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No
me propongo, en las notas que siguen, recorrer la obra de Cernuda
en su totalidad. Escribo sin tener a la mano sus libros más
importantes y, fuera de lo que haya dejado en mi memoria un trato
de años con sus escritos, no poseo sino unos cuantos poemas
en una antología, la tercera edición de Ocnos y Desolación
de la quimera. Alguna vez escribí que su creación
era semejante al crecimiento de un árbol, por oposición
a las construcciones verbales de otros poetas. Esa imagen era justa
sólo a medias: los árboles crecen espontánea
y fatalmente, pero carecen de conciencia. Un poeta es aquel que
tiene conciencia de su fatalidad, quiero decir: aquel que escribe
porque no tiene más remedio que hacerlo -y lo sabe. Aquel
que es cómplice de su fatalidad -y su juez. En Cernuda espontaneidad
y reflexión son inseparables y cada etapa de su obra es una
nueva tentativa de expresión y una meditación sobre
aquello que expresa. No cesa de avanzar hacia dentro de sí
mismo y no cesa de preguntarse si avanza realmente. Así,
La realidad y el deseo puede verse como una biografía espiritual,
sucesión de momentos vividos y reflexión sobre esas
experiencias vitales. De ahí su carácter moral.
¿Puede ser poética una biografía? Sólo
a condición de que las anécdotas se transmuten en
poemas, es decir, sólo si los hechos y las fechas dejan de
ser historia y se vuelven ejemplares. Pero ejemplares no en el sentido
didáctico de la palabra sino en el de "acción
notable", como cuando decimos: ejemplar único. O sea:
mito, argumento ideal y fábula real. Los poetas se sirven
de las leyendas para contarnos cosas reales; y con los sucesos reales
crean fábulas, ejemplos. Los peligros de una biografía
poética son dobles: la confesión no pedida y el consejo
no solicitado. Cernuda no siempre evita estos extremos y no es raro
que incurra en la confidencia y en la moraleja. No importa: lo mejor
de su obra vive en ese espacio, real e imaginario, del mito. Un
espacio ambiguo como la figura misma que sostiene. Fábula
real e historia ideal, La realidad y el deseo es el mito del poeta
moderno. Un ser distinto, aunque sea su descendiente, del poeta
maldito. Se han cerrado las puertas del infierno y al poeta ni siquiera
le queda el recurso de Adén o de Etiopía; errante
en los cinco continentes, vive siempre en el mismo cuarto, habla
con las mismas gentes y su exilio es el de todos. Esto no lo supo
Cernuda -estaba demasiado inclinado sobre sí mismo, demasiado
abstraído en su propia singularidad- pero su obra es uno
de los testimonios más impresionantes de esta situación,
verdaderamente única, del hombre moderno: estamos condenados
a una soledad promiscua y nuestra prisión es tan grande como
el planeta. No hay salida ni entrada. Vamos de lo mismo a lo mismo.
Sevilla, Madrid, Toulouse, Glasgow, Londres, Nueva York, México,
San Francisco: ¿Cernuda estuvo de veras en esas ciudades?,
¿en dónde están realmente esos sitios?
Todas las edades del hombre aparecen en La realidad y el deseo.
