Revista de Investigación Educativa
www.uv.mx/cpue • ISSN 1870-5308

 
     
  Editorial      
 
julio-diciembre, 2010
No. 11
     
       
       
 

Éste es un año de grandes conmemoraciones para nuestro país. La presencia constante de alusiones al bicentenario de la guerra de insurgencia y el centenario de la revolución nos invita no sólo a la celebración patriótica, sino a una profunda reflexión sobre lo que ha significado doscientos años de vida independiente en México. Aunque un balance general de lo acontecido durante dos centurias resulta complejo, o tal vez, incluso, poco útil si no se aborda de manera diferenciada, es posible realizar acercamientos disciplinarios que permitan recuentos más precisos en las distintas esferas de la vida social.

En este marco festivo, me interesa destacar la importancia que cobra la historia, no únicamente desde la reconstrucción historiográfica de sucesos y personajes, sino desde una perspectiva mucho más crítica. Un abordaje crítico permitiría contemplar el pasado de forma no monolítica o teleológica, sino en función de correlaciones de fuerzas entre instituciones, grupos o personas que, a partir de vaivenes en los balances de poder, imprimen sobre ese pasado unos imperativos, una intencionalidad particular, cuya aparente universalidad oculta mudanzas que operan de acuerdo con las necesidades del poder en turno.

Así, el rescate de aspectos que tuvieron devenires específicos en la historia de nuestro país, puede arrojar luz acerca de la manera en que el presente se enfrenta a mitos, continuidades, cambios, o bien interpretaciones parciales de aquello que Wilhelm Dilthey (1994) ha llamado “la razón histórica”. Para ilustrar este punto, analizar el papel que ocupan las mujeres en el imaginario culturalmente construido puede resultar altamente revelador del proceso de invisibilización de una presencia siempre constante, pero negada, que se disfraza a futuro a manera de derechos logrados en la lucha y graciosas concesiones del poder. ¿Por qué pareciera que las mujeres tenemos que defender a cada paso nuestros derechos, sin que cristalicen de manera efectiva las luchas, los logros y los espacios ganados en el pasado?

Si revisamos el registro de hechos históricos acaecidos desde hace doscientos años, encontraremos la constante alusión a una participación femenina anónima, colectiva, poco identificable, pero que no hace más que demostrar que las mujeres hemos estado siempre ahí, aunque no se nos considere lo suficientemente significativas en la arena social que amerite una mención clara, distinguible de nuestro actuar. Desde finales del siglo XVIII y principios del XIX, en la efervescencia de las conspiraciones y conjuras tramadas para hacer partícipes a los nacidos americanos de los privilegios concedidos sólo a los peninsulares, las actividades femeninas como anfitrionas de tertulias, conspiradoras, mensajeras o espías fueron lo suficientemente importantes como para merecer alguna mención de los historiadores de la época. No por casualidad el comandante de la plaza realista de Sultépec afirmó que había que extremar precauciones contra las mujeres porque no existía ninguna que no fuera “una berdadera insurgenta” (García, 1985)

Es importante señalar que las mujeres hacían frente a las desventajas que su condición imponía durante la Colonia. Ser mujer implicaba recibir, en el mejor de los casos, una educación muy precaria, centrada en el aprendizaje de la doctrina católica y la buena administración del hogar. Por ejemplo, se dice, aunque es bastante poco realista sostenerlo, que la misma Josefa Ortiz no sabía escribir, aunque sí leer, y transmitía sus mensajes a los conspiradores recortando letras de materiales impresos. No es difícil, sin embargo, que sus conocimientos formales no pasaran mucho de ahí.

En esta dirección, aunque las mujeres de las clases hegemónicas recibieran algún tipo de educación en las escuelas llamadas “amigas”, en los conventos y aún en sus mismos hogares, además de la lectoescritura, la aritmética básica y la formación religiosa, el resto de la educación estaba destinada a la adquisición de modales refinados (Carner, 1992). No obstante, existían ya desde principios del siglo XIX voces ilustradas que pugnaban por incluir en la formación femenina algún adiestramiento en la administración de los bienes y la capacitación para ejercer un oficio digno y remunerado en caso de viudez. Lizardi planteaba la necesidad de que las mujeres “decentes” vigilaran la educación, higiene y salud de los hijos, para lo cual requerirían un aprendizaje específico. Las mujeres del “pueblo llano” podrían aspirar a la servidumbre y evitar así la caída a la prostitución.

La idea de mejorar la educación de las mujeres no estuvo exenta de acalorados debates entre los que temían que ello acarrearía una pérdida de autoridad de los varones y los que estimaban que la sociedad se beneficiaría con madres mejor preparadas para educar eficientemente a los niños (Tuñón,1991). Este debate da cuenta de que la necesidad de discutir, tomando la debida distancia, alguna suerte de proceso de ciudadanización femenina empezaba a gestarse en muchas conciencias.

Así, es posible encontrar esfuerzos por la reivindicación de los derechos de las mujeres desde la segunda mitad del siglo XIX (Alvarado, 2005), su manifestación pública durante el porfiriato, así como una presencia inocultable durante la lucha revolucionaria –siempre como soldaderas, nunca como protagonistas-- y su posterior consolidación. Sin embargo, la historia no vacila en presentarnos la contienda, por ejemplo, por el logro del voto femenino como una graciosa concesión masculina hacia la causa de las mujeres. El realce de personajes como Salvador Alvarado en Yucatán, o César Córdova en Chiapas, como paladines de la promoción de la ciudadanía femenina y sus derechos políticos, ocultan la dura lucha que significó para las mujeres la obtención del voto universal en 1953.

No siendo éstos más que meros esbozos para sugerir una línea de pensamiento más productiva y crítica a la luz de nuestros centenarios, sirva el presente apunte como inicio para semblantear una posible reflexión, menos para la autoindulgencia y más para el examen crítico de nuestro posicionamiento, a dos siglos de construcción como país soberano.

Rosío Córdova Plaza
Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales
Universidad Veracruzana



Referencias

Alvarado, L. (2005). Educación y superación femenina en el siglo XIX: dos ensayos de Laureana Wright. Cuadernos del archivo histórico de la UNAM, 19.

Carner, F. (1992). Estereotipos femeninos en el siglo XIX. En C. Ramos, M. de J. Rodríguez y otros, Presencia y transparencia: La mujer en la historia de México, México: El Colegio de México.

Dilthey, W. (1994). Crítica de la razón histórica. Barcelona: Península.

García, G. (1985). Documentos Históricos Mexicanos, tomo V. México: SEP.

Tuñón, J. (1991). El álbum de la mujer. Antología ilustrada de las mexicanas. Volumen III/El siglo XIX (1821-1880). México: INAH..



       
 

   
 
       
 

CPU-e, Revista de Investigación Educativa 11
julio-diciembre, 2010

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