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Para
Antonio Montaña
Tomábamos
el café bajo el parasol circular, mi rando un mar liso y
restallante de luz y volviendo las espaldas a las casuchas de madera
gris que se veían amontonadas allá abajo como por
un colérico manotazo de gigante. Los barcos paraban allí
a recoger el café que don Francisco Malabert enviaba a los
Estados Unidos. A eso y nada más. Los marineros no bajaban
a beber y pelear en la única taberna del puerto, ni a vaciar
su lujuria en un cuerpo negro o mulato. No; allí sólo
cargar la mercancía —los miles y miles de sacos con
las invariables letras en negro: malabert— y descargar algún
piano de cola, algunas cajas de vino, algunos finos perfumes, algunos
frondosos sombreros o un automóvil último modelo.
Encargos de los altos empleados de la compañía, de
sus mujeres o bien de la misma familia Malabert.
Durante cuatro soleados atardeceres yo había intentado obtener
para mi compañía una importante rebaja sobre una partida
de café, pero a pesar de mi persuasiva labia —de eficacia
comprobada por mi magnífica historia de agente— no
conseguía atraer al viejo hasta la transacción. Aquella
tarde, como las anteriores, don Francisco me escuchaba cortésmente.
Es decir, escuchaba mi voz, atendía a mi gesto, pero rechazaba
las palabras, las ignoraba. Aún me pregunto qué había
de irreductible en aquel mulato sesentón de piel casi azul,
de labios finos, de recortado ademán y elegante atuendo blanco.
Tomaba un sorbito de café, otro de ron, me miraba un momento,
miraba hacia el mar, bebía un trago de café, otro
de ron y me preguntaba, la voz quebrada intentando ocultar el origen
tropical, esforzándose en una buena pronunciación
castellana:
—¿Le parece a usted, don Felipe?
Y yo redoblaba mis razones, traía a colación argumentos
patrióticos. Porque represento a una companía cuyo
membrete, al menos, se imprime en español: la Consolidada
Mercantil, S. A.
Y don Francisco Malabert:
—¿Le parece, don Felipe?
Su pequeña mano cuidaba de que la ceniza del cigarro no cayera
en sus cegadoras ropas. Uno de sus pies, casi de niño, balanceaba
levemente una sandalia.
—¿Le parece a usted, don Felipe?
Aquel hombre tenía colgado el corazón de un cable
de acero. De las rendijas de sus ojos salía muy poco de aquella
mirada que parecía un tranquilo humo interior.
—¿Le parece a usted?
El mar refulgía, el sol giraba en el cielo, carbonizando
los ojos. Un runrún tartajeó en la lejanía,
acercándose hacia nosotros; distinguí sobre la palpitante
llanura de agua un punto que trazaba detrás suyo un surco
de espuma. El punto adquirió el aspecto de un escarabajo
y finalmente su más auténtica apariencia: la de una
lancha movida a motor. El blanco surco se hacía circular,
apuntaba hacia un pequeño embarcadero de la bahía.
Don Francisco Malabert se inclinó, sacando la cabeza del
círculo de sombra y lanzó toda su mirada hacia la
embarcación. Sus ojos no pestañearon hasta que el
runrún no se detuvo en el desembarcadero; y un negro joven,
en pantalón de baño, saltó a tierra, amarró
la lancha y entró en una caseta. Don Francisco recogió
su mirada, suspiró y dijo:
—Muy bien, don Felipe, tendrán ustedes la rebaja.
El asombro y el contento cayeron sobre mí como una catarata
de dólares. Hubo un paréntesis de silencio. Luego,
don Francisco, otra vez la mirada escondida tras las inescrutables
rendijas, el pie columpiando la sandalia, añadió:
—La partida saldrá en cuanto arribe el Espíritu
Tranquilo. ¿Le parece a usted?
La voz se deshizo en el sol, junto con el humo de su cigarro.
