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Tras
un letargo extraño de más de siglo y medio, la poesía
española despierta en las Rimas de Bécquer. No había
sido nuestra lírica, como sí lo había sido
la francesa, de pobre caudal; pero inexplicablemente, después
de Calderón, parece cesar de existir. Es difícil imaginarse
hoy a alguien que lea por puro placer poético los versos
bucólicos de Meléndez o las odas de Quintana (primero
escritas en prosa y luego puestas en verso por su autor) como se
leen las églogas de Garcilaso o las canciones de San Juan
de la Cruz. Igualmente difícil parece imaginar a alguien
que, por gusto, lea a Zorrilla o a Espronceda, digan lo que quieran
algunos recalcitrantes. La poesía neoclásica española,
así como la romántica, no viven hoy, por vivas que
pudieran parecer a sus contemporáneos: ninguna chispa las
anima y constituyen un peso muerto en nuestra literatura, peso que
ésta sobrelleva, juntamente con otros semejantes, como puede.
Pero tampoco debe pensarse que Bécquer, sin ayuda alguna,
resucitara la poesía. Al recorrer las páginas de verso
de una antología, o en las de una historia literaria, hallamos
nombres de poetas menores, como se les suele llamar, que en este
siglo y medio de esterilidad poética, con dicción
acaso inhábil, expresaron una emoción aún viva
en alguna de sus poesías. Son, por ejemplo, Arolas en su
composición "Sé más feliz que yo";
Pablo Piferrer en su "Canción de la Primavera";
Pastor Díaz en sus versos "A la Luna"; Enrique
Gil en "La Violeta". Éste sobre todo parece un
poeta a quien el sino, truncando su vida, no permitió desarrollar
los dones que en él había. No obstante, algunos de
sus versos, su novela El señor de Bembibre, sus notas críticas,
quedan en nuestra literatura como algo más que escritos de
un poeta menor. Fue Enrique Gil como una anticipación de
Bécquer, quien realiza más tarde una obra equivalente
a que el primero no pudo llevar a cabo.
Es decir, que tras los nombres de Rivas, Zorrilla y Espronceda,
a quienes la estimación del público contemporáneo
elevó tan inmerecidamente y a quienes la crítica ha
mantenido después en un puesto que no llenan, hay otros que,
menores y olvidados como son, no por ello dejan de representar un
intento digno de tenerse en cuenta y ser recordados al menos como
predecesores de Bécquer. Una línea común enlaza
la obra de éste con la de aquéllos, y en una emoción
medio balbuceada, en una expresión más sutilmente
matizada, hallamos para Bécquer una ascendencia. Están
en una línea común, que llamaremos "nórdica",
para oponerla a la garrulería, vaciedad y exageración
meridionales de los románticos españoles.
Pero la vida de Bécquer fue pronto truncada y sólo
pudo dejarnos una obra reducida. Es una colección de poemas
breves, que llegan al centenar; y en prosa, de nueve cartas literarias,
las "Cartas desde mi Celda", unas dieciocho Leyendas y
diversos artículos y esbozos. Estos escritos no habían
aparecido en libro al morir Bécquer en 1871; el cuidado de
sus amigos los reunió y publicó después en
dos volúmenes. El éxito que éstos obtuvieron
entre los lectores motivó que la segunda edición fuera
aumentada por un tercer volúmen. Y esa ha sido la edición
en que durante años era leído Bécquer. Luego,
hojeando entre viejas páginas de periódicos y revistas,
se reunieron otros tres volúmenes que en unión de
los anteriores y con otros escritos antes no recogidos, constituyen
hoy la obra de Bécquer. Escritas acaso por encargo o necesidad
material, la mayoría de esas páginas resucitadas ahora
no añaden nada nuevo a lo que de él ya conocíamos,
aunque su publicación, señal de renovado interés
por el poeta, fuera deseable y conveniente. Curiosa es también
la publicación* del texto original de las Rimas, sin las
correcciones que Narciso Campillo, amigo y paisano de Bécquer,
hizo ocasionalmente en él, con el consentimiento del poeta;
correcciones ligeras que sólo conciernen a la dicción
y, contra lo que pudiera pensarse, benefician en general al texto.