Todas, excepto la infancia, que sólo es evocada como un mundo
perdido y cuyo secreto se ha olvidado. (¿Qué poeta
nos dará, no la visión o la nostalgia de la niñez
sino la niñez misma, quién tendrá el valor
y el genio de hablar como los niños?) El libro de poemas
de Cernuda podría dividirse en cuatro partes: la adolescencia,
los años de aprendizaje, en los que nos sorprende por su
exquisita maestría; la juventud, el gran momento en que descubre
a la pasión y se descubre a sí mismo, período
al que debemos sus blasfemias más hermosas y sus mejores
poemas de amor -amor al amor; la madurez, que se inicia como una
contemplación de los poderes terrestres y termina en una
meditación sobre las obras humanas; y el final, ya en el
límite de la vejez, la mirada más precisa y reflexiva,
la voz más real y amarga. Momentos distintos de una misma
palabra. En cada uno hay poemas admirables pero yo me quedo con
la poesía de juventud (Los placeres prohibidos, Un río,
un amor, Donde habite el olvido) no porque en esos libros el poeta
sea enteramente dueño de sí, sino precisamente porque
todavía no lo es: instante en que la adivinación aún
no se vuelve certidumbre, ni la certidumbre fórmula. Sus
primeros poemas me parecen un ejercicio cuya perfección no
excluye la afectación, cierto amaneramiento del que nunca
se desprendió del todo. Sus libros de madurez rozan un clasicismo
de yeso, es decir, un neoclasicismo: hay demasiados dioses y jardines;
hay una tendencia a confundir la elocuencia con la dicción
y no deja de ser extraño que Cernuda, crítico constante
de esa inclinación nuestra por el "tono noble",
no la haya advertido en sí mismo. En fin, en sus últimos
poemas la reflexión, la explicación y aun el improperio
ocupan demasiado espacio y desplazan al canto; el lenguaje no tiene
la fluidez del habla sino la sequedad escrita del discurso. Y sin
embargo, en todos esos períodos hay poemas que me han iluminado
y guiado, poemas a los que vuelvo siempre y que siempre me revelan
algo esencial. El secreto de esa fascinación es doble. Estamos
ante un hombre que en cada palabra que escribe se da por entero
y cuya voz es inseparable de su vida y su muerte; al mismo tiempo,
esa palabra nunca se nos da directamente: entre ella y nosotros
está la mirada del poeta, la reflexión que crea la
distancia y así permite la verdadera comunicación.
La conciencia da profundidad, resonancia espiritual a lo que dice;
el pensar despliega un espacio mental que da gravedad a la palabra.
La conciencia da unidad a su obra. Poeta fatal, está condenado
a decir y a pensar en lo que dice. Por eso, al menos para mí,
sus poemas mejores son los de esos años en que dicción
espontánea y pensamiento se funden; o los de esos momentos
de la madurez en que la pasión, la cólera o el amor
le devuelven el antiguo entusiasmo, ahora en un lenguaje más
duro y lúcido.
Biografía de un poeta moderno de España, La realidad
y el deseo es también la biografía de una conciencia
poética europea. Porque Cernuda es un poeta europeo, en el
sentido en que no son europeos Lorca o Machado, Neruda o Borges.
(El europeísmo de este último es muy americano: es
una de las maneras que tenemos los hispanoamericanos de ser nosotros
mismos o, más bien, de inventarnos. Nuestro europeísmo
no es un desarraigo ni una vuelta al pasado: es una tentativa por
crear un espacio temporal frente a un espacio sin tiempo y, así,
encarnar.) Por supuesto, los españoles son europeos pero
el genio de España es polémico: pelea consigo mismo
y cada vez que arremete contra una parte de sí, arremete
contra una parte de Europa. Tal vez el único poeta español
que se siente europeo con naturalidad es Jorge Guillén; por
eso, también con naturalidad, se siente bien plantado en
España. En cambio, Cernuda escogió ser europeo con
la misma furia con que otros de sus contemporáneos decidieron
ser andaluces, madrileños o catalanes. Su europeísmo
es polémico y está teñido de antiespañolismo.
El asco por la tierra nativa no es exclusivo de los españoles;
es algo constante en la poesía moderna de Europa y América.
(Pienso en Pound y en Michaux, en Joyce y en Breton, en cummings...
La lista sería interminable.) Así, Cernuda es antiespañol
por dos motivos: por españolismo polémico y por modernidad.
Por lo primero, pertenece a la familia de los heterodoxos españoles;
por lo segundo, su obra es una lenta reconquista de la herencia
europea, una búsqueda de esa corriente central de la que
España se ha apartado desde hace mucho. No se trata de influencias
-aunque, como todo poeta, haya sufrido varias, casi todas benéficas-
sino de una exploración de sí mismo, no ya en sentido
psicológico sino de su historia.
Cernuda descubre el espíritu moderno a través del
surrealismo. El mismo Cernuda se ha referido varias veces a la seducción
que ejerció sobre su sensibilidad la poesía de Reverdy,
maestro de los surrealistas y también suyo. Admira en Reverdy
el "ascetismo poético" -equivalente, dice, al de
Braque- que lo hace construir un poema con el mínimo de materia
verbal; pero más que la economía de medios admira
su reticencia. Esa palabra es una de las claves del estilo de Cernuda.