Eran
monótonos los días en espera del buque principal de
la flotilla Malabert, el Espíritu Tranquilo. La biblioteca
de aquel caserón de múltiples patios y pasillos sólo
me ofrecía libros sobre historia y economía…
y además en francés. Pensando en la ganancia que arrojaría
mi tanto por ciento en aquella comisión, procuré ser
por lo menos un huésped divertido para la pequeña
y elegante momia azul y sus dos hermanas, doña Rosario Dulce
y doña Gloria de los Ángeles Malabert, solteronas
algo más que maduritas. Había advertido que ninguna
de ellas se hablaba con su hermano, salvo para darle los buenos
días, las buenas tardes y las buenas noches.
De modo que en las sobremesas nocturnas debía repartir mi
conversación entre don Francisco y las dos hermanas, las
dos sesentonas atrincheradas en un acre olor de santidad, en un
silencioso aire de intransigencia; intransigencia para él,
para su mundana elegancia, para su mirada, para sus gestos, o quizá
para algún error cometido en un ayer no muy lejano. En retribución
a mis interesantes charlas, las señoritas me obsequiaron
con repetidos conciertos gramofónicos de Verdi y Schubert.
Una tarde, víspera del arribo del barco, recordé que
no conocía el poblado —que bien podía llamarse
Malabert, porque ése era el nombre del que lo hizo surgir
de la nada, o mejor dicho, del café, en aquella olvidada
costa—. Me extrañaba que el mismo don Francisco no
me hubiera invitado a visitarlo. A decir verdad, nunca había
visto al viejo dar un solo paso más allá del caserón…
Decidí proponer a don Francisco un paseo por sus dominios.
Lo hice cuando admirábamos su amplia colección de
mariposas —mariposas cruelmente fijadas con alfileres al terciopelo
escarlata de sus cajitas—. Don Francisco me miró repentinamente,
algo alterado, despegó los labios, creo que para aceptar.
Escuchamos el frufrú de doña Gloria de los Ángeles
cruzar la sala, perderse en el corredor. Don Francisco bajó
la cabeza.
—Oh, le acompañaría encantado —murmuró—,
pero ellas… Quiero decir, yo… ¿Me disculpará
usted si le digo que me es imposible acompañarlo?
Apresuradamente, me ofreció su automóvil, pero lo
rechacé diciendo que prefería estirar un poco las
piernas. Me despidió con un gesto vago, como si fugazmente
hubiera cruzado su ánimo el intento de retenerme.
Así que recorrí el pueblo. Pero acaso la palabra pueblo
sea un nombre excesivo para aquellas dos líneas paralelas
de casas de madera gris, en medio de las cuales sólo había
un espacio de tierra aplanada, con charcos y pedruscos, que tampoco
merecía llamarse calle, aunque de cuando en cuando pasara
por allí un flamante automóvil. Pero los del lugar
decían pueblo porque había una taberna, una peluquería,
una iglesia, una tienda que tenía de todo un poco. Al final
de la… bien, llamémosla calle, estaba la estación
ferroviaria, con los destartalados furgones que traían de
tierra adentro el café de don Francisco.
En veinte minutos había finalizado mi paseo, y un poco deprimido
busqué el mar. Al pasar por un desembarcadero reconocí
una lancha y un negro joven con pantalón de baño guinda.
Sí, eran los mismos. La lancha se balanceaba en el agua dando
ligeros tirones a la amarra, como si quisiera tímidamente
irse mar adentro. El dueño, con el sombrero de paja inclinado
sobre los ojos y las manos enlazadas bajo la nuca, yacía
sobre ella bien despatarrado, moviendo los dedos de los pies.
—¡Hola, blanco! —gritó al verme—.
¿Paseando?
—Sí —respondí, deteniéndome—.
¿Descansando?
—Ya tú veh. Ehperando la brisa, que no ha de tardá
en llegá. Aquí el só eh un tormento de crihtiano.
Pero tú llevah un buen sombrero pal só. Se ha de sentí
frehquito el melón, ¿no eh verdá, blanco?
Me acerqué a él, divertido.
—Oye blanco, de verdá: súbete aquí a
gosá del balanseo.
