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Cuando
se le creía aquí, en su México fraternal y
a veces adverso, ya estaba en otra parte, aunque de todas maneras
nunca dejaba de estar aquí, inasible como una gota de azogue
yendo y viniendo en el filo de la navaja. Ahora está en todas
partes y en ninguna, y se le ve de pie en la luz total y totalitaria
del mediodía, apoyado en el tronco de un árbol hermano
(un fresno, sin duda) y mirando y leyendo los detalles de su pequeña
plaza de Mixcoac, que tiene el nombre de Gómez Farías,
pero es la de su niñez, la de su memoria, la plaza que es
un lugar central suyo y de todo el mundo, pues como decía
Jules Renard: “Mi pueblito es el centro del mundo, porque
el centro del mundo está en cualquier parte.”
Y allí o aquí Octavio Paz mira con mirada clara la
plaza materna, el caserón paterno, la placa con el nombre
de su abuelo Ireneo Paz, y aquella pared cuya rajadura en el muro
era como un sexo femenino abierto, disponible y esquivo, y mentalmente
el poeta reconstruye una lírica geografía de ciudades
y paisajes simultáneos: París que gira no en torno
a la demasiado vista Torre Eiffel, sino en torno a la alegórica
y alquímica Tour Saint-Jacques, y Angkor de enlazadas esculturas
nunca acabando de surgir de la piedra y la selva, y Londres fundada
cada brumosa mañana por las campanadas del Big Ben, y Nueva
York recorrido por el subway febril como por un populoso y tumultuoso
monólogo interior, y Tenochtitlan con el sueño vengativo
de un corazón de oscuras aguas ocultas, y Tokio y su bullente
cuerpo nocturno tatuado de mensajes en gas neón, y M; con
ecos de metralla y retrospectivo grito de “No pasad nuevamente
la Ciudad de México en palimpsesto sobre Technotitlan, y
el Paseo de la Reforma con su pueblo de estatuas célebres
aunque algunas anónimas, y el nocturno barrio de Ildefonso
y el mediodía asolador del Zócalo, y algún
lugar de Yucatán en la estación total entre la piedra
y la flor. Luego la mirada del poeta retornaba como siempre a la
placita Mixcoac, aún viva en la ciudad muerta de México,
ahora degradada a Smógico City.
Lugares de la Historia y de la vida y la obra de Octavio; lugares
leídos con palabras, que son pasos, que vuelven a ser palabras
escritas y nuevamente pasos, una y otra vez y siempre como por primera
vez.
Octavio, de ojos europeos, de manos de indígena mexicano,
voz de niño gozosamente preso en las lejanas órbitas
del trompo y de las canicas dibujadas sobre suelo soleado, donde
en la noche la Luna dejará cicatrices de ramajes.
Octavio avanza con el pensamiento y la mirada y la escritura, sus
únicas armas, entre árbol, piedras, olas, idiomas,
civilizaciones, ideologías, literaturas, pituras, danzas,
ritos, asesinatos, revueltas, revoluciones, hombres de su siglo
y de los otros siglos, y entre sueños y pesadillas de la
Historia, casi sin parpadear, siempre interrogando al instante,
efímero y eterno latido de tiempo, que es el único
y grande irrisorio material de esa ilusión, ese inútilmente
esperanzado invento de todos los hombres de todos los tiempos: la
Eternidad.
“¿No te parece?”, preguntaba dubitativo, alucinado
por su propia mirada clara.
Escribió, entre sus casi innumerables libros, El mono gramático,
en el que la andadura por el camino indio de Galta es a la vez un
viaje en el espacio y en el tiempo y en la ilusión de la
Eternidad, libro de rumorosa escritura en movimiento, de constante
interrogación del camino y del instante en trance de eternizarse.
En sus poemas intentaba mirar a los ojos a las palabras, hacerlas
revelar su secreto, preguntarles por su sentido y su contrasentido,
y a veces, abrazándolas, combatía con ellas.