Pocas veces un pensamiento más osado y una pasión
más violenta se han servido de expresiones más púdicas.
No fue Reverdy el único de los franceses que lo conquistó.
En una carta de 1929, escrita desde Madrid, pide a un amigo de Sevilla
que le devuelva varios libros (Les Pas perdus de André Breton,
Le Libertinage y Le Paysan de Paris de Louis Aragon) y agrega: "Azorín,
Valle-Inclán, Baroja: ¿qué me importa toda
esa estúpida, inhumana, podrida literatura española?".
No se escandalicen los casticistas. En esos mismos años Breton
y Aragon encontraban que la literatura francesa era igualmente inhumana
y estúpida. Hemos perdido esa hermosa desenvoltura; qué
difícil ahora ser insolente, injustamente justo como en 1920.
¿Qué debe Cernuda a los surrealistas? El puente entre
la vanguardia francesa y la poesía de nuestra lengua fue,
como es sabido, Vicente Huidobro. Después del poeta chileno
los contactos se multiplicaron y Cernuda no fue ni el primero ni
el único que haya sentido la fascinación del surrealismo.
No sería difícil señalar en su poesía
y aun en su prosa las huellas de ciertos surrealistas, como Éluard,
Crevel y, aunque se trate de un escritor que es su antípoda,
el deslumbrante Louis Aragon (primera manera). Pero a diferencia
de Neruda, Lorca o Villaurrutia, para Cernuda el surrealismo fue
algo más que una lección de estilo, más que
una poética o una escuela de asociaciones e imágenes
verbales: fue una tentativa de encarnación de la poesía
en la vida, una subversión que abarcaba tanto al lenguaje
como a las instituciones. Una moral y una pasión. Cernuda
fue el primero, y casi el único, que comprendió e
hizo suya la verdadera significación del surrealismo como
movimiento de liberación -no del verso sino de la conciencia:
el último gran sacudimiento espiritual de Occidente. A la
conmoción psíquica del surrealismo hay que agregar
la revelación de André Gide. Gracias al moralista
francés, se acepta a sí mismo; desde entonces su homosexualismo
no será ni enfermedad ni pecado sino destino libremente aceptado
y vivido. Si Gide lo reconcilia consigo mismo, el surrealismo le
servirá para insertar su rebelión psíquica
y vital en una subversión más vasta y total. Los "placeres
prohibidos" abren un puente entre este mundo de "códigos
y ratas" y el mundo subterráneo del sueño y la
inspiración: son la vida terrestre en todo su taciturno esplendor
("miembros de mármol", "flores de hierro",
"planetas terrenales") y son también la vida espiritual
más alta ("soledades altivas", "libertades
memorables"). El fruto que nos ofrecen estas duras libertades
es el del misterio, cuyo "sabor ninguna amargura corrompe".
La poesía se vuelve activa; el sueño y la palabra
echan abajo las "estatuas anónimas": en la gran
"hora vengativa, su fulgor puede destruir vuestro mundo".
Más tarde Cernuda abandonó las maneras y tics surrealistas,
pero su visión esencial, aunque fuese otra su estética,
siguió siendo la de su juventud.
El surrealismo es una tradición. Con ese instinto crítico
que distingue a los grandes poetas, Cernuda remonta la corriente:
Mallarmé, Baudelaire, Nerval. Aunque siempre fue fiel a estos
tres poetas, no se detuvo en ellos. Fue a la fuente, al origen de
la poesía moderna de Occidente: al romanticismo alemán.
Uno de los temas de Cernuda es el del poeta frente al mundo hostil
o indiferente de los hombres. Presente desde sus primeros poemas,
a partir de Invocaciones se despliega con intensidad cada vez más
sombría. La figura de Hölderlin y las de sus criaturas
son su modelo; pronto esas imágenes se transforman en otra,
encantadora y terrible: la del demonio. No un demonio cristiano,
repulsivo o aterrador, sino pagano, casi un muchacho. Es su doble.
