Jorge Suárez Medellín
No le conozco en persona, estimado lector, pero podría apostar que usted –al igual que yo– toma todos los días una gran cantidad de decisiones sin pensar apenas en ellas, basándose en ese cúmulo de conocimientos que a falta de mejor nombre hemos dado en llamar «sentido común».
En condiciones normales, el sentido común funciona bastante bien, el problema es que no siempre coincide con los hechos.
Para demostrar esto, permítame contarle una breve historia: imaginemos que una mañana decide prepararse un delicioso emparedado, se dirige al refrigerador por un par de rebanadas de jamón, pero ¡oh sorpresa!, al abrirlo se da cuenta de que el embutido trocó su color habitual por un tono verdoso, está recubierto de una sustancia semejante a la baba y huele ligeramente a podrido, es decir, está echado a perder. ¿Qué hacer entonces? ¿Se arriesga a consumirlo o de plano prefiere tirarlo a la basura?
Lo más probable es que usted (o yo, o cualquiera) elija deshacerse del jamón en mal estado, y si alguien preguntase la razón del «desperdicio», casi seguramente responderíamos que la comida descompuesta nos hace enfermarnos del estómago. Pero ¿cómo sabemos tal cosa?, ¿quién nos dijo que los alimentos deteriorados causan enfermedades? Pues nadie en particular, es algo que todo el mundo sabe por intuición, puro sentido común.
Aunque en este caso específico existe una relación indirecta entre el deterioro y la posibilidad de enfermarnos, de ninguna manera podemos decir que comer alimentos en mal estado necesariamente vaya a ocasionarnos un malestar. Por el contrario, la mayoría de las enfermedades estomacales están relacionadas con el consumo de alimentos que no presentan ningún signo de descomposición y, paradójicamente, casi nadie se enferma por comer comida echada a perder.
¿Cómo explicar este hecho que contradice el más elemental sentido común? Para empezar, sería útil entender a qué nos referimos cuando hablamos de deterioro en los alimentos.
Por definición, la descomposición de un alimento implica que modificó su sabor, color, textura o aroma de una manera que nos resulta desagradable. Por eso es que los alimentos en mal estado casi nunca son responsables de enfermedades, porque al ser repulsivos al gusto, la vista o el olfato, simplemente no los comemos. Podría darse el caso de que los cambios en el alimento sean agradables a los sentidos (por lo menos para algunas personas), como ocurre por ejemplo con el yogurt o el queso azul, en cuyo caso más que considerar que está descompuesto hablaríamos de un platillo fermentado. Un ejemplo extremo es el arenque fermentado sueco o surströmming, una especialidad de la comida escandinava muy apreciada por los gourmets locales, aún a pesar de su olor fétido –semejante a la basura dejada al sol durante varios días– le convierten en un plato difícil para los paladares como el nuestro.
Ahora bien, muchos de los cambios relacionados con el deterioro de los alimentos (no todos, por cierto), se deben a la proliferación microbiana.
Sin embargo, los microorganismos responsables de la descomposición no suelen ser los mismos que ocasionan enfermedades al ser humano, y por lo tanto no necesariamente coinciden ambos en un determinado platillo. Así pues, es posible encontrar alimentos cuyas condiciones de elaboración y almacenamiento no hayan sido favorables para el crecimiento de microorganismos deterioradores, y aun así tener suficientes gérmenes patógenos para enfermarnos gravemente.
Ésos son justamente los que más daños causan, pues es muy difícil identificarlos.
Por otra parte, existen ciertos procesos tecnológicos como la pasteurización que eliminan tanto microbios patógenos como deterioradores, por lo que permiten que los alimentos sean a la vez más seguros y durables. En cambio, condiciones que favorezcan el desarrollo de microorganismos suelen tener un impacto negativo tanto en la inocuidad como en la vida de anaquel.
En próximas entregas de esta columna, seguiremos hablando acerca de algunas otras discrepancias entre el sentido común y el conocimiento científico.