Entrevista con el ganador del Premio Xavier
Villaurrutia
El poeta debe saber recoger
migajas para hacer pan: Castañón
Marcelo Sánchez Cruz
Adolfo Castañón es estudioso de las letras
y gastrónomo completamente autodidacta; ha sido miembro
del consejo de redacción de varias revistas en Latinoamérica,
entre las que se encuentran La Cultura en México, Suplemento
de Siempre!, Vuelta, Letras Libres y Gradivia. Laboró
durante más de 30 años en el Fondo de Cultura
Económica, donde desempeñó distintos
cargos del oficio editorial.
Poseedor de una cultura enciclopédica, la conversación
de Adolfo Castañón se da en forma natural, llena
de citas, referencias y relaciones a otros autores de la literatura
universal; esta fascinación por la lectura lo ha llevado
a realizar valiosos aportes al género del ensayo, la
crónica y la traducción literaria, pero es en
el desarrollo de su propia voz como poeta en lo que encuentra
gran satisfacción al escribir.
Adolfo Castañón recibió en febrero el
Premio Xavier Villaurrutia –el máximo reconocimiento
a la literatura en México– por su libro Viaje
a México. Ensayos, crónicas y retratos, que
a decir del jurado calificador representa de forma cabal la
práctica del ensayo literario y la crónica con
una depurada prosa y propicia la reflexión sobre ciertos
autores y tópicos importantes en la literatura y cultura
de México.
En entrevista, Adolfo Castañón hace un breve
resumen de su personalidad y expresa su interés en
la difusión del arte de la poesía y la literatura.
Cuando uno busca a Adolfo Castañón,
la referencia de Wikipedia lo establece como escritor, ensayista
y gastrónomo, ¿cómo se definiría
usted?
Me gustaría definirme más bien como lector,
como leyente –que es una palabra que me gusta–,
como escritor, traductor, conversador, paseante; la serie
de mis ensayos se ha publicado como Paseos y eso también
me lleva a una reflexión: lo más interesante
es el infinitivo o el gerundio y no el participio pasado.
Es decir, el escribir, el escribiendo y no el llamarse de
una u otra manera.
Yo no tengo licenciatura, podría decir que interrumpí
mis estudios para ingresar a la Facultad de Filosofía
y Letras, no acabé mis créditos porque me fui
de viaje un año largo por Europa y Oriente Medio. En
el poema Recuerdos de Coyoacán, el personaje –que
podemos decir está tratado sobre mi persona–
se define como bachiller, bachiller errante. Entonces, lo
del título en este momento cultural e histórico
que vivimos de la “credencialización”,
donde hay licenciados en turismo y en todas las ramas, para
mí es un tema relativo.
Para mí lo relevante es el infinitivo y en ese sentido
–regresando a la pregunta– yo me sentiría
más a gusto con el título de leyente o lector,
y para ir un poco más atrás a una pregunta que
no me hizo pero que está ahí en el camino, a
propósito de Wikipedia, de la definición que
da la enciclopedia virtual, creo que ellos deberían
revisar su redacción porque todo gastrónomo
en cierto modo es autodidacta. Yo me he interesado en los
temas de la lengua no sólo en el aspecto de la lingüística
más formal, sino en el aspecto un poco más ameno,
doméstico, de la cocina, y tengo un libro que ha tenido
una suerte curiosa singular, que se llama Grano de sal, donde
hay una voluntad de interrogación
literaria de temas relacionados con la cocina.
¿Esta experimentación es el eje
de su vida?
De alguna manera diría que sí, aunque eso me
lleva a otra categoría más que está asociada
a experimento y a ensayo; entonces, otra definición
sería la de “ensayista”, que es el que
está intentando todo el tiempo. Como dice Beckett,
lo importante de la vida no es tanto lograr, sino intentar,
y en ese sentido es mejor fracasar una y otra vez, porque
eso es signo de que uno está ensayando una y otra vez.
