Dentro
de la amplia gama de poetas y ensayistas latinoamericanos, pocos
son los que pueden preciarse de una obra tan vasta y colorida como
la que hacia 1930 comenzaba a esbozar un novel escritor, que 60
años después se convertiría en escritor Nobel.
La obra de Octavio Paz trasciende por su versatilidad, un espíritu
agreste que se transforma en júbilo radiante.
Lo mismo escribe sobre amor y erotismo en La llama doble
que busca la piedra filosofal en Las peras del olmo o en
Libertad bajo palabra, descubre a El mono gramático
y se pierde en las tinieblas para desentrañar el misticismo
que envuelve a Sor Juana Inés de la Cruz detrás de
los hábitos y delante de sus letras.
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El
laberinto de la soledad es, sin duda, la pieza magistral que
retrata al mexicano en una cruda poesía tridimensional y
que posiciona a Paz en el Olimpo literario, aún cuando su
estilo poético no es menos vivaz, antes bien, innovador,
impertérrito, filosófico.
La obra de Paz no es la de un premio Nobel más que alcanza,
con dicho galardón, respeto y publicidad –como alguna
vez opinara Borges–, sino una oda a la realidad que nos perturba,
un constante recordatorio de nuestro veleidoso ser; sus textos poseen
una cierta taumaturgia que se apodera del lector en cuanto éste
abre su mente y con ello la primera página.
A casi seis años de su muerte, se hace indispensable meditar
la literatura de este autor mexicano que nos confirma constantemente
que sus letras no son obsoletas, ensayos aburridos y poesía
absurda. Mientras corremos por los estrechos senderos de una vida
estresante y fatigosa, ese enorme literato nos demuestra que es
memoria y su obra es mensaje, nos invita a salir de nuestro laberinto
y a soñar con los ojos cerrados, pues los sueños de
la razón son atroces. |