instrumento
de lucha contra la Iglesia católica para luego incumplirse
sistemáticamente. Sin embargo, en algunos aspectos hubo cierta
continuidad entre las ideas expresadas por una y otra legislación,
por ejemplo, los derechos políticos de los ministros de culto.
El artículo 130 constitucional, si bien en su redacción
actual reconoce el derecho a votar de los ministros de culto, les
prohíbe, “en reunión pública, en actos
de culto o de propaganda religiosa (...) oponerse a las leyes fundamentales
del país, de las autoridades o a sus instituciones”,
con multa de hasta 20 mil días de salario mínimo,
según la ley arriba citada. Los ministros de culto constituyen
así una excepción entre todos los ciudadanos mexicanos,
en cuanto al ejercicio de sus libertades de pensamiento y expresión.
En 1991, cuando se discutió la reforma constitucional, fue
el grupo parlamentario del pri el que defendió la situación
particular de los ministros. Así, el diputado Miguel Ángel
Yunes argumentaba que concederles plenos derechos peligraba la libertad
de los demás ciudadanos por la “influencia” que
los ministros podrían tener sobre el voto de sus fieles.1
Los legisladores priistas se convertían así en continuadores
de una línea dentro del liberalismo mexicano que, desde principios
del siglo xix, miraba sospechosamente al clero, creyéndolo
capaz de movilizar a la sociedad en su favor.
De acuerdo con esta visión, la sociedad mexicana o sectores
de ésta son, por decirlo como Alfonso Toro a principios del
siglo pasado, una “sociedad fanatizada”, en la que el
clero sería capaz de emplear su retórica para impulsar
a los fieles a actuar según sus intereses; pero aun en el
siglo xix, la historiografía actual ha constatado que: “En
ninguna parte hubo un entusiasmo masivo y duradero por la causa
de la Iglesia. Su influencia social no se podía traducir
en fuerza política” .
Es casi seguro que esta sospecha se habría actualizado poco
antes de la reforma constitucional, en tiempos en que la pastoral
cívica y el trabajo realizado en algunas diócesis
específicas llegaban a representar una crítica al
régimen del pri. Sin embargo, como decía el diputado
René Bejarano en la discusión que he venido citando:
“El argumento, que será consistente en que se influiría
decisivamente en la canalización del voto, es incongruente
y no se corresponde con lo planteado en la Declaración de
la onu” (se refería a la Declaración Universal
de los Derechos Humanos).
En ese sentido, en aras de un régimen más democrático
y respetuoso de los derechos humanos, sería tiempo de revisar
también los términos de la legislación.
Nota
1. Escalante Gonzalbo, Fernando: Ciudadanos imaginarios. Memorial
de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio
triunfante en la República Mexicana. Tratado de moral pública.
México; El Colegio de México, 1992, p. 146.
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