Entonces, yo creo que esta definición del ensayista
es la definición que está más contigua
a la del lector, a la de leyente, y que tiene que ver la categoría
de ensayo y ensayista. Tendría que ver con una especie
de asimilación orgánica de lo que podríamos
llamar la conciencia de la provisionalidad del mundo del saber,
de sus elementos y también la voluntad de estar alerta,
creo que en la cultura contemporánea por distintas
razones que son normales, previsibles, se tiende un poco,
o un mucho, a perder el sentido de la aventura, del riesgo,
y creo que la posición del ensayista en cierto modo
le permite a un escritor, a un lector, a un historiador, poder
estar atento a esta voluntad de disponibilidad al riesgo,
a la contingencia, a la improvisación.
¿Cuál sería entonces, para
un escritor o un historiador especializado, la base para conseguir
este tipo de atención?
En el mundo en que vivimos, de altísima especialización,
este hueco que está entre los grandes saberes especializados
y los pequeños-grandes saberes, es un hueco que por
una parte nadie quiere asumir, pero que a todos nos hace falta.
Y, socialmente hablando, creo que tiene que ver con algo que
es muy necesario, muy profundo, que es la conversación
y, digamos, los espacios de conexión entre un saber
y otro; lamentablemente en el mundo contemporáneo,
la ciudad contemporánea –porque el mundo ya es
sólo una ciudad– estos puentes entre un territorio
del saber, del conocimiento, son cada vez más frágiles
y más escasos.
Yo me he ido identificando a lo largo del tiempo con estas
figuras de “hombre-puente”, como llamó
Octavio Paz a Ramón Xirau, pero también lo fueron
en su momento Alfonso Reyes o José Lezama Lima, o Fernando
Savater, Martí, y curiosamente esta condición
del lector que es autoconsciente y que se define como ensayista
y que busca hacer puente entre los saberes, esta vocación
es para mí paralela o sincrónica o complementaria
de la vocación de la llamada poética: hay una
especie de diálogo entre la voluntad de conectar los
saberes y la voluntad de saber cuál es el lugar de
conexión de esos saberes y ese lugar es un espacio
que es la identidad poética.
En esta línea de la creación de
puentes, ¿el poeta al tomar la realidad y plasmarla
como una descripción poética se vuelve un observador,
o un analista?
Bueno, en alemán, poeta se dice “dichter”,
que es dicente, la gente del decir; entonces, sí, tiene
un grado de observador pero también tiene un grado
de productor de objetos, esos objetos llamados poemas, objetos
particulares llamados obra, porque son objetos de la conciencia,
son objetos conscientes que necesitan la participación
de la conciencia del otro para animarse plenamente.
Entonces hay ahí, por una parte, una cercanía
con la figura del artesano, pero también una cercanía
con otro tipo de figura que yo sentiría –aunque
no estamos en un clima muy auspicioso para este tipo de figura–
que podría ser la del portador de símbolos o
interrogador de los símbolos, del encarnador de los
símbolos, es decir, la figura del sacerdote.
Eso lo ha visto muy bien Octavio Paz, lo han visto historiadores
de literatura: la figura del escritor como una especie de
encarnación de un sacerdocio secularizado, de sacerdocio
laico, pero que, finalmente, detrás de eso, para mí
lo que hay es la figura del personaje que puede dar la mano
a los distintos saberes y conectar, conectar la derecha con
la izquierda, lo arriba con lo abajo, lo exterior con lo interior.
¿Qué cuotas cobra ese sacerdocio?
Bueno, yo creo que, como es un sacerdocio sin iglesia, cobra
la cuota de la intemperie; en primer lugar, porque el poeta,
el ensayista y el caminante, el andariego, una palabra cara
a León Felipe, que murió hace 40 años,
cara también a Rilke, tiene que estar muy familiarizado
con la intemperie, porque no pertenece al círculo de
los médicos, no pertenece al de los filósofos
académicos, no pertenece al círculo de los empresarios,
al de los militares, al de los científicos ni de los
músicos, y está un poco trazando puentes entre
uno y otro.
Digamos que una de las cuotas o de los pagos que se deben
tener dispuestos es el de saber, que si bien se apuesta por
toda la humanidad, ésta se va articulando en ciudades,
regiones, organizaciones, sindicatos, y aunque apuesta a todos
de alguna manera no está en ninguno. Obviamente, la
otra palabra es soledad –que no quiere decir aislamiento–;
entonces es un contrapunto interesante, en términos
de vida cotidianos, hay que saber el arte de ir recogiendo
migajas para hacer un pan.
