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A
Gerardo Deniz
Je
sens vibrer en moi toutes les passions d’un vaisseau qui souffre.
Baudelaire
Poco
antes de la medianoche, entre el 14 y el 15 de abril de 1912, en
su primer viaje y en el quinto día de navegar por el Atlántico
desde Southampton, Inglaterra, a Nueva York, Estados Unidos de América,
el RMS Titanic, de la compañía británica White
Star, el mayor y más lujoso de los buques de pasajeros de
todos los tiempos, un babilónico gran hotel sobre agua, inhundible
según los expertos, cargado de dos mil doscientas personas
(aristócratas, multimillonarios, gente de clase media, obreros
emigrantes, marinos, maquinistas, personal de servicio, fogoneros),