Su presencia será constante en su obra, aunque cambie con
los años y sea cada vez más amarga y sin esperanzas
su palabra. En la imagen del doble, siempre reflejo intocable, Cernuda
se busca a sí mismo pero también busca al mundo: quiere
saber que existe y que los otros existen. Los otros: una raza de
hombres distinta de los hombres.
Al lado del diablo, la compañía de los poetas muertos.
La lectura de Hölderlin y la de Jean-Paul y Novalis, la de
Blake y Coleridge, son algo más que un descubrimiento: un
reconocimiento. Cernuda vuelve a los suyos. Esos grandes nombres
son para él personas vivas, invisibles pero seguros intercesores.
Habla con ellos como si hablase consigo mismo. Son su verdadera
familia y sus dioses secretos. Su obra está escrita pensando
en ellos; son algo más que un modelo, un ejemplo o una inspiración:
una mirada que lo juzga. Tiene que ser digno de ellos. Y la única
manera de serlo es afirmar su verdad, ser él mismo. Reaparece
de nuevo el tema moral. Pero no será Gide, con su moral psicológica,
sino Goethe quien lo guiará en esta nueva etapa. No busca
una justificación sino un equilibrio; lo que llamaba el joven
Nietzsche "la salud", el perdido secreto del paganismo
griego: el pesimismo heroico, creador de la tragedia y la comedia.
Muchas veces habló de Grecia, de sus poetas y filósofos,
de sus mitos y, sobre todo, de su visión de la hermosura:
algo que no es ni físico ni corporal y que tal vez sólo
sea un acorde, una medida. En Ocnos, al hablar del "conocimiento
hermoso" -¿porque conoce a la hermosura o porque todo
conocer es hermosura?- dice que la belleza es medida. Y así,
por un camino que va de la rebelión surrealista al romanticismo
alemán e inglés y de éstos a los grandes mitos
de Occidente, Luis Cernuda recobra su doble herencia de poeta y
español: la tradición europea, el saber y el sabor
del mediodía mediterráneo. Lo que se inició
como pasión polémica y desmesura terminó como
reconocimiento de la medida. Una medida, es cierto, en la que no
caben otras cosas que también son Occidente. Y entre ellas,
dos de las mayores: el cristianismo y la mujer. La "otredad"
en sus manifestaciones más totales: el otro mundo y la otra
mitad de este mundo. Y sin embargo, Cernuda hace fuerzas de flaqueza
y crea un universo en el que no faltan dos elementos esenciales,
uno del cristianismo y otro de la mujer: la introspección
y el misterio amoroso.
No he hablado de otra influencia que fue capital lo mismo en su
poesía que en su crítica, especialmente desde Las
nubes (1940): la poesía moderna de lengua inglesa. En su
juventud amó a Keats y más tarde se sintió
atraído por Blake, pero estos nombres, especialmente el segundo,
pertenecen a lo que podría llamarse su mitad demoníaca
o subversiva: alimentaron a su rebeldía moral. Su interés
por Wordsworth, Browning, Yeats y Eliot es de otra índole:
no busca en ellos tanto una metafísica como una conciencia
estética. El misterio de la creación literaria y el
tema del significado último de la poesía -sus relaciones
con la verdad, con la historia y con la sociedad- le preocuparon
siempre. En las reflexiones de los poetas ingleses encontró,
formuladas de manera distinta o semejante a la suya, respuestas
a estas preguntas. Una muestra de este interés es el libro
que dedicó al pensamiento poético de los líricos
ingleses. No creo equivocarme al pensar que T. S. Eliot fue el escritor
vivo que ejerció una influencia más profunda en el
Cernuda de la madurez. Repito: influencia estética, no moral
ni metafísica: la lectura de Eliot no tuvo las consecuencias
liberadoras que tuvo su descubrimiento de Gide. El poeta inglés
le hace ver con nuevos ojos la tradición poética y
muchos de sus estudios sobre poetas españoles están
escritos con esa precisión y objetividad, no exenta de capricho,
que es uno de los encantos y peligros del estilo crítico
de Eliot. Pero el ejemplo de este poeta no sólo es visible
en sus opiniones críticas sino en su creación. Su
encuentro con Eliot coincide con un cambio en su estética;
consumada la experiencia del surrealismo, no le preocupa buscar
nuevas formas sino expresarse. No una norma sino una mesura, algo
que no podían darle ni los modernos franceses ni los románticos
alemanes. Eliot había sentido una necesidad parecida y después
de The Waste Land su poesía se vierte en moldes cada vez
más tradicionales. Yo no sabría decir si esta actitud
de regreso, en Cernuda y en Eliot, benefició o dañó
a su poesía; por una parte, los empobreció, ya que
sorpresa e invención, alas del poema, desaparecen parcialmente
de su obra de madurez; por la otra, tal vez sin ese cambio habrían
enmudecido o se habrían perdido en una estéril búsqueda,
como sucede aún con grandes creadores como Pound y cummings.