La obra de Bécquer nos ofrece diferente perspectiva según
el punto de vista desde el que la observemos. Hay momentos, y son
los más, en que nos aparece como fruto excesivamente tardío
del romanticismo; pero hay otros en que se nos aparece orientada
hacia el futuro. ¿Qué pensaba, qué creía
Bécquer acerca de la poesía? La rima I puede decirnos
algo; vamos a comentarla.
El poeta conoce por presentimiento, por intuición, la poesía,
y de dicho conocimiento queda huella sonora ("Cadencias que
el aire dilata en las sombras") en sus versos; pero al querer
expresar ese presentimiento, al confiarlo a la palabra, al "rebelde
y mezquino idioma" del hombre, el poeta fracasa. Desearía
hallar para él expresión con "palabras que fuesen
a un tiempo / suspiros y risas, colores y notas"; es decir,
que lo inefable sólo puede trasladarse al idioma por medio
de lo más inefable con que cuenta el hombre como medio de
expresión: el suspiro y la sonrisa. Y a esa expresión
tan vaga, acaso para que no se desvanezca, debe unirse lo plástico
(el color) y la melodía (las notas); la pintura y música
resultan así aliadas del poeta. Mas sabiendo éste
lo imposible de su intento, añade que apenas si en el silencio
y la soledad amorosa, estando el poeta junto a su amada, en contacto
material uno y otro ("teniendo en mis manos las tuyas"),
pudiera, oyéndolo él dentro de sí, al dictado
de la inspiración, susurrarla al oído el son misterioso
de la poesía. La poesía resulta para Bécquer
comunicación íntima al lector. Estamos aquí
lejos de la plaza pública o el escenario adonde el poeta
romántico vociferaba sus versos.
La rima III es un díptico que presenta los dos elementos
de la poesía según Bécquer: la inspiración
(que nosotros llamaríamos imaginación) y la razón
(que llamaríamos lógica poética); el genio,
con su poder, es quien puede reunir esos dos elementos antagónicos,
conciliándolos. En la inspiración hay
ideas sin palabras,
palabras sin sentido,
cadencias que no tienen
ni ritmo ni compás;
es decir, algo que existe en nuestra mente, pero que no ha hallado
aún expresión; palabras ciegas que se pronuncian sin
saber lo que quieren decir, y una música nunca oída,
sin ritmo ni compás. ¿No presiente ahí Bécquer
algo que sus descendientes han de realizar en nuestra poesía?
Pero la inspiración, además, no se nutre de la realidad
circundante, porque también pueden alimentarla
memorias y deseos
de cosas que no existen.
En la rima V, en cambio, la poesía se nos revela como latente
en todo, en la naturaleza física y en la metafísica,
y sólo ella puede reunir a ambas, siendo el puente que las
junta sobre el abismo, la escala que va del cielo a la tierra, que
liga forma e idea (en tiempos de Bécquer todavía solía
hablarse de "forma" e "idea" como cosas separables).
Es la poesía
desconocida esencia
perfume misterioso
que únicamente el poeta sabe revelar al hombre. Pero la poesía
también existe inapercibida para los hombres, aunque el poeta
no exista; la rima IV enumera todo aquello donde está latente
la poesía, aunque no haya voz poética que la capte
y exprese.
Aún será Becquer más explícito, pasando
de la revelación poética a la delimitación
histórica de la poesía, en ciertas palabras del prólogo
que escribió para el librito La Soledad de su amigo Augusto
Ferrán. Son palabras muy citadas estos años pasados
en los escritos diversos que sobre Bécquer se han publicado.
Creo haber sido el primero que llamó la atención sobre
ellas en un estudio que publicó la revista Cruz y Raya el
año de 1936. Dicen así: "Hay una poesía
magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación
y el arte, que se engalana con todas las pompas de la lengua, que
se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación,
completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido,
seduciéndola con su armonía y su hermosura.
"Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una
chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra
y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma
libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen
en el océano sin fondo de la fantasía.
"La primera tiene un valor dado: es la poesía de todo
el mundo.
"La segunda carece de medida absoluta; adquiere las proporciones
de la imaginación que impresiona: puede llamarse la poesía
de los poetas."
Hay en dichas palabras, leídas entre líneas, unas
sugerencias de valor para la comprensión de la poesía
moderna, que ahí se vislumbra. Esa es la poesía "breve,
seca", que por su concentración y reticencia "hiere
al sentimiento con una palabra y huye"; la poesía "desembarazada
dentro de una forma libre", contrastando con la pesadez de
las estrofas tradicionales en boca de los románticos, donde
el pensamiento poético, si alguno hay, se enreda con el ritmo
del verso y el consonante. De ser sinceros con nosotros mismos debemos
reconocer que el secreto de la rima se fue con Calderón,
y que después nos suena, con rara excepción, ripiosa.
Pero hay algo más interesante aún, porque responde
de antemano a las objeciones formuladas en los años últimos,
desde que esas palabras fueron escritas, contra la "oscuridad"
de los versos modernos. La poesía "adquiere las proporciones
de la imaginación que impresiona". Sin cierta adecuación
previa de poeta y lector es inútil que éste intente
leer versos; porque para que los versos digan algo al lector, su
imaginación debe ser apta y susceptible de emoción
poética. Dicha emoción sólo se da en proporción
a la receptividad del lector, cuando está previamente facultada
para percibir de modo pasivo la experiencia poética activa
que en dichos versos se expresa.
Para dar más desembarazo y libertad al verso, Bécquer
prescinde de las estrofas tradicionales, excepto del romance. No
es J. R. Jiménez quien resucita el romance lírico
en nuestra poesía moderna: es Bécquer. Léase
la rima V, ya antes citada; ahí tenemos un romance lírico
que suena, a pesar de ciertas desviaciones de tono, con voz actual:
Yo soy el fleco de oro
de la lejana estrella;
yo soy de la alta luna
la luz tibia y serena.
Pero Bécquer usa de preferencia combinaciones de verso de
arte mayor, unidos en estrofas de cuatro o más versos a otros
de arte menor, o a veces a estrofas de verso de arte mayor con uno
de pie quebrado. En Bécquer, por lo general, la frase poética
muy flexible se pliega graciosamente dentro de la estrofa con movimiento
sinuoso, a lo cuello de cisne, que recuerda la frase melódica
de Chopin (véase rima XVIII). El abandono del consonante
a favor del asonante completa en este aspecto la intención
de Bécquer de dar a la poesía, como dijo y citamos,
desembarazo y libertad. Él busca ante todo la música,
no la sonoridad; así como en la expresión busca la
sugerencia, no la elocuencia.
Bécquer vivió poco y acaso no tuvo tiempo para que
su visión poética abarcara aspectos diversos de la
realidad; sólo llegó a expresar, pero con raro dominio,
ciertos aspectos juveniles de ella. Se ha dicho que es el poeta
del amor, lo que puede aceptarse con la aclaración necesaria
de que lo que expresó del amor, fue, de una parte, su estado
preliminar, en el cual el amor es un presentimiento, un alba sonriente;
y de otra, el desengaño final, la desolación del fracaso
amoroso. Este último sobre todo. Pero no es, o sólo
es raramente, poeta que exprese el éxtasis del amor, su plenitud.
