Jorge M. Suárez Medellín
Una de las características distintivas de la naturaleza humana es nuestra aparente tendencia a preocuparnos
por todo tipo de cosas. Lo mismo nos preocupan tonterías como las vicisitudes que agobian a los personajes de nuestra telenovela favorita, que asuntos verdaderamente relevantes como la situación política y económica del país.
Pero si tuviéramos que elegir una lista con los temas que más han preocupado a la humanidad a lo largo de la historia, seguramente incluiría tanto a la alimentación como a la salud.
Es cierto que los constantes avances en materia de ciencia y tecnología agrícola han modificado las causas de nuestra preocupación al permitir que un gran porcentaje de la población mundial tenga acceso a una variedad cada vez mayor de alimentos, sin embargo no nos han ayudado a dejar de preocuparnos.
Así, en las sociedades industrializadas, la mera inquietud por la continuidad del suministro alimentario tiende a transformarse en una creciente ansiedad por asegurar que la comida disponible sea tan nutritiva como inocua, es decir, que no nos cause daño al comerla.
Las causas objetivas que pueden hacer que el consumo de un manjar cualquiera sea nocivo para nuestra salud son sumamente variadas, e incluyen peligros que van desde pesticidas y metales pesados, hasta microorganismos patógenos e incluso algunos componentes del propio comestible, como ocurre en el caso de las alergias. Sin embargo, vale la pena señalar que la percepción pública de los riesgos alimentarios no siempre coincide con la importancia real de dichos riesgos.
Quizás el ejemplo más fácilmente identificable de esta situación es lo que ocurre con los alimentos provenientes de organismos genéticamente modificados. Contrario a lo que piensa la mayoría de la gente, las evidencias acumuladas a lo largo de casi 30 años de investigación científica demuestran que su consumo no ocasiona daños a la salud (y en algunos casos hasta pueden salvar vidas, como sucede con el famoso “arroz dorado”).
La discusión acerca de la pertinencia de este tipo de tecnología responde más a factores de tipo social y económico, y su complejidad excede por mucho el espacio de este breve artículo, pero lo que sí es seguro es que daño no hacen.
Otro ejemplo de disonancia entre lo que dicen los estudios científicos y lo que creen ciertos grupos de consumidores podemos encontrarlo en el caso del aspartame (o aspartamo), un edulcorante no calórico descubierto en 1965.
A pesar de los rumores que siguen circulando por Internet (y que son, precisamente sólo eso: rumores), el consenso científico basado en numerosos estudios epidemiológicos y toxicológicos confirma que su consumo dentro de los límites habituales es seguro para todos los que no padecemos fenilcetonuria (una enfermedad congénita que ataca a una de cada 10 mil personas).
En cambio, relativamente poca gente se preocupa por la presencia de micotoxinas en su pitanza. Este grupo de sustancias producidas por diferentes especies de mohos es bastante común en una gran variedad de alimentos y su ingesta puede causar toxicidad tanto aguda como crónica, con resultados que van desde la muerte a efectos nocivos en los sistemas nervioso central, digestivo cardiovascular y respiratorio. Sin embargo, no solemos ponerles tanta atención debido a que se trata de compuestos totalmente “naturales” y hasta “orgánicos” (lo cual, de ningún modo quiere decir que sean inocuos, por supuesto).
Resulta sin duda comprensible que nos preocupemos porque nuestros alimentos no nos enfermen, pero además deberíamos ocuparnos en analizar las causas reales de nuestras inquietudes, para así tomar mejores decisiones como consumidores. En futuros artículos de esta serie seguiremos discutiendo éstas y otras cuestiones relacionadas.