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En
el siglo II un tal Alejandro nacido en Paflagonia, queriendo ganarse
la vida y la
fama a costa de la credulidad popular, se asoció a un funámbulo
y prestidigitador de Bizancio llamado Croconas que además
de aprender trucos y pases de ilusionismo había estudiado
los métodos empleados por los macedonios para domar a las
serpientes y hacerlas bailar, saltar al aro, reptar sobre brasas
o bien, retorciendo el cuerpo, formar letras con las que a su vez
formaban mensajes.
Croconas adiestró a Alejandro y los dos, tras recorrer las
provincias del Asia Menor dando espectáculos de prestidigitación,
malabarismo, ilusionismo, ventriloquía, bailes de serpientes
y juegos de espejos, decidieron usar en empresas más ambiciosas
esos artificios a los que Croconas daba un nombre: el Arte.
Conocedor de la leyenda propalada por los poetas de que Esculapio
se mostraba bajo el aspecto de una serpiente, Croconas planeó
una audaz impostura.
En un viejo templo de Calcedonia dedicado a Apolo y destinado a
la demolición los dos socios depositaron una placa de cobre
con un aviso grabado, según el cual Esculapio había
resuelto domiciliarse en la villa paflagona de Abonus. Luego, se
las arreglaron para que incautos pastores de cabras la descubrieran.
Cuando toda la comarca hablaba ya de la placa y su aviso, Alejandro,
vestido como sacerdote de la diosa Cibeles, se presentó en
la plaza, y afirmando haber oído un oráculo de la
Sibila, vaticinó el advenimiento de un hombre hacedor de
prodigios que liberaría a Ausonia y traería la paz
a los paflagones. Hizo esta promesa con un habla mística
y a medias inteligible, hecha de latín, hebreo, griego y
jitanjáforas, y proferida con brío, con sacudidas
y contorsiones y arrojando por la boca chorros de espuma provocados
por una raíz excitante. Al final del impresionante número,
y una vez traducido y dicho en verso por Croconas el oscuro vaticinio,
los presentes quedaron convencidos de hallarse ante un vate poseído
de la verdad divina, lo aclamaron, le ciñeron coronas de
laurel, le ofrendaron dinero y en andas lo pasearon triunfalmente
por la población. Esto se repitió en otros lugares
y un rico aldeano calcedonio propuso que en lo alto de un monte
se levantara un templo a Esculapio.
Mientras se echaban los fundamentos del templo, Croconas había
ocultado allí durante la noche, en la fontana sagrada, un
falso huevo en el que había metido una serpiente recién
nacida. A la mañana siguiente Alejandro, ceñido de
una faja dorada, con pasos vacilantes, espumosos los labios, despeinado
a la manera de los sacerdotes de Cibeles, los ojos en blanco como
poseído del éxtasis, y seguido de una muchedumbre
fascinada, se encaminó al templo, donde, tras hablar de la
prosperidad que gozaría el pueblo, entonó un inédito
himno a Esculapio (primorosamente compuesto por Croconas), y, habiendo
invitado al dios a hacerse visible, hundió un vaso en el
agua de la fontana, gritó: “¡Pueblo de Paflagonia,
he aquí a tu dios!”, sacó el huevo, lo quebró
y dejó salir a la pequeña sierpe. Todos se maravillaron.
Unos pidieron salud, otros honores y riquezas, otros buena fortuna
en el amor, o esas cosas juntas, y se abrazaban y se besaban y se
prosternaban y alzaban los brazos y cantaban a Esculapio.
Al día siguiente Alejandro hizo anunciar que el dios que
se había manifestado tan diminuto y tan reptil había
decidido tomar el tamaño y el aspecto humanos. Los paflagonios
corrieron a admirar el prodigio y hallaron al impostor acostado
en un lecho, vistiendo la túnica que lo identificaba como
profeta y en compañía de una gran serpiente que parecía
fluir rodeando su cuello y cuya cabeza había sido sustituida
por una de dragón, artísticamente fabricada, que mediante
un dispositivo ingeniado por Croconas abría y cerraba las
mandíbulas disparando hacia la cabeza del paflagón
una bifurcada lengua de aparente fuego.
Este prodigio fue divulgado por toda la comarca y atrajo a la casa
de Alejandro cientos de paflagones y mucha gente de las provincias
vecinas o lejanas, y hasta de otros países, que aportaban
ofrendas y regalos.
Alejandro y Croconas pasaron incontables años gozando de
fama, riqueza y honores, gracias sobre todo a que el bizantino periódicamente
inventaba nuevos trucos para mantener la admiración y la
devoción de un público cada vez mayor.
Extendido el renombre de Alejandro hasta Roma, fue llamado en el
año 174 por Marco Aurelio. Las extraordinarias pompa y circunstancia
con las que el emperador filósofo recibió al ahora
llamado Divino Paflagón y su ayudante, unidas a los vaticinios
finamente escenificados con trucos cada vez más complicados
y sutiles, exacerbaron la admiración de los romanos.
