Universo inicia una serie de entregas en las que universitarios que han prestado servicios en comunidades marginadas de la entidad narran sus experiencias y aprendizajes
Interpretación de los encuentros
¡Queridos lectores! Los encuentros casuales podrían tener tantas interpretaciones como uno lo desee o como uno los comparta. Hace un par de años, julio de 2012 para ser exactos, me encontraba en medio de un sendero imponente de naturaleza. Con los sueños de juventud descubrí la oportunidad de llegar al centro de una población originaria, una población cuyo nombre nunca olvidaré, pues ahí fue donde me encontré por primera vez.
Cada mañana desde mi llegada a la Casa de la Universidad Veracruzana de las Grandes Montañas fue un relato cotidiano de exploración humana, que hacía el puente perfecto para cumplir el ideal de conocer la sierra de Zongolica y a su gente.
Caminando por veredas, nunca perdí el gesto sorpresivo de imaginar qué podía hallar en el camino, tal vez rostros nuevos, flores extravagantes acompañadas del ruido instintivo del que brotaba mi pensamiento en voz alta. Comenzando agosto, poco a poco se fue alejando la estela de ser un nuevo personaje en la comunidad, un par de semanas bastaron para comenzar a identificar a la psicóloga y con ello el trabajo que se volvería la misión más enriquecedora durante ese capítulo de mi vida.
Había decidido trabajar en una población en particular; el joven náhuatl puede estar a veces en una indecisión constante entre lo patrio y lo ambiguo de la modernidad, se preguntarán qué joven o individuo no lo está, y aunque hay razón no olvidemos la experiencia diversa que existe en la sierra.
Una tarde de otoño, con el frío tan peculiar de la región, mientras me disponía a la visita con los jóvenes del albergue indígena, observaba con cuidado el ocaso; no sabría explicar cuál fue exactamente el sentimiento transcurrido en esos minutos, días más tarde tendría la posible respuesta de aquella extraña sensación.
Llegando al albergue me recibieron unos ojos brillosos, que sigo teniendo perfectamente grabados hasta ahora. De inmediato acudí al salón principal, uno a uno fue tomando asiento hasta llenar el espacio; al poco rato la combinación de construcciones emocionales había sido interesante, era la ocasión oportuna de conocer el sentir, el pensar, el reír, el sufrir, conocer el deseo de todos esos ojos brillantes de melancolía envuelta en felicidad juvenil. Les hubiera encantado conocerlos.
Al finalizar la actividad no sólo obtuve una hoja repleta de observaciones objetivas, también me llevé una gran sorpresa al descubrir la postura y trasfondo cultural de esas estrellitas danzantes en el universo, con quejas sin ser quejas y con las manos dispuestas a tomarse entre sí para no sufrir la lejanía evidente de sus familias.
Ese día sentí la necesidad de permanecer más rato, pero la noche comenzaba a caer y debía regresar. Recuerdo que al final mientras guardaba algunos dibujos en el bolso, se acercaban para contarme los pormenores del día; en verdad quise que el tiempo rindiera, conocer más a fondo y a detalle a cada uno, así que antes de partir propuse una fecha más para encontrarnos.
Pasaron tal vez dos semanas antes de volver al albergue, lapso en el que continué en contacto con todos en la escuela de la localidad; el ambiente entre ellos era más cordial, se observaba un panorama diferente después de ese vómito dramatizado de la controversial realidad que encierra la juventud indígena.
El último día de actividades en el albergue fue a inicios de diciembre, fue de gran ayuda verlos en la escuela durante las mañanas para no agredir su espacio íntimo de golpe; después de unas horas de convivencia, cierto grupo mantuvo una especial cercanía a mí, incluida una pequeña de aproximadamente 10 años de edad.
Ese día escucharía las palabras que tocaron mi inconsciente, con un detalle audaz que marcó la diferencia en las preguntas profundas. Entre risas y cierta nostalgia retraté el instante y escribí algunas líneas; seguro estarán de acuerdo conmigo en que el tiempo pasa demasiado rápido cuando se vive con alegría, que es verídico que cada segundo es irrepetible y sólo se vuelve parte de la historia.
Antes de que la oscuridad acechara el momento apresuré la despedida, la pequeña que se mantuvo cercana de mí corrió, extendió sus brazos y con una sonrisa inigualable soltó el comentario estelar: “¡No te vayas!, contigo me siento contenta porque jugamos y nos escuchas”.
Tuve el reflejo interno más revelador, porque esas palabras en algún relámpago de mi vida cruzaron los rieles de la infancia y entendí a esa pequeña por completo; vivir en soledad desde muy temprana edad es una fortaleza que se aviva a largo plazo y que las circunstancias para algunos se dan a partir de la necesidad, aunando todos los conflictos del tejido social y familiar que pudieran presentarse.
Si llegué a cambiar instantes desagradables o afligidos para una o más de aquellas estrellas danzantes de ojos brillosos, es justo reconocer que ellos también cambiaron mis instantes para hallarme, en especial aquella pequeña que sin saberlo hizo claro el sentido que uno construye, de qué es lo que realmente hacemos por una comunidad y para nosotros mismos.
Es probable que jamás vuelva a verla o quizá no logré reconocerla con los años, pero les aseguro que siempre estará en mis recuerdos. Hoy conservo una fotografía, que es la respuesta del porqué me encontraba caminando por las grandes montañas… Si he de confesar un temor, es el de perder la memoria, porque ésta es sólo una anécdota de tantas que viví en la comunidad; porque les aseguro que no habría algo más lamentable que borrar de la historia todos esos pinos gigantes, cómplices del camino al andar.
Jessica Lara Contreras
Facultad de Psicología.
Región Veracruz
Sede: Casa UV-Atlahuilco
Periodo: agosto 2012-febrero 2013