Y ya se sabe que no hay nada más monótono que el innovador
de profesión. En suma, la poesía y la crítica
de Eliot le sirvieron para moderar al romántico que siempre
fue.
Cernuda sintió predilección, desde que empezó
a escribir, por el poema largo. Para el gusto moderno la poesía
es, ante todo, concentración verbal y por eso el poema largo
se enfrenta a una dificultad casi insuperable: reunir extensión
y concentración, desarrollo e intensidad, unidad y variedad,
sin hacer de la obra una colección de fragmentos y sin incurrir
tampoco en el grosero recurso de la amplificación. Un Coup
de dés, concentración verbal máxima en un poco
más de doscientas líneas, algunas de una sola palabra,
es una muestra, para mí la más alta, de lo que quiero
decir. No es el poema breve sino el extenso el que exige el uso
de las tijeras; el poeta debe ejercer, sin remordimiento su don
de eliminación si quiere escribir algo que no sea prolijo,
disperso o difuso. La reticencia, el arte de decir aquello que se
calla, es el secreto del poema breve; en el largo los silencios
no operan como sugestión, no dicen, sino que son como las
divisiones y subdivisiones del espacio musical. Más que una
escritura son una arquitectura. Ya Mallarmé había
comparado Un Coup de dés a una partitura y Eliot ha llamado
a una de sus grandes composiciones: Four Quartets. A Cernuda ese
poema le parecía lo mejor que había escrito Eliot
y varias veces discutimos las razones de esta preferencia, pues
yo me inclinaba por The Waste Land -que, por lo demás, también
debe verse como una construcción musical.
Aunque nuestro poeta no aprendió el arte del poema largo
en Eliot -antes los había escrito y algunos de ellos se cuentan
entre lo más perfecto que hizo-, las ideas del escritor inglés
aclararon las suyas y modificaron parcialmente sus concepciones.
Pero una cosa son las ideas y otra el temperamento de cada uno.
Sería inútil buscar en su obra los principios de armonía,
contrapunto o polifonía que inspiran a Eliot y Saint John
Perse; y nada más lejos del simultaneísmo de Pound
o Apollinaire que el desarrollo lineal, semejante al de la música
vocal, del poema de Cernuda. La melodía es lírica
y Cernuda sólo es, y es bastante, un poeta lírico.
Así, la forma más afín a su naturaleza fue
el monólogo. Los escribió siempre y aún podría
decirse que su obra es un largo monólogo. La poesía
inglesa le enseñó a ver cómo la monodia puede
volverse sobre sí misma, desdoblarse e interrogarse: le enseñó
que el monólogo es siempre un diálogo. En alguno de
sus estudios, alude a la lección de Robert Browning; yo añadiría
la de Pound, que fue el primero en servirse del monólogo
de Browning. (Compárese, por ejemplo, el uso de la interrogación
en Near Perigord y en los poemas largos del último Cernuda.)
Y aquí me parece que debo decir algo sobre un tema que le
preocupó y sobre el que escribió páginas de
gran penetración: las relaciones entre el lenguaje hablado
y el poema.
Cernuda señala que el primero que proclamó el derecho
del poeta a emplear the language really used by men fue Wordsworth.