Ese fracaso le lleva al deseo de anonadamiento, ya sea en el sueño
de la muerte (rima LXXVI), ya en la disolución panteísta
en la naturaleza (rima LII). Hay de todos modos en los versos de
Bécquer, juntamente con los de tema amoroso, cierto predominio
de los que tienen a la muerte como tema. Tan hondo llega a calar
en su ánimo ese deseo de aniquilamiento que hasta en el abrazo
amoroso busca algo que se asemeje a la muerte: la mujer ideal para
Bécquer (rima XI) es incorpórea e intangible, "vano
fantasma de niebla y luz". ¿Cómo no ver un anhelo
personal del propio Bécquer en ciertas palabras que pone
en boca del oficial francés protagonista de la leyenda "El
Beso"? El personaje aludido dice a sus amigos: "El beso
de esas mujeres materiales me quemaba como el hierro candente, y
las apartaba de mí con disgusto y con horror, hasta con asco;
porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar
para mi frente calurosa, beber hielo y besar nieve... nieve teñida
de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol... una mujer
blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece
incitarme con su fantástica hermosura".
Sólo nos referimos en este estudio al verso de Bécquer,
no a su prosa, aunque es difícil separar su verso de su prosa,
que fueron ambos obra poética. No pretendo sugerir, como
dijo un crítico español moderno, que sólo el
poeta sabe escribir en prosa. Pero es indudable, si comparamos la
prosa de un poeta como, por ejemplo, la de Fray Luis de León
en De los Nombres de Cristo, con la de Bécquer en sus Leyendas,
que el poeta, cuando sabe escribir en prosa, infunde a ésta
ciertas cualidades que no hallamos en la de otros prosistas, por
excelentes que sean. La prosa de Bécquer, como su verso,
busca la cadencia, no la sonoridad; la sugerencia, no la elocuencia.
Una y otro, prosa y verso, no son en él sino instrumento
distinto de una misma expresión poética.
Hay en Bécquer una cualidad esencial del poeta: la de expresarse
con una claridad y firmeza que sólo los clásicos tienen.
Trátese de sustituir en un verso de Góngora una palabra
por otra de igual acento y medida, para "mejorar" el verso,
y veremos que es imposible. Ritmo y expresión se compenetran
allí, formando un todo que no se puede alterar. Alguien,
acaso fuera Coleridge, definió la poesía como "las
mejores palabras en el mejor orden". Dicha definición,
como toda definición de la poesía, tiene sus fallas,
pero aclara en este punto lo que pretendo decir. Esa cualidad estilística,
de acierto infalible en ritmo y expresión, se ha ido perdiendo
en tiempos modernos; el instinto de la lengua ya no es tan firme,
y no podemos decir que los poetas modernos lo posean como lo poseyeron
los clásicos, ni por lo demás los lectores de hoy
se darían cuenta de la presencia o ausencia de dicha cualidad
en los autores que leen. Nuestro sentido del idioma se ha relajado
hasta el punto de que los lectores acepten como principal lectura
esas hórridas traducciones de librejos científico-pedantescos.
Ha pasado ya la obra de Bécquer por los tres estados que
acaso deba atravesar un escritor para convertirse en un clásico.
Al desconocimiento inicial, excepto por un grupo de amigos, sucede
inmediatamente después de su muerte la atención ignorante
del público, que lo mismo acepta sin saber lo que acepta
como rechaza sin saber lo que rechaza; luego, en la época
modernista, el olvido; ahora, en años recientes, el interés
hacia su obra ha vuelto a surgir, pero ya es perceptible la trascendencia
evidente que su obra tiene. Es decir: como un clásico. En
efecto, Bécquer desempeña en nuestra poesía
moderna un papel equivalente al de Garcilaso en nuestra poesía
clásica: el de crear una nueva tradición, que lega
a sus descendientes. Y si de Garcilaso se nutrieron dos siglos de
poesía española, estando su sombra detrás de
cualquiera de nuestros poetas de los siglos XVI y XVII, lo mismo
se puede decir de Bécquer con respecto a su tiempo. Él
es quien dota a la poesía moderna española de una
tradición nueva, y el eco de ella se encuentra en nuestros
contemporáneos mejores.
En sus Rimas no sabemos qué admirar más, si su composición
o su dibujo de línea perfecta. En su brevedad son un organismo
completo, donde nada falta ni sobra.
· Editorial Pleamar, Buenos Aires y Ediciones Guadarrama,
Madrid. |