Con
la muerte de Pierre Reverdy Francia parece haber perdido al más
puro de sus poetas vivos (sobre eso de la pureza volveremos luego)
y acaso también aquél que mejor representaba hoy
su tradición poética. (Sin olvidar ni menguar al
grande y arbitrario Claudel.) Pero la aceptación de su
tradición no era en Reverdy, naturalmente, mera repetición,
pues que al mismo tiempo la renovaba, transmitiéndola igual
y distinta a los poetas que venían tras de él.
Recuerdo mi encuentro con la obra de Reverdy hace cerca de cuarenta
años. Leía yo por entonces a los grandes poetas
franceses del siglo pasado: Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé,
cuando en aquella Anthologie des Poètes Français
Contemporains que publicara la editorial Simon Kra en 1924, encontré
a un poeta que me atrajo más que los otros contemporáneos
suyos que allí figuraban: Pierre Reverdy. Busqué
sus libros y leí con sorpresa y admiración Les Epaves
du Ciel, donde estaban reunidas sus difícilmente obtenibles
plaquettes anteriores, de verso y de poemas en prosa.
Comprendo que me parecieran entonces justificadas las palabras
que, en la Anthologie anónima de Kra, precedían
a la selección de Reverdy, diciendo que los poetas jóvenes
le escuchaban con respeto igual a aquél con que, los de
su tiempo, escucharon a Mallarmé. Mas no dejaba de darme
cuenta, en la poesía de Reverdy, de una diferencia sutil:
en ella no veía esa suntuosidad de temas y de expresión
que suele parecernos nota característica de la poesía
francesa, aunque en ella no derive tanto hacia lo decorativo como
a veces ocurre en la española. Reverdy se me antojaba un
asceta (eso era antes de su retiro a Solesmes), aunque sin renunciar
por eso a trasladar a sus versos reflejos del encanto del mundo,
del encanto posible y tolerable, quiero decir, con su evidente
rigor espiritual.
Aunque aludí a Reverdy como el más puro de los poetas
que ha tenido Francia en lo que va del siglo, no sin desconfianza
empleé tal adjetivo. Se usó y abusó demasiado
del mismo durante los años subsiguientes a la primera guerra
mundial para que sea posible utilizarlo ahora sin alguna aclaración.
Al llamar puro a Reverdy no aludo a una pureza química,
como aquélla de la poesía "pura", con
la que tantos nos cansaron y aburrieron entonces. Aludo a una
pureza espiritual, ética, de su conciencia como poeta.
Lo suntuoso, lo brillante, lo lujosamente inhumano y un tanto
hueco en los versos de un poeta "puro" a la moda por
aquellos años, no aparece, ni podía aparecer, en
los de Reverdy. Porque tras de éstos estaba una conciencia
poética admirable, que había renunciado lo mismo
al halago superficial de la sociedad como al del mundo visible,
aunque sin renunciar por eso, como ya indiqué antes, a
la hermosura del mismo. Sus poemas tienen siempre carne y alma,
no son nunca abstracciones.
Tan seducido quedé por la obra de Reverdy, que su ejemplo
determinó en parte el rumbo de mi primer libro de versos,
aparecido en 1927. Al decir eso, espero que se disculpe a un desconocido
y a un extranjero* el atrevimiento de una referencia demasiado
personal en esta ocasión. Pero es la única manera
de indicar mi deuda para con Reverdy. Le estimo como poseedor
de un don raro aún entre los poetas mejores, el de guiar,
señalar el rumbo a los poetas más jóvenes
que vienen tras de él. Es decir, ser un maestro.
Con unos pocos objetos exteriores simples y cotidianos (equivalentes
a los que empleaban en sus lienzos algunos pintores contemporáneos
suyos como Braque o Gris), a los que anima con su emoción
reticente, levanta Reverdy sus poemas ya en verso ya en prosa
dotándolos de un latido mágico que parece confundirse
con el del corazón mismo del mundo. Nos seduce por esa
desnudez ascética que, en su tierra, parecería dejarle
privado de halago poético.
Hay un poema en prosa suyo (no recuerdo su título ni puedo
buscarlo ahora ya que sólo tengo a mi alcance un libro
de Reverdy, Main d'uvre, donde no figura), cuyo recuerdo
me persigue como símbolo de su autor. En él, un
hombre que semeja buscar algún refugio, como tantas veces
ocurre en los poemas de Reverdy, halla en el campo una puerta,
una puerta sola, sin paredes a los lados ni habitación
tras de ella; la abre, atraviesa su dintel, la cierra, cobijándose
detrás, como al fin seguro. En ese personaje adivino al
poeta, acosado por algo o en busca de algo, y creyéndose
de momento protegido del mundo y contra el mundo, de su terror
y de su atracción. La poética austeridad de Reverdy
puede darnos en estos poemas tan claros, tan límpidos,
cifra enigmática de la atracción turbia y profunda
que la vida tiene a veces y, al mismo tiempo, de su desolación.
Hubiera deseado confrontar al Reverdy poeta con el Reverdy moralista
y crítico, autor de Le Gant de Crin y Le Livre de mon bord,
ver cómo sus anotaciones y reflexiones aforísticas
son consecuencia de su experiencia humana y poética y cómo
pudiera decirse que ésta, en cierta manera, determinó
su destino en el mundo. Tal vez le hubiera sido imposible el éxito
vulgar que recae sobre la obra efímera de tantos poetas
de valor aparente y que luego, volviéndose contra ellos,
ayuda precisamente a su anulación ulterior. Pero no tengo
tiempo ni a mi alcance los dos libros citados.
Alejado de Francia hace no pocos años y sin contacto con
su ambiente literario, no sé si sería exacto decir
que acaso no se le dedicara a Reverdy la atenta admiración
que su obra merecía. Verdad que, si mi memoria no me equivoca,
¿no fue Baudelaire quien escribió eso de que Francia
no tiene poetas sino a pesar suyo? Mas, sean o no sean de Baudelaire
tales palabras, gran injusticia sería decirlas sólo
de Francia, ya que deben extenderse a cualquier otro país,
a todos los países. De uno sé que, tan a pesar suyo
tiene a sus poetas, que los envía a otro continente, si
antes no decide enviarlos violentamente al otro mundo.
Porque, ¿qué país sobrelleva a gusto a sus
poetas? A sus poetas vivos, quiero decir, pues a los muertos ya
sabemos que no hay país que no adore a los suyos. Si el
mayor defecto de un poeta es estar vivo, ése es defecto
que el tiempo siempre repara. Y puesto que Reverdy ha muerto,
viva pues Reverdy.
La inteligencia y el gusto del público francés son
suficientemente notorios como para esperar de ellos más
pronto o más tarde, si fuera necesario, una revisión,
un reajuste de la opinión acerca de Pierre Reverdy. Verdad
que él está ya fuera del mundo, y aun viviendo en
él mismo, más bien se hubiera dicho que permanecía
precario en su frontera con otro que desde allí entreveía.
Ahora está plenamente fuera de éste nuestro, y esperemos
que haya encontrado aquél que deseaba, libre ya de nuestras
circunstancias y de nuestro caótico acontecer. Nada puede
alcanzarle, ni importarle, de cuanto respecto de él aquí
se diga.
· Estas páginas fueron escritas con destino al número
homenaje que, en recuerdo de Pierre Reverdy, publicó la
revista Mercure de France en enero de 1962.