¿Pero cuál sería su palabra clave, la palabra
central de Octavio Paz? Trato de encontrarla y no me queda en las
manos ninguna palabra-cosa, sino la preposición entre, una
palabra que es lazo, puente, puerta, paso a nivel y a desnivel de
la medianoche al mediodía, trayecto equidistante de la moneda
respecto a la mano que la lanzó y el punto más alto
que alcanzará, y un ir y venir permanente entre la vida y
la literatura como entre vasos comunicantes. (Vasos comunicantes,
me dice un diccionario, son dos recipientes cuyas bases están
unidas por un tubo; si los recipientes contienen el mismo líquido,
el nivel de éste en ambos es idéntico; en caso de
que tengan líquidos de densidades r y r’ distintas,
las alturas h y h’ de las dos superficies libres en los recipientes,
contadas a partir de la superficie de separación de los dos
líquidos, son inversamente proporcionales a las respectivas
densidades:
r
•h = r’ •h’
Se
usan para comparar las densidades de los líquidos, para conocer
el nivel del líquido en una caldera o depósito, etc.)
Y además de la palabra entre, palabra que fluye, palabra
esencial y activa aun si no está visible, si sólo
está implicita en la escritura de Paz, que suele ser de frases
breves, eléctricas salvo cuando se despliega en las fluviales
oraciones- párrafos de El mono gramático, suelen abrirse
los dos puntos ortográficos, verticales, :, como puertas
que dan a otras puertas: andar: escribir: leer: andar: escribir:
hablar: respirar. Poesía: palabras que pasan de la andadura
a la danza. Poema: arquitectura aérea que se hace, se deshace,
se rehace, en giros y equilibrios sobre la página.
Yo
veía a Octavio cenando cada noche en torno a la mesa convivencial
con fantasmas y seres vivos. Le oía conversar entre los fantasmas
Emiliano Zapata y André Breton (¿o serán Emiliano
Breton y André Zapata?). Lo veía enviar mujeres de
lujosa desnudez a la celda donde místicamente Juan de Yepes,
apodado “de la Cruz”, sueña a Dios, o fantasmas
varones a la nocturna / diurna soledad de Sor Juana Inés,
también con su Cruz. Y él no dejaba de articular y
desarticular ideas, deshacerlas y rehacerlas para que no se le petrificaran
en formas de ideología, siempre cuestionando a la Historia
y confrontándola con las mitologías orientales y occidentales
y suyas o ajenas.
Sus poemas los decía con su pequeña voz nada declamatoria.
Y, tanto en el poema como en la conferencia y en la conversación,
su mano izquierda hacía el gesto de lanzar al aire una moneda,
de echar un volado, de jugar al “águila o sol”
como se dice en México, al “cara o cruz” como
se dice en España: el pulgar retenido por un momento, como
un resorte entre los otros dedos plegados, se alzaba súbitamente
para enviar al aire la moneda invisible: la palabra. El gesto era
tal como el de la mano que Tamayo dibujó para la portada
de la primera edición de Águila o sol, y la moneda/palabra
trazaba su curva entre arriba y abajo, entre una idea y otra, entre
una imagen y su contraria, trazando su camino de instantes, y dando
a la página y a la mirada del lector un horizonte de epifanías.
El instante (“¿no te parece?”) es sólo
una gota en la lluvia del tiempo. Un latido entre latidos. Un parpadeo
de la luz. O el colibrí volando en su zumbido de alas, cometa
que cabe en la mano y escapa al horizonte y vuelve a la palma de
la mano.
Ahora el fantasma de Octavio toma al instante como a un pájaro,
lo mira con amor (porque un poeta, aun si aspira a la eternidad,
está enamorado de las criaturas del tiempo), y lo transforma
en palabra y lo posa en la página que leemos. Y desde el
papel la palabra / instante resurge nuevamente, recobra su instante:
su rumor de invisibles alas de águila, su luz de sol de mediodía.
Y qué extraño es que en las páginas de Octavio
Paz apenas haya gerundios, porque el gerundio es un estar pasando,
algo entre esto y lo otro, un instante hacia lo eterno, o viceversa,
o lo contrario, o lo mismo, “¿no te parece?”.
Es decir: el modo en que Octavio, descontento con su condición
de fantasma, logra estar siempre en todas partes, aunque siempre
entre nosotros.
En México no nieva, pero en su placita de Mixcoac Octavio
mira flotar, en la luz del mediodía, la eterna nieve del
Tiempo.
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