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Año 12 • No. 501 • Octubre 29 de 2012 Xalapa • Veracruz • México Publicación Semanal

Exposición fotográfica

El colorido espejo de la Muerte

Maritza López, Susana Casarín, Yolanda Andrade y Ruth Lechuga exponen
en la USBI; hoy, lunes 29 de octubre, a las 18:00 horas será la inauguración

Alberto Ruy Sánchez

La Universidad Veracruzana (UV) a través del Instituto de Artes Plásticas y de la Unidad de Servicios Bibliotecarios y de Información (USBI), inauguran hoy la exposición fotográfica El colorido espejo de la muerte, selección de imágenes mexicanas del Día de Muertos sorprendente por su fuerza estética pero también por la diversidad cultural que muestra.

Para comenzar hace evidente cuatro maneras distintas de mirar un poderoso ritual contemporáneo. Maritza López, Yolanda Andrade, Susana Casarín y Ruth Lechuga son cuatro nombres estelares de la fotografía mexicana, cada una con una obra personal reconocida y de características claramente definidas. Cuatro maneras de construir composiciones pero también cuatro modos de asombrarse ante lo que encuentran. Hay quien pone el énfasis de su imagen en la gran protagonista: la muerte, la calavera y sus transformaciones, o en la comunidad indígena que realiza un ritual en el patio del templo. O en algunos de sus actores que danzan con máscaras o que imploran en la tumba, o que velan al pie de sus ofrendas en el cementerio o en el altar hogareño. De manera más enigmática, algunas de estas imágenes nos permiten pensar en la presencia de los muertos: esos que se han ido pero que son evocados de manera material a través de sus retratos sobre los altares y de la comida que les gustaba, incluyendo el simbólico pan de muertos.

No cualquiera comprenderá al ver estas imágenes la complejidad de los rituales del Día de Muertos y la variedad de ellos, siempre reinventados y siempre antiguos.

El Día de Muertos en México es uno de los rituales más vivos y donde se muestra la gran diversidad cultural del país. No sólo se practica de manera distinta a lo largo del territorio, con enormes variantes de un pequeño pueblo a otro, sino que además existe en cada comunidad alterando varias dimensiones de su existencia. Es religioso pero no se ciñe a las religiones e iglesias oficiales, las rebasa siempre. Es estético pero no se reduce a la producción de objetos y de formas bellas, como algunos creen cuando ven por primera vez los altares de muertos. Esos objetos coloridos forman parte de una economía barroca, excesiva, que tiene como objeto, a través del gasto excesivo y de los padrinazgos y compadrazgos que implica, rehacer el tejido social de la comunidad donde se realizan esos rituales.

Y donde los muertos son evocados y convocados para ayudar a vivir a los suyos. Son tremendas ausencias paradójicamente presentes a través de actos y de objetos que movilizan durante varios días a la sociedad en un régimen de excepción. Es una fiesta extraña donde los festejados no están pero reciben regalos. Donde se les espera pero se sabe que no vendrán. Como la tía que esperaba siempre al marido que nunca volvió y hablaba de él como si no se hubiera ido.

La revelación de formas comienza en los mercados antes del Día de Muertos. Cientos, miles de cráneos de azúcar. Ataúdes, borregos, calaveras completas de chocolate, muertes de papel, falsa comida en miniatura, canastas, tumbas color pistache y carmesí, amarillo canario y azul cielo: colores de pastelería. Y pan de muerto, muy suave, luciendo fémures dibujados con azúcar miel. Teatros de madera donde la muerte baila, ruedas de la fortuna, autobuses llenos de esqueletos. Una nueva, inmensa y fugaz juguetería. Entre las flores reinaba de pronto una amarilla casi naranja, color de fuego. De pétalos muy delgados y muy secos, tanto que casi parecía de papel. Es la flor de los muertos, se llama cempasúchil. Y te la venden en ramo o, ya deshojada, por cubeta o en bolsa de papel, para hacer un caminito que indique a los muertos el camino hacia su ofrenda. Aquel despliegue de esqueletos y sonrisas de repostería estaba bien situado al lado de las frutas. Hay que gozarlos mientras duren. Los muertos y sus cosas bellas son como frutos de estación.

Aquello no era un infierno de esqueletos sufrientes, como los que había en la Iglesia Católica justo en los cuadros del juicio final que detalladamente nos explicaba un sacerdote amenazante y solemne, con el índice levantado. Tampoco era exactamente un paraíso de nubes pomposas y desabridas, ángeles asustados y hombres de barbas blancas mirando arriba, al vacío. Era esta vida terrenal de mercado y cocina, de flores y frutos, de fiesta sin sacerdotes de por medio, jugando de pronto al juego de las mieles de la muerte con todos los sentidos. Jugando a realizar representaciones carnavalescas, excesivas, delirantes, placenteras, enfáticamente lúdicas pero también rituales. Un ritual barroco popular renovado en cada casa y en cada pueblo a su manera haciéndose eco de la extrema diversidad indígena de México.

Me doy cuenta de que cada tumba familiar es una especie de texto donde se cristaliza y es visible la extensión y la red social de la familia: el nudo de dones que la forman y la insertan en la sociedad. Los niños son iniciados, como yo, a la festiva lectura de tumbas. Un par de niñas un poco más grandes que las otras me recitan el simbolismo de las flores, de las cruces, de la comida. Y de nuevo me dicen quién, cómo y por qué llega ahí cada cosa. Las interpretaciones nunca son fijas. Cada quien resta o aumenta. Es un texto móvil, cambiante. Son imágenes que dicen mil cosas cada una. Y al mismo tiempo es un espejo cifrado de la familia, de los vivos y a la vez de los muertos.

Estoy seguro, a juzgar por estas fotografías, que los viajes de Maritza López, Susana Casarín, Yolanda Andrade y Ruth Lechuga por el país de los muertos están llenos de historias vivas fascinantes de las cuales estas imágenes son atisbos deslumbrados. Son gestos poderosos del encuentro afortunado de cuatro miradas lúcidas con una realidad ritual sustancial que en México se vive como una dimensión compleja de la existencia. Y que sólo parece poder expresarse con fuerza contundente a la manera esencialmente barroca, retomando su significado de todas las dimensiones de la vida y luego impactando todos los sentidos. Estas cuatro fotógrafas excepcionales nos muestran por qué la fotografía contemporánea es columna vertebral del arte mexicano. El cual no deja de explorar las sustancias de la vida, una de ellas, su espejo obscuro, a ratos colorido, la muerte.