Aunque no sea del todo exacto que este antecedente constituya el
origen del llamado "prosaísmo" de la poesía
contemporánea, es bueno distinguir entre esta idea de Wordsworth
y la de Herder, que veía en la poesía "el canto
del pueblo". El lenguaje popular, si es que existe realmente
y no es una invención del romanticismo alemán, es
una supervivencia de la era feudal. Su culto es una nostalgia. Jiménez
y Antonio Machado confundieron siempre el "lenguaje popular"
con el idioma hablado y de ahí que hayan identificado este
último con el canto tradicional. Jiménez pensaba que
el "arte popular" no era sino la imitación tradicional
del arte aristocrático; Machado creía que la verdadera
aristocracia residía en el pueblo y que el folklore era el
arte más refinado. Por más diferentes que nos parezcan
estos puntos de vista, ambos revelan una visión nostálgica
del pasado. El lenguaje de nuestro tiempo es otro: es el idioma
hablado en la gran ciudad y toda la poesía moderna, desde
Baudelaire, ha hecho de ese lenguaje el punto de partida de una
nueva lírica. Reacción contra la estética de
lo exquisito y lo raro que habían puesto de moda los poetas
hispanoamericanos, la simplicidad de la llamada poesía popular
española no es menos artificial que las complicaciones de
los modernistas. Influidos por Jiménez, los poetas de la
generación de Cernuda hicieron del romance y la canción
sus géneros predilectos. Cernuda nunca cayó en la
afectación de lo popular (afectación a la que debemos,
de todos modos, algunos de los poemas más seductores de nuestra
lírica moderna) y trató de escribir como se habla;
o mejor dicho: se propuso como materia prima de la transmutación
poética no el lenguaje de los libros sino el de la conversación.
No acertó siempre. Con frecuencia su verso es prosaico, en
el sentido en que la prosa escrita es prosaica, no el habla viva:
algo más pensado y construido que dicho. Por las palabras
que emplea, casi todas cultas, y por la sintaxis artificiosa, más
que "escribir como se habla", a veces Cernuda "habla
como un libro". Lo milagroso es que esa escritura se condense
de pronto en expresiones centelleantes.
Cernuda vio en Campoamor un antecedente del prosaísmo poético;
si lo fuese, sería un antecedente lamentable. No hay que
confundir la charla filosófica de sobremesa con la poesía.
La verdad es que el único poeta español moderno que
ha usado con naturalidad el lenguaje hablado es el olvidado José
Moreno Villa. (El único y el primero: Jacinta la pelirroja
se publicó en 1929.) En realidad, los primeros en utilizar
las posibilidades poéticas del lenguaje prosaico fueron,
aunque parezca extraño, los modernistas hispanoamericanos:
Darío y, sobre todo, Leopoldo Lugones. En los poemas de Campoamor
la retórica de fin de siglo se degrada en expresiones que
son lugares comunes pseudofilosóficos y así constituye
un ejemplo de lo que Breton llama "imagen descendente".
Los modernistas enfrentan el idioma coloquial al artístico
para producir un choque en el interior del poema, según se
ve en Augurios de Rubén Darío, o hacen del habla de
la urbe la materia prima del poema. Este último procedimiento
es el del Lugones del Lunario sentimental. Hacia 1915, el mexicano
López Velarde aprovechó la lección del poeta
argentino y realizó la fusión entre lenguaje literario
y hablado. Sería fastidioso mencionar a todos los poetas
hispanoamericanos que, después de López Velarde, hacen
del prosaísmo un lenguaje poético; será bastante
con seis nombres: Borges, Vallejo, Pellicer, Novo, Lezama Lima,
Sabines... Lo más curioso es que todo esto no viene de la
poesía inglesa sino del maestro de Eliot y Pound: el simbolista
Jules Laforgue. El autor de Complaintes, no Wordsworth, es el origen
de esta tendencia, lo mismo entre los ingleses que entre los hispanoamericanos.
