustantivo de los sujetos. Porque si el desarrollo del sujeto se hace real, verdaderamente los resultados son imprevisibles, impredecibles: una vez que alguien sabe hacer las cosas por sí mismo y sabe bajar la información y sabe escribir y leer y sabe qué leer y sabe cómo saber, en ese momento empieza a desdibujarse el espectro del control social.

Considerando esta necesidad de desarrollo de los sujetos, ¿es en el fortalecimiento de la educación donde se puede desarrollar una mejor sociedad?
Creo que ésa es precisamente la apuesta por una futura democracia: el procrear y estimular el desarrollo de los sujetos como participantes, como agentes del cambio, de la conservación, de la memoria, y en ese sentido creo que hay mucho camino por hacer, no por parte del Estado, sino por parte de la sociedad en lo que podíamos llamar –en un término muy amplio– la educación. No hablo de la educación nada más como la adquisición de conocimientos y de procedimientos, sino de la educación en un sentido muy amplio, que incluye las formas convivencia, de civilidad, de autocontrol, y creo que como sociedad tenemos todavía un camino amplio que recorrer.