Año 2 • No. 72 • septiembre 2 de 2002 Xalapa • Veracruz • México
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Una sospecha...
El púlpito y la movilización política
David Carvajal López (Facultad de Historia)

“No faltan quienes siguen viendo con temores y sospechas a las asociaciones religiosas, y en particular a la Iglesia católica, pensando que pretenden obtener privilegios y poder” Conferencia del Episcopado Mexicano, abril de 2002

El 15 de julio se cumplieron diez años de la publicación de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, derivada de la reforma constitucional que el Congreso aprobó en diciembre de 1991. Con la nueva legislación quedaban atrás las disposiciones tomadas durante el conflicto religioso de las décadas de 1920 y 1930, que habían servido como

instrumento de lucha contra la Iglesia católica para luego incumplirse sistemáticamente. Sin embargo, en algunos aspectos hubo cierta continuidad entre las ideas expresadas por una y otra legislación, por ejemplo, los derechos políticos de los ministros de culto.
El artículo 130 constitucional, si bien en su redacción actual reconoce el derecho a votar de los ministros de culto, les prohíbe, “en reunión pública, en actos de culto o de propaganda religiosa (...) oponerse a las leyes fundamentales del país, de las autoridades o a sus instituciones”, con multa de hasta 20 mil días de salario mínimo, según la ley arriba citada. Los ministros de culto constituyen así una excepción entre todos los ciudadanos mexicanos, en cuanto al ejercicio de sus libertades de pensamiento y expresión.
En 1991, cuando se discutió la reforma constitucional, fue el grupo parlamentario del pri el que defendió la situación particular de los ministros. Así, el diputado Miguel Ángel Yunes argumentaba que concederles plenos derechos peligraba la libertad de los demás ciudadanos por la “influencia” que los ministros podrían tener sobre el voto de sus fieles.1
Los legisladores priistas se convertían así en continuadores de una línea dentro del liberalismo mexicano que, desde principios del siglo xix, miraba sospechosamente al clero, creyéndolo capaz de movilizar a la sociedad en su favor.
De acuerdo con esta visión, la sociedad mexicana o sectores de ésta son, por decirlo como Alfonso Toro a principios del siglo pasado, una “sociedad fanatizada”, en la que el clero sería capaz de emplear su retórica para impulsar a los fieles a actuar según sus intereses; pero aun en el siglo xix, la historiografía actual ha constatado que: “En ninguna parte hubo un entusiasmo masivo y duradero por la causa de la Iglesia. Su influencia social no se podía traducir en fuerza política” .
Es casi seguro que esta sospecha se habría actualizado poco antes de la reforma constitucional, en tiempos en que la pastoral cívica y el trabajo realizado en algunas diócesis específicas llegaban a representar una crítica al régimen del pri. Sin embargo, como decía el diputado René Bejarano en la discusión que he venido citando: “El argumento, que será consistente en que se influiría decisivamente en la canalización del voto, es incongruente y no se corresponde con lo planteado en la Declaración de la onu” (se refería a la Declaración Universal de los Derechos Humanos).
En ese sentido, en aras de un régimen más democrático y respetuoso de los derechos humanos, sería tiempo de revisar también los términos de la legislación.

Nota
1. Escalante Gonzalbo, Fernando: Ciudadanos imaginarios. Memorial de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la República Mexicana. Tratado de moral pública. México; El Colegio de México, 1992, p. 146.