Con frecuencia se dice que Cernuda y, en general, los poetas de
su generación, "cierran" un periodo de la poesía
española. Confieso que no entiendo lo que se quiere decir
con esto. Para que algo se cierre -si no se trata de una extinción
definitiva- es menester que algo o alguien abra otra etapa. Los
actuales poetas españoles, más allá de toda
odiosa comparación, no me parece que hayan iniciado un nuevo
movimiento; inclusive diría que, al menos en materia de lenguaje
y visión -y eso es lo que cuenta en poesía- se muestran
singularmente tímidos. No es un reproche: la segunda generación
romántica no fue menos importante que la primera y dio un
nombre central: Baudelaire. La novedad no es el único criterio
poético. En España ha habido un cambio de tono, no
una ruptura. Ese cambio es natural pero no hay que confundirlo con
una nueva era. Cernuda no cierra ni abre una época. Su poesía,
inconfundible y distinta, forma parte de una tendencia universal
que en lengua española se inicia, con cierto retraso, a fines
del siglo pasado y que aún no termina. Dentro de ese periodo
histórico su generación, en Hispanoamérica
y en España, ocupa un lugar central. Y uno de los poetas
centrales de esa generación es él, Luis Cernuda. No
fue el creador de un lenguaje común ni de un estilo, como
lo fueron en su hora Rubén Darío y Juan Ramón
Jiménez o, más cerca, Vicente Huidobro, Pablo Neruda
y Federico García Lorca. Y tal vez en esto resida su valor
y lo que le dará influencia futura: Cernuda es un poeta solitario
y para solitarios.
En una tradición que ha usado y abusado de las palabras,
pero que pocas veces ha reflexionado sobre ellas, Cernuda representa
la conciencia del lenguaje. Un caso semejante es el de Jorge Guillén,
sólo que mientras la poesía de este último
vive, para emplear la jerga de los filósofos, en el ámbito
del ser, la de Cernuda es temporal: la existencia humana es su reino.
En los dos, más que reflexión, hay meditación
poética. La primera es una operación extrema y total:
la palabra se vuelve sobre sí misma y se niega como significado
del mundo, para significar sólo su propia significación
y, así, anularse. A la reflexión poética debemos
algunos de los textos cardinales de la poesía moderna de
Occidente, poemas en los que nuestra historia simultáneamente
se asume y se consume: negación de sí misma y de los
significados tradicionales, tentativa por fundar otro significado.
Los españoles pocas veces han sentido desconfianza ante la
palabra, pocas veces han sentido ese vértigo que consiste
en ver el lenguaje como signo de la nulidad. Para Cernuda la meditación
-en el sentido casi médico: cuidar- consiste en inclinarse
sobre otro misterio: el de nuestro propio transcurrir. La vida,
no el lenguaje. Entre vivir y pensar, la palabra no es abismo sino
puente. Meditación: mediación. La palabra expresa
la distancia entre lo que soy y lo que estoy siendo; asimismo, es
la única manera de trascender esa distancia. Por la palabra
mi vida se detiene sin detenerse y se ve a sí misma verse;
por ella me alcanzo y me sobrepaso, me contemplo y me cambio en
otro -un otro yo mismo que se burla de mi miseria y en cuya burla
se cifra toda mi redención.
La tensión entre vida ignorante de sí y conciencia
de sí se resuelve en palabra transparente. No en un más
allá imposible sino aquí, en el instante del poema,
pactan realidad y deseo. Y ese abrazo es de tal modo intenso que
no sólo evoca la imagen del amor sino la de la muerte: en
el pecho del poeta, "idéntico a un laúd, la muerte,
únicamente la muerte, puede hacer resonar la melodía
prometida". Pocos poetas modernos, en cualquier lengua, nos
dan esta sensación escalofriante de sabernos ante un hombre
que habla de verdad, efectivamente poseído por la fatalidad
y la lucidez de la pasión. Si se pudiese definir en una frase
el sitio que ocupa Cernuda en la poesía moderna de nuestro
idioma, yo diría que es el poeta que habla no para todos,
sino para el cada uno que somos todos. Y nos hiere en el centro
de ese cada uno que somos, "que no se llama gloria, fortuna
o ambición" sino la verdad de nosotros mismos. Para
Cernuda la poesía tenía por objeto conocerse a sí
mismo pero, con la misma intensidad, fue una tentativa por crear
su propia imagen. Biografía poética, La realidad y
el deseo es algo más: la historia de un espíritu que,
al conocerse, se transfigura. |