Guerra
y paz
La estación sin duda hubiera te nido que mostrar animación,
vida, aún más por ser estación de frontera;
pero cuando en aquel anochecer de febrero llegaste a ella, estaba
desierta y oscura. Al ver luz tras de unos visillos, hacia un rincón
del andén vacío, allá te encaminaste.
Era el café. Qué paz había dentro. Qué
silencio. Una mujer con un niño en los brazos estaba sentada
junto al hogar encendido. Se podía escuchar el murmullo ensordecido
y sosegador de las llamas en la estufa.
Pediste leche fría y pan tostado, con el recelo de quien
cree pedir la luna. Y al ver asentida sin sarcasmo tu demanda, te
animaste a solicitar también unos cigarrillos.
Sentado en medio de aquella paz y aquel silencio recuperados, existir
era para ti como quien vive un milagro. Sí, todo resultaba
otra vez posible. Un escalofrío, como cuando nos recuperamos
pasado un peligro que no reconocimos por tal al afrontarlo, sacudió
tu cuerpo.
Era la vida de nuevo; la vida, con la confianza en que ha de ser
siempre así de pacífica y de profunda, con la posibilidad
de su repetición cotidiana, ante cuya promesa el hombre ya
no sabe sorprenderse.
***
Atrás
quedaba tu tierra sangrante y en ruinas. La última estación,
la estación al otro lado de la frontera, donde te separaste
de ella, era sólo un esqueleto de metal retorcido, sin cristales,
sin muros -un esqueleto desenterrado al que la luz postrera del
día abandonaba.
¿Qué puede el hombre contra la locura de todos? Y
sin volver los ojos ni presentir el futuro, saliste al mundo extraño
desde tu tierra en secreto ya extraña.
El poeta y los mitos
Bien temprano en la vida, antes que leyeses versos algunos, cayó
en tus manos un libro de mitología. Aquellas páginas
te revelaron un mundo donde la poesía, vivificándolo
como la llama al leño, trasmutaba lo real. Qué triste
te apareció entonces tu propia religión. Tú
no discutías ésta, ni la ponías en duda, cosa
difícil para un niño; mas en tus creencias hondas
y arraigadas se insinuó, si no una objeción racional,
el presentimiento de una alegría ausente. ¿Por qué
se te enseñaba a doblegar la cabeza ante el sufrimiento divinizado,
cuando en otro tiempo los hombres fueron tan felices como para adorar,
en su plenitud trágica, la hermosura ?
Que tú no comprendieras entonces la causalidad profunda que
une ciertos mitos con ciertas formas intemporales de la vida, poco
importa: cualquier aspiración que haya en ti hacia la poesía,
aquellos mitos helénicos fueron quienes la provocaron y la
orientaron. Aunque al lado no tuvieses alguien para advertirte del
riesgo que así corrías, guiando la vida, instintivamente,
conforme a una realidad invisible para la mayoría, y a la
nostalgia de una armonía espiritual y corpórea rota
y desterrada siglos atrás de entre las gentes.
El destino
Había en el viejo edificio de la universidad, pasado el
patio grande, otro más pequeño, tras de cuyos arcos,
entre las adelfas y limoneros, susurraba una fuente. El loco bullicio
del patio principal, sólo con subir unos escalones y atravesar
una galería, se trocaba allá en silencio y quietud.
Un atardecer de mayo, tranquilo el edificio todo, porque era ya
pasada la hora de las clases y los exámenes estaban cerca,
te paseabas por las galerías de aquel patio escondido. No
había otro rumor sino el del agua en la fuente, leve y sostenido,
al que se sobreponía a veces el trino fugitivo de un bando
de golondrinas cruzando el cielo que encuadraban los aleros.
Cuántas cosas no te ha dicho a lo largo de la vida el rumor
del agua. Podrías pasarte las horas escuchándola,
lo mismo que podrías pasarlas contemplando el fuego. ¡Hermosa
hermandad la del agua y la llama! Aquella tarde, el surtidor que
se alzaba como una garzota blanca para caer luego deshecho en lágrimas
sobre la taza de la fuente, su brotar y anegarse sempiterno, trajo
a tu memoria, por una vaga asociación de ideas, el fin de
tu estancia en la universidad.
Nunca el pasar de las generaciones parece tan melancólico
como al representárselo en algo materialmente, tal en esos
viejos edificios de universidades o cuarteles, por los que discurre
cada año la juventud nueva, dejando en ellos sus voces, los
locos impulsos de la sangre. Recuerdos de juventudes idas llenan
su ámbito, y resuenan sus muros en el silencio como la espiral
vacía de un caracol marino.
Apoyado en una columna del patio, pensaste en tus días futuros,
en la necesidad de escoger una profesión, tú, a quien
todas repugnaban igualmente, y sólo deseabas escapar de aquella
ciudad y de aquel ambiente letal. Cosas contradictorias eran tu
necesidad y tu deseo, atándote a ambos sin solución
la pobreza. Mas aquel problema mezquino, ¿qué valor
tenía cuando te veías arrastrado en el avanzar incesante
del tiempo, ascendiendo con una generación de hombres para
caer luego, perdiéndote con ellos en la sombra? Privado de
gozo, de placer y de libertad, como tantos otros, comprendiste entonces
que acaso la sociedad ha cubierto con falsos problemas materiales
los verdaderos problemas del hombre, para evitarle que reconozca
la melancolía de su destino o la desesperación de
su impotencia.