Como
muchas obras, El cerco… parte de sucesos históricos
que luego son trasformados por el poder de la ficción, con
un valor artístico propio. Cervantes escribe entre 1581 y
1585 lo acaecido entre hispanos y romanos varios siglos atrás.
Cuenta la historia que en el año 137 A.C. Mancino, soldado
romano, es enviado por el emperador Pompeyo a conquistar Numancia,
y es derrotado por los nativos, acumulando en los siguientes años
una serie de derrotas humillantes para Roma.
Es en este ambiente de odio entre romanos y numantinos, macerado
durante 60 años, en el que otro romano, Escipión,
llega a Hispania, y en 134 A.C. inicia el cerco a la ciudad de Numancia
tras una victoriosa campaña, construyendo una barrera con
foso de más de nueve kilómetros y cuatro metros de
grosor, vigilada por torres cada 10 a 24 metros. El cerco también
impedía el acceso por embarcaciones.
Sin ayuda exterior y sin posibilidad de resistencia, Numancia tuvo
que rendirse después de más de nueve meses de asedio,
y en 133 A.C. fue tomada definitivamente por Escipión, convirtiéndola
en un mito.
La anécdota de la obra de Cervantes podría resumirse
como la lucha que el pueblo numantino tiene contra el imperio romano,
y cómo sus habitantes deciden darse muerte entre ellos y
acabar con sus propiedades antes de perder su libertad.
Durante diferentes momentos en la historia, esta obra se ha levantado
como bandera que simboliza el heroísmo de un pueblo que aspira
a la libertad ante el poder de un imperio que lo somete. En el prólogo
de la versión que realiza José Emilio Pacheco, de
la cual hasta donde entiendo partió esta puesta en escena,
se señalan a detalle diferentes sucesos de la historia de
Numancia, la obra y el autor en relación a su contexto, que
resultan claves para un mayor entendimiento.
Por ejemplo, Pacheco señala que, a petición de Manuel
Montoro, realizó esta versión para ser presentada
por la Compañía Nacional de Teatro en agosto de 1973,
a muy poco tiempo del golpe militar contra Allende en Chile. Olga
Harmony señala: “… aun sin que el montaje se
lo proponga, como ocurrió con la versión de José
Emilio Pacheco de El cerco de Numancia, de Cervantes, que
dirigió Manuel Montoro en 1973, en sus representaciones no
dejó de escucharse el grito de ‘Viva Allende’,
como ahora se escucharía el ‘Viva el ezln’ (y
por cierto, Alicia Martínez montó su versión
‘chiapaneca’ de la obra de Cervantes, a la que tituló
El cerco)”.
Ante el estado de guerra latente que vivimos es obvia la analogía
que podemos hacer entre el texto y lo que sucede en estos tiempos
en el mundo. Pueblos como el palestino y el iraquí son sometidos
a tales cercos, represiones y embargos, que amenazan su existencia
como pueblos. Ellos se han atrevido a desafiar los dictados del
imperialismo estadounidense que hoy actúa, más cínicamente
que nunca, usando “para defenderse” la más deshumanizada
brutalidad.
El teatro, como las artes en general, sensible de lo que ocurre
con lo humano no puede ser indiferente de lo que sucede con la vida.
Pero más allá de señalar la gravedad de los
hechos (por si alguien no lo hubiera visto ya), que por supuesto
nos rebasan por su complejidad de intereses y matices, está
la posición artística que se adopta ante lo que ocurre.
¿Cuál es?, ¿qué se puede hacer más
allá de desear y gritar “no a la guerra”?, ¿qué
es lo que a diferencia del discurso político o la información
periodística el teatro nos puede revelar?
El teatro no soluciona problemas sociales, y si bien nos puede hacer
más conscientes, su sentido radica en las manifestaciones
humanas que les suceden a los personajes.
Es decir, a partir de la actuación es como descubrimos la
condición humana; sus acciones y reacciones nos revelan lo
profundo, lo que a simple vista no se puede ver. |