Saturado como me hallaba de Verdi, Schubert y familia Malabert,
pensé que la charla del negro me haría olvidarlos;
lo que realmente olvidé era que el sello de los Malabert
estaba impreso en todo, hasta en el aire de aquel lugar. Subí
al bote y una blanquísima sonrisa me saludó desde
el rostro oscuro.
—Tú veh, s’está bien aquí, ¿eh,
blanco?
—Muy bien.
—Es tó lo que yo pido, tó lo que yo pido.
La quietud nos rodeaba. Como si sólo unos metros de agua
se balancearan bajo el bote. Y el sol flameaba arriba, quemando
un cielo blanco. Miré hacia la casa de los Malabert: en la
terraza vigilaba solitario el rojo parasol. El negro había
seguido mi mirada.
—¿Te acomoda don Paco Malabé, blanco?
—Es un caballero —dije.
—Sí señó, qué caraho. Un caballero,
un perfecto caballero. Y una persona de verdá verdá.
Mira, blanco, ahí donde tú lo veh a Paco Malabé
tan caballero y tan millonario, él se venía con mucho
gusto a conversá acá con nosotros…
Meneó la cabeza, mirándose los dedos de los pies.
—Pero no lo dehan… —dijo.
“Imposible”, me había dicho don Francisco. Imposible.
Eso había dicho el poseedor de los cafetales más extensos
del país, el dueño de cuatro barcos de carga y de
todo objeto, animal y ser humano de aquellos lugares.
—Esah cañah sin asúca, esoh esqueletoneh con
faldah no lo dehan ni sacá lah nariseh. Sólo para
ir a misa.
Casi lo tenía en mis oídos: el frufrú de la
falda de doña Gloria de los Ángeles Malabert.
—No lo dehan…
—¿Por qué? —pregunté— ¿Está
enfermo?
—¿Enfermo, dise? Según como tú lo veah.
Sí señó, según como tú lo veah.
Aunque pué que se le llame enfermedá, pué.
—¿Qué le pasa, entonces?
El negro hurgó con su mirada en mis ojos, movió el
brazo hacia atrás, palmeó el motor de la lancha.
—¿Te fijah, blanco? Eh un motó disel. Un disel
de loh buenoh. Arranca casi solito.
Siguió palmeando el metal. Paf paf paf… Callábamos.
La sombra veloz de una gaviota me cruzó la frente sudorosa,
como queriendo enjugármela. Allá lejos, detrás
de las ondulantes paredes de calor, bufaba un automóvil.
—Él me lo regaló —añadió
el negro—. Y te voy a desí por qué, por un favor
de ná, sólo por callarme la boca.
Me miró inclinando la cabeza a un lado, la quijada suelta.
—Oye, blanco, ¿tú me dah tu palabra de caballero
que no se loh cuentah a nadie? ¿Que no cuentah lo que yo
te voy a contá?
—Palabra de caballero.
—Júralo.
—Lo juro.
—Pueh tú veráh…
Una
mañana de domingo. Nepomuceno Sánchez, recostado en
su bote, esperando la brisa que no tardaría en llegar, soñaba
como siempre con su motor diesel y calculaba los años y centavos
de espera que iban de aquel día al motor. Y salían
muchos años, demasiados centavos. Y Nepomuceno suspiraba.
En uno de sus cálculos vio venir las tres correctas figuras
de los Malabert: don Francisco y sus hermanas. Iban al cobertizo
que hacía de cochera, en donde estaría esperándolos
ya con el motor en marcha aquella eficaz combinación de Cadillac
y chofer blanco que don Francisco adquiriera hacía poco.
Don Francisco saludó al joven negro:
—¡Hola, Nepomuceno!
—¡Hola, don Paco! —saludó el negro con
su voz de tronco húmedo—. ¡Hola, niña
Gloria de loh Anheleh, niña Rosario Dulse!
Pero doña Gloria de los Ángeles y doña Rosario
Dulce eran así: no saludaban a un negro aunque les pusieran
brasas bajo los pies. ¡Pobre don Paco, vivir entre esos ehqueletoneh!
Tan buena persona, tan caballero que sus millones y millones no
le impedían tomarse una o dos cervecitas con los negros en
la taberna de Concepción Mejía.
