Orizaba • Córdoba
José Antonio Márquez González
Imagínese usted un pequeño cuentito. En un país cualquiera de América Latina, uno puede pasar por algunos mercaditos de venta de suvenires y ofrecimiento de servicios variados (una especie de tianguis) y oír el reclamo insistente pero amable y elocuente de los vendedores cuando ven llegar a un turista. En lugar de esperar a que el visitante salude, el anfitrión latino se apresura inmediatamente a exclamar con todo respeto y amabilidad: “¡Pásele, adelante!”, “¿Qué se le ofrece al señor?”, “¡Bienvenido!”, “¿Qué va a llevar?”, “¡Lo que le agrade, lo que se le ofrezca!”, “¡Bara, bara!”, “¡Pásele, marchantito!”.
En verdad, el vendedor hispano siente que por el sólo hecho de abrir la tienda, acomodar los productos en los estantes y asignarles un precio, está haciendo una oferta en toda regla y que, por tanto, corresponde al comprador visitante aceptar su oferta y así cerrar la operación. Son las denominadas “ventas de aparador”. De hecho, efectivamente así lo ordenan los códigos latinos: si una persona hace a otra una oferta, “queda ligada por su oferta”.
Pero ahora le presento aquí otra escena distinta del mismo cuentito. Un turista latino entra a una tienda de regalos en cualquier país anglosajón, germánico o eslavo (por ejemplo Inglaterra, Alemania o algún país de Europa Oriental). Por lo general, el turista hispano tiene la cortesía –si bien en forma tímida– de saludar al vendedor anglosajón, germánico o eslavo, quien a su vez muestra un poco de indiferencia, según es habitual. Pues bien, de acuerdo con la ley local, y también debido a su formación cultural y sus costumbres comerciales, el vendedor sajón no entiende que está haciendo una oferta. Para él, el asunto es al revés, es decir, quien llega a su tienda debe seleccionar un producto. Una vez hecho lo cual, él está en libertad de aceptar o no.
Sucede lo mismo que cuando se compra en el supermercado o en la tienda de lujo: el ama de casa escoge en Chedraui o en Liverpool el producto, el cual se considera ofertado en toda regla por el sólo hecho de su exhibición en un anaquel con el precio. La compradora lo pone en su carrito, lo lleva a la caja y lo paga. Pues bien, el momento preciso de conclusión del contrato es cuando la señora exhibe y transmite el dinero o firma la tarjeta de crédito. La empleada de Chedraui o Liverpool no hace más que recibir efectivamente el pago. Es que el contrato se ha concluido del lado del mostrador o de la caja de cobro donde está el cliente, no del lado de la tienda. Son las ventas llamadas self service.
En cambio cuando usted, turista hispano, compra algo en Harrods, de Londres, la ley inglesa no considera que la oferta la hace Harrods. Según la ley local, Harrods hace solo una “invitación para ofrecer”. En realidad, la oferta la hace usted al presentar la corbata o el abrigo en la caja. La cajera a su vez, acepta la oferta y, por lo tanto, el contrato se perfecciona en el momento y en el lugar del lado de la cajera.
Ambas actitudes, sin duda, responden a diferentes idiosincrasias producto de la raza, de la cultura y, desde luego, de los respectivos sistemas legales. La cuestión podría ser anecdótica y permanecer en este nivel intrascendente, si no fuera por un punto importante: que esto es también lo que sucede en el caso de la contratación por medios electrónicos, aunque sólo cuando la telecomunicación es simultánea o, como se dice ahora, en tiempo real. Ello es así porque se considera, por una mentirita legal, que los contratantes se encuentran como presentes ante sí, aunque en realidad estén separados por miles de kilómetros. Para un proveedor o importador nacional, esta circunstancia provoca que el contrato se concluya en el extranjero, ya sea en Londres, Hamburgo o Praga, y entonces la ley obliga al latino a seguir el juicio en un lugar lejano, con un sistema legal ajeno y en un idioma distinto, con todas las desventajas que ello supone. Como en el caso del supermercado, esto significa que en caso de litigio, el turista debe pasar –figuradamente– atrás del mostrador o de la caja. No puede pelear desde su lugar en la fila de carritos.
Esta desdichada circunstancia deja a los contratantes latinos (es decir, a los contratantes cuyas leyes siguen el sistema afrancesado del código civil de Napoleón) en una posición muy desfavorable en la vorágine del comercio internacional.
Por último, se puede decir que la cuestión no tendría importancia si ambas partes eligiesen la ciudad donde van a litigar, modificando así convencionalmente la regla de la legislación respectiva. Por desgracia, esto no es así. En la práctica internacional el contrato y las reglas para litigar son impuestos por las grandes corporaciones transnacionales. Poco puede hacer para evitarlo, en efecto, un vendedor de café en Huatusco o Coatepec cuando hace negocios con los abogados de Nestlé en Suiza, y no dispone además de ayuda profesional o gubernamental.