En ese quehacer artístico de recopilación,
¿cómo se ve la labor futura de quienes se quieran
aventurar en estos caminos?
Bueno, pues siento que ha sido difícil en los años
pasados y creo que quien quiere aventurarse por el camino
de la creación en general –ensayista, poética,
literaria, o de la creación sin más, de la creación
musical independiente– debe tener una cierta autoconciencia
de que hay que largarse al camino con buenas provisiones,
y esas provisiones son muchas lecturas, mucha memoria, por
supuesto, pero también mucha capacidad de indulgencia,
indulto, concordia, para no estar aferrándose a una
etapa o un duelo previo. Tiene que tener una voluntad de desarraigo,
o comprensión de desarraigo sin que esto quiera decir
que se tiene que ir de su ciudad o su casa, sino que de alguna
manera tiene que saber ver las cosas desde otro punto de vista,
desde un punto de vista, llamémoslo, póstumo.
¿Considera que la poesía se está
perdiendo en la literatura impresa?
Se trata, creo, de dos cosas: por una parte, estamos asistiendo
a una mutación, a un cambio de paradigma en las formas
de conservación, almacenamiento, cuidado y crítica
de la memoria en general y, en particular, de la memoria poética.
Antes, los hombres memorizaban los cantos, se los trasmitían
por tradición oral, tanto en la tradición oriental
como en la tradición occidental, tanto los hunos como
los celtas. Viene la imprenta y los soportes de la memoria
se transfiguran, los espacios de la conservación se
depositan en los libros, nace la cultura libresca que producen
un homo alfabeticus, como lo llama Ivan Illich, que tampoco
es el hombre eterno, es un hombre que tiene cuando más
mil años; es decir, un poco antes de la invención
de la imprenta, cuando Hugo de San-Víctor inventa en
forma manuscrita lo que será el libro, y después
viene la cultura impresa propiamente dicha; donde para llegar
al momento actual estamos en una circunstancia como de transformación
y mutación. Por otra parte, los mecanismos de transmisión
del cómo escribir, del cómo leer, se han ido
erosionando y realmente no siempre sabemos cómo hacerlo.
Por otra parte está la paradoja de que tenemos una
gran cantidad de información que nos llega por Internet,
o de que vemos grandes bibliotecas como la José Vasconcelos,
que aparte de los accidentes o incidentes de obra en material
que han distraído 99 por ciento de la atención
pública, nadie repara en que finalmente esa bibliotecota
sólo es como el cascarón, el cráneo de
un cerebro que habría que fortalecer, que es precisamente
el de los bibliotecarios, el de la materia de los recursos
humanos.
Entonces –y esto es un razonamiento que no es mío,
ya lo hacía Daniel Cosío Villegas hace 50 años–
hay una alerta en el sentido de que ponemos demasiado énfasis
en la obra pública material, la obra negra, y no en
el desarrollo sustantivo de los sujetos. Porque si el desarrollo
del sujeto se hace real, verdaderamente los resultados son
imprevisibles, impredecibles: una vez que alguien sabe hacer
las cosas por sí mismo y sabe bajar la información
y sabe escribir y leer y sabe qué leer y sabe cómo
saber, en ese momento empieza a desdibujarse el espectro del
control social.
Considerando esta necesidad de desarrollo de
los sujetos, ¿es en el fortalecimiento de la educación
donde se puede desarrollar una mejor sociedad?
Creo que ésa es precisamente la apuesta por una futura
democracia: el procrear y estimular el desarrollo de los sujetos
como participantes, como agentes del cambio, de la conservación,
de la memoria, y en ese sentido creo que hay mucho camino
por hacer, no por parte del Estado, sino por parte de la sociedad
en lo que podíamos llamar –en un término
muy amplio– la educación. No hablo de la educación
nada más como la adquisición de conocimientos
y de procedimientos, sino de la educación en un sentido
muy amplio, que incluye las formas convivencia, de civilidad,
de autocontrol, y creo que como sociedad tenemos todavía
un camino amplio que recorrer.
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