Pero la egolatría de Alejandro, el fanatismo de Croconas
por el Arte y un inesperado prodigio vinieron a truncar la carrera
de triunfos. Una noche en que los dos socios, ante el emperador,
la corte y la plebe en estado de idolatría, habían
empezado a producir uno de sus habituales espectáculos con
espejos, luces, aparatos giratorios, trueques de tramoya, convulsiones
e incoherentes declamaciones, ocurrió algo tan inesperado
por el público como por los dos artistas de la impostura.
Y fue que repentinamente las nubes que flotaban en el cielo sobre
Roma descendieron como graciosos espíritus, tomaron en su
seno a Alejandro, volvieron con él a las alturas, lo pasearon
allí largo rato y luego volvieron a descender y lo depositaron
en el marmóreo piso.
Pasado el pasmo del público, llovieron sobre Alejandro las
flores, los anillos de oro, las coronas de laurel, los hurras, los
besos, los cánticos, y el emperador lo nombró el Mayor
Vaticinador de Todos los Siglos. Pero nadie notó que en esta
ocasión Croconas no emitió un solo verso en alabanza
de su compañero.
Esa noche discutieron el bizantino y el paflagón. Croconas,
iracundo, reprochó a Alejandro su poca probidad profesional,
la traición al Arte que había cometido permitiendo
y aprovechando que en el espectáculo interviniera un prodigio
verdadero. Alejandro alegó en su defensa que lo ocurrido
sólo había sido una muestra de que los dioses lo reconocían
como un gran artista. El artista soy yo, dijo Croconas; el que te
ha creado desde la sombra y el anonimato, con los estudios, los
trabajos, la constante invención y la astucia, soy yo; y,
aunque eres un pésimo actor, yo te he puesto magníficamente
en escena con los trucos, los efectos especiales, las tramoyas,
en fin, con las mejores técnicas y estilos de la impostura,
que es un arte, o, mejor dicho, es el Arte; pero no soy yo lo que
importa, sino el Arte, y mira lo que has hecho; has hecho trampa
apartándote del trabajo, la industria, el ingenio, el método,
y en cambio te has abandonado a lo graciosamente dado: la intrusión
de lo divino; y si traicionas al Arte, me traicionas a mí,
no mereces mi amistad ni mis desvelos; eres un payaso indigno, un
mal amigo y un bribón.
Cuando otros prodigios semejantes y aun superiores al del paseo
por el cielo se repitieron, las discusiones se encresparon más
y los dos amigos comenzaron a verse con odio. Un día se golpearon
y Croconas se lanzó contra Alejandro con una daga, le dio
muerte y huyó.
El fallecido vaticinador recibió multitudinarias y fastuosas
ceremonias fúnebres con la presencia del emperador; hubo
una suscripción popular para erigirle una estatua; los poetas
oficiales le dedicaron elegías, los historiadores anotaron
sus hazañas para la posteridad y se propuso una suscripción
pública destinada a levantarle un templo en una de las colinas
de Roma.
Durante años Croconas, con otro nombre y otra apariencia,
devuelto a la pobreza, a la errancia y al oficio de funámbulo
y prestidigitador, hizo sus números en las plazuelas de pueblos
a los que apenas llegaba el latido del imperio. Una noche de insomnio,
hallándose acostado bajo una enramada a la vera del camino,
se le apareció un fantasma.
—¿Qué me quieres? —le preguntó,
pasada la sorpresa.
—Sólo quería ver a un verdadero amigo —respondió
aquello que débilmente evocaba a Alejandro—, y pedirle
que no se atormente por lo que me hizo; en realidad ser un fantasma
no es mala cosa, es el estado filosófico perfecto: está
uno liberado del peso de la carne, de necesidades y pasiones, y
convertido en puro pensamiento.
Hablaron toda la noche. Recordaron los malos y los buenos tiempos,
los triunfos y fracasos compartidos, y cuando llegó el alba,
la hora en que los fantasmas acostumbran disolverse, callaron y
se miraron a los ojos y sintieron que debían despedirse.
Croconas suspiró:
—Quiero que sepas que no te maté por celos de tu gloria,
no fue por envidia ni por ninguna mala pasión sino porque
adulterabas el Arte.
—Eso hace mucho que lo sé —dijo el otro—,
y te pido que me perdones… Ahora, adiós. Sigue cultivando
y sirviendo al Arte, y que tengas fortuna y gloria.
No hubo fortuna ni gloria para Croconas, que continuó presentando
sus espectáculos ante públicos tan escasos en número
como en dineros y en sentido estético. Un día, cuando
desplegaba sus mejores trucos ante los ignaros aldeanos de…,
una enorme rosa surgió a su lado y se levantó por
encima de su cabeza y creció más allá de las
copas de los árboles. Insobornable, Croconas la miró
sin un parpadeo y dijo:
—No hagan caso, es un truco de algún dios —y
siguió con la función.
Llevó consigo el Arte a través de los villorrios,
la pobreza y la vejez, hasta que una de sus serpientes, ¿tal
vez con su consentimiento?, lo mordió y le procuró
la serena muerte. |