Roberto Ortiz Escobar
Las figuras del cine que mueren cada año son recordadas durante la ceremonia de la entrega del Oscar. Ante la escasa información o el absoluto desconocimiento del quehacer cinematográfico, nos enteramos que además de directores, actores o productores, existen también guionistas, fotógrafos, editores, diseñadores de arte, músicos, creadores de efectos especiales y un largo etcétera sólo registrado en los créditos en pantalla.
Como el cine masivo mantiene parte de sus expectativas en el sistema de estrellas y en los géneros, sólo por momentos el público selecciona las películas en función de los directores encumbrados por la industria, pero sobre todo por la vertiente genérica o el actor instalado en la pasarela de las estrellas.
De los decesos de 2014 y 2015, dos personajes de la actuación y la dirección dejaron de aparecer en la pantalla grande: a los 46 años, uno fue vencido por una sobredosis de droga en plena etapa creativa, mientras que otro desapareció del juego terrenal por su edad nonagenaria.
Philip Seymour Hoffman trabajó en más de 50 películas y participó tanto en la televisión como en la dirección teatral. En el nuevo milenio se convirtió en una presencia obligatoria con personajes de gran fuerza e histrionismo contenido o desbordado.
Nunca fue uniforme en sus caracteres al abrir un abanico de cromática convincente y conmovedora. Participó en obras declaradamente comerciales (Patch Adams, Misión imposible III y Los juegos del hambre I y II) y en otras más personales que enfatizaron, sugirieron y matizaron recovecos de la condición humana (Happpiness, Magnolia, Capote, Nueva York en escena, La duda, The master).
Aún en El hombre más buscado (2014), su antepenúltima cinta, Seymour Hoffman brindó complejidad y sutileza a un espía encargado de una agencia de seguridad que investigaba en Europa a un posible terrorista islámico.
El basamento literario de John le Carré sirvió para construir un efectivo thriller policiaco, del que el cineasta Anton Corbijn sacó el mejor provecho de un actor que sabiamente elaboró un personaje entrañable, cuya experiencia en el espionaje internacional debía enfrentar en la cotidianidad problemas personales que denotaban un sensible deterioro existencial.
Si bien el cine de fórmula condiciona los papeles del actor, encajonándolo en determinados prototipos, en este intérprete de origen neoyorkino existió buen olfato para combinar lo enteramente taquillero con proyectos de dramatismo notable.
Su caso no se asemeja a dos histriones como Robert de Niro o Al Pacino, cuyos lauros pretéritos no se compensan actualmente porque viven una prolongada temporada de hibernación.
Hoffman estuvo bajo la batuta en la última cinta de Sidney Lumet (Antes que el diablo sepa que has muerto, 2007); también colaboró con cineastas de una nueva generación que sintonizó con él en papeles memorables: Paul Thomas Anderson (Boogie Nights, 1997; Magnolia, 1999; Embriagado de amor, 2002; The master, 2012), Todd Sollondz (Happiness, 1998), Anthony Minghella (El impostor, 1999, Regreso a Cold Mountain, 2003).
Una de las cintas en buena medida confeccionada para él fue Nueva York en escena (2008, de Charlie Kaufman), donde interpretó a un director de teatro combinando reflexión con humor paródico.
Al no competir con el prototipo de galán hollywoodense, Seymour Hoffman sacó raja de su talento y la versatilidad fue una constante en sus personajes.
Suplió la bonitura del rostro y el atractivo físico por figuras tortuosas enganchadas con la frustración, la fantasía y el fracaso.
En un mundo donde el sueño americano ya no se ubicaba a la vuelta de la esquina, imprimió un toque de amargura, humorismo y desencanto; asumió parte del escepticismo de los últimos tiempos.
En cuanto al director Francesco Rosi, hay que abonar que fue un ingenioso creador de retablos documentales o de ficción donde desnudó y descifró las mecánicas del poder en sus más altas esferas. Como ente político de filiación izquierdista, el individuo sólo podía explicarse desde el ámbito social, político y económico.
Rosi se corresponde con una generación que tomó lo mejor del neorrealismo italiano para construir frescos de la realidad italiana provinciana o citadina. Con más de 20 cintas en las que fue guionista o director, asumió la paternidad de clásicos de la cinematografía ítala: Manos sobre la ciudad (1963) fue un magnífico retrato de la especulación inmobiliaria en los sesenta donde los intereses políticos se identificaban con los privados.
Tres cintas recrearon con agudeza a personalidades del mundo de la delincuencia, la economía y la política: Salvatore Giuliano (1970), El caso Mattei (1972) y Lucky Luciano (1973). En los tres casos el cineasta fue más allá del clasicismo biográfico o de la visión mitológica del político, el empresario, el gánster y el bandolero social.
El director de origen napolitano que asistió a Luchino Visconti en La tierra tiembla (1948), Bellissima (1952) y Senso (1954), supo desde muy temprana edad que su visión política debía comprometerse con realidades sociales nada gratificantes.
Partió de buenas historias y en sus guiones conectó los hilos de la micro y la macro historia, trazando rutas individuales no explicables sin la comprensión de una realidad mayor que todo lo rige o condiciona.
En una primera instancia, Cristo se detuvo en Éboli (1979) es un recordatorio de realidades ancestrales campesinas, no muy comprendidas desde la ideología y la política.
En segundo término, Cadáveres ilustres (1976) nos refiere la imposibilidad de cambiar una maquinaria de poder cuando la fortaleza y sobrevivencia del sistema depende de la afinación concienzuda o de facto de las diferentes piezas del tablero político.
Varias de las anteriores cintas corresponden al ciclo Actor, Director, programado por el Departamento de Cinematografía de la Universidad Veracruzana en junio en el Aula Clavijero. Si bien Seymour Hoffman es una figura reconocible en la pantalla comercial de los últimos años, de Francesco Rosi no se había efectuado un ciclo por nuestra máxima casa de estudios desde hace varias décadas.