Para Isabel
que tenemos que hablar de muchas cosas
compañero del alma compañero.
M. H.
La última vez que vi a Ramón Rodríguez estaba en una cama de hospital conectado a un respirador y varias sondas. Era una tarde fría de principios de diciembre. Llegué al hospital pensando en que si es cierto que ahí se conoce a los verdaderos amigos, también es cierto que ahí es, precisamente, donde uno nunca los quiere ver. Inevitablemente me perdí entre el laberinto de pasillos, pero una enfermera muy cortés me indicó cómo llegar a la habitación. Empujar una puerta y dar el primer paso parecen acciones fáciles y rápidas de hacer, sin embargo, recuerdo que ambas me costaron mucho trabajo: el temor, la tristeza, el desamparo, o el temor al desamparo, tornaron un par de acciones tan sencillas en una maniobra sumamente compleja. Finalmente empujé la puerta sólo para hallarme con un Ramón rodeado por sus nietas y por Nina Crangle… había risas, y más que la frialdad inherente a los hospitales, en la habitación flotaba el gran cariño que todos los presentes sentíamos por Ramón.
Al verme, me pidió un trago e hizo el gesto (tantas veces visto en el pasado) de alzar la mano como si tuviera un cigarro. Reímos. Poco después llegaron José Homero y Ezra y las risas y las bromas se multiplicaron.
Era inevitable. Ramón, que mucho tenía de duende, contaba entre sus dones el de ser un multiplicador: de amigos, de poemas, de tragos, de cigarros, de risas y aun de talentos. A su lado la conversación podía ser brillante, culta y aun despatarrada e hilarante, pero nunca aburrida. Al lado de Ramón nos sentíamos cultos, brillantes, talentosos, mejores escritores… No lo éramos, pero a su lado, y gracias a él, nos sentíamos así, en realidad era él quien hacía todo eso posible, él era el verdaderamente culto, buen escritor, generoso, hilarante, solidario (sólo se negaba a sus amigos cuando tenía que cuidar de sus nietos), imprevisible, sabio, regañón (cuando pronunciábamos mal los apellidos de los filósofos alemanes que él tanto amaba), bailarín y cantor de lieders y boleros nobles y sentimentales, capaz de decir de memoria a altas horas de la noche poemas enteros de Machado y Díaz Mirón o de cantar sin pudor y sin tropiezos el tema de La burrerita de Ypacaraí (una película que habíamos visto hacía mil años) y de hacer de la sorpresa y de lo sorprendente su tarjeta de presentación. Una vez lo invité a cenar y llegó a las cuatro de la tarde; en otra ocasión, caminó más de una hora para regalarme un libro de Rubem Fonseca que su hija Isabel le había traído de Brasil… “Por los menos te servirá a ti”, me dijo y puso el libro sobre la mesa y sonrió, con esa sonrisa entre irónica e infantil que iluminaba su rostro. Era el Ramón de siempre: con el que me emborrachaba en el café Rosita (un falso café de chinos donde vendían las cervezas más baratas de la ciudad,), el mismo al que los muchachos le hablaban de tú y veían como uno de los suyos (entre otras cosas porque era uno de los suyos), el que hacía rabiar a Nina en el café Cali y el que prestaba libros y te pedía que no se los devolvieras, el que, vehemente, se entusiasmaba con tus proyectos… el que escuchaba y nos hacía sentir especiales… aunque en realidad no lo fuéramos. Él, el verdaderamente especial…
La primera vez que lo vi, me pidió un cigarro y después ordenó un trago en una ya remota tarde de 1986 en la Casona del Beaterio, sí, igual que esa fría tarde en el hospital.
Mi primera imagen de Ramón se funde ahora con la última, sus primeras palabras con las últimas, o las últimas con las primeras… Finalmente el miedo, el desamparo al que temía antes de empujar la puerta del hospital se hicieron presentes la mañana del 12 de diciembre. Su nieta Natalia me habló a las 7 de la mañana para decirme que Ramón se nos había ido. Miré por la ventana, era un día nublado y frío. Un gorrión picoteaba el suelo de una azotea y a lo lejos se escuchaba la voz de alguien que cantaba. Pensé que a Ramón le hubiera gustado oírla y pensar que seguramente era una muchacha, una muchacha enamorada que barría y movía lentamente las caderas al ritmo de ese bolero dulzón cantado con una voz desentonada que hizo que todo lo sufrido se me empozara en el alma y me pusiera a llorar.