Los Malabert entraron en el cobertizo. Un minuto después
salió de allí el automóvil, un zumbido envuelto
en metal, perdiéndose entre las palmeras calvas y las ondas
que el calor meneaba perezosamente sobre la carretera.
Un enorme, un quieto espacio de sol y silencio. El mar dejando sobre
la arena morosas planchas de agua. Una gaviota repitiendo su milésimo
círculo en la altura. Luego, la silueta recortada en blanco,
de pequeños pasos saltarines, don Paco Malabé, apareció
caminando por la veredita costera, venía hacia Nepomuceno,
ya llegaba, decía:
—Negro, yo quiero que tú vengas a casa, que deseo hablar
contigo.
“Y qué caraho, blanco, yo lo seguí, porque pa’
eso tá uno, y máh cuando la gente eh de verdá
verdá. Y me llevó al caserón, abrió
la puerta y entramoh loh doh en lo ojcuro, tú te imaginah,
ahí loh doh solitoh…”
Los dos, el atlético negro en su traje de baño guinda
y el mulato rico, delgado, pequeño, con sus labios finos,
sus canas, sus ojitos soñadores. Ahí, en la húmeda
sombra del zaguán, a unos pasos del jardín incendiado
en colores.
“Y entonseh noh vimoh un ratito, ¿te fijah?, yo a él
y él a mí. Y luego don Paco Malabé me dise
con una vosesita de ná, me dise:
—Oye negro, ¿tú me hablahteh una vé de
un motó?”
En
aquella mañana dominical, una vez terminado el servicio religioso,
doña Rosario Dulce y doña Gloria de los Ángeles
Malabert vuelven en el impetuoso coche, inquietas porque su hermano
las abandonó en pleno sermón del padre Barriga, y
Paco nunca había hecho eso. Dan prisa al chofer, le palmean
el hombro, para llegar pronto a casa y enterarse de si Paquito está
enfermo, en cuyo caso sacarán de cajones no abiertos en muchísimo
tiempo toda una romería de yerbas medicinales, de pastillas
infalibles, de benéficas pomadas, y le harán tomar
humeantes infusiones, lo acostarán en la gran cama en que
el pobrecito quedará como náufrago, y volverán
a sentir que es un niño que juega al enfermo para darles
oportunidad de sacar a relucir los tesoros de ternura que ellas,
¡ay!, guardan en el interior de sus secas estampas.
Descienden del coche, las dos caminando bajo las sombrillas de color
impreciso (acaso verde, acaso amarillo), las dos agitando los armatostes
que ahuecan sus vestidos; se llegarán al portón de
noble madera labrada, harán que el aldabón, la principesca
mano metálica y verdinegra, dé tres golpes —que
resuenan en todos los pasillos, en todas las habitaciones, en el
jardín, en toda la amplitud inmóvil y callada que
habita la mansión—, esperarán, volverán
a tocar, pero antes del tercer aldabonazo la puerta rechina alejándose
de los nudillos de Rosario Dulce, y un soplo de fresca penumbra
roza a través de los velos los rostros arrugados.
—¿Paquitooo?
Avanzan por el pasillo, sus nerviosos murmullos apagados por el
murmullo de las faldas, avanzan y pasan la sala, una alcoba, y luego
otra —es la de Gloria de los Ángeles, y el armario
muestra los cajones abiertos, desbordando ropas revueltas—,
llegan a la habitación de Paquito, empujan la puerta, y entonces
se han quedado inmóviles, como congeladas por un terrible
fogonazo de magnesio: en la habitación, de pie, hay una mujer
extraña, una mujer pequeña, de piel casi azul, de
labios delgados, de ojitos que encierran un lento humo interior;
luego una fugaz silueta negra y guinda ha saltado por la ventana,
se oye su zambullida en el mar, mientras esa mujer, esa desconocida
mujer de apellido Malabert, sonríe temerosa, recordando que
cuando Paquito, hace muchos años, en la infancia, se disfrazó
de niña, el entonces vivo señor Malabert lo castigó
con dos meses de encierro en casa.
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