José Antonio Márquez González
Orizaba • Córdoba.- ¿Se imagina usted un matrimonio sin la obligación legal de guardar fidelidad? O sea, un matrimonio que no parece un matrimonio. O mejor, que sí lo parece, pero que en el fondo no lo es.
Desde luego, subsistirán las demás obligaciones, por ejemplo, los deberes de socorro y asistencia –al menos en el texto legal–.
No faltará quien opine que sería perfecto estar casado así, con las cosas vueltas al revés. La historia del matrimonio como hasta ahora lo hemos conocido comenzó hace mucho tiempo, con Modestino, un famoso abogado consultor que vivió en Roma, en el siglo III d.C.
Él dijo, con famosas palabras, que el matrimonio era un “consorcio total de vida (omnis consortium vitae) donde se unían el derecho divino con el derecho humano”. Una definición inspirada y genial. Las palabras podían ser paganas, pero reflejaban también el pensamiento religioso de la cristiandad incipiente, como puede verse en Mateo y en el libro de los Efesios: “Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne”.
Estas palabras culminarían en la definición de Tomás de Aquino, siglos después, quien advertía que el matrimonio “debe ser de uno con una” y como lo mencionaba el Génesis: “Se unirán dos en una sola carne”. Su influencia resultó tan perdurable que aún el Corpus Iuris Canonici continúa afirmando que el matrimonio es no solamente un “consorcio total de vida” –parafraseando a Modestino–, sino además un “vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza, consagrado por un sacramento peculiar”.
El primero de los códigos modernos, el Código de Napoleón, no se atrevió a definir el matrimonio, pero dejaba claro que las personas casadas se debían recíprocamente “fidelidad, socorro y asistencia”. Nuestra herencia cultural hispana, a través del derecho civil, admitía las dos formas de matrimonio, la civil y la religiosa, e insistía también en la igualdad de los cónyuges y en la obligación de fidelidad.
Pero las cosas empezaron a complicarse con la separación kantiana de los dos mundos de la moral y del derecho, su pasmosa definición del matrimonio como un “contrato de exclusividad sexual” y su creencia en la superioridad del varón.
En México recibimos toda esta influencia europea, a la par que la renovación de ideas que traían aparejada la Ilustración y, poco después, el movimiento filosófico positivista. Así, en 1857 las Leyes de Reforma dijeron lisa y llanamente que el matrimonio era un “contrato de carácter civil”.
Ésta fue, en efecto, la noción que recogieron todos los códigos civiles mexicanos, y en particular nuestro código civil de Veracruz. La peculiaridad de nuestro código reside, sin embargo, en el hecho de que agregó un calificativo importante: “El matrimonio –reza– es la unión de un solo hombre con una sola mujer”, con la obligación expresa, desde luego, de guardarse fidelidad.
En Sudamérica, el Código de Vélez Sársfield, de Argentina, insistió igualmente en este triple deber de asistencia, alimentos y fidelidad. Pero ahora estamos en los tiempos de la posmodernidad y este mismo código civil argentino, totalmente renovado en 2015, facilita los matrimonios “a distancia” y “en artículo mortis”, acepta el divorcio unilateral y prescribe taxativamente, por vía de consecuencia, un desenlace inesperado de la relación conyugal: que el deber de fidelidad pasa a ser solamente, como en la perspectiva kantiana, una obligación meramente moral.
Sí, ha pasado mucho tiempo desde Modestino y su conmovedora y elocuente definición de matrimonio. Muchos siglos después, el ascético Fray Luis de León y el laico Leopoldo Alas “Clarín” no habrían imaginado un escenario mejor: el perfecto casado hecho realidad. Ya ni “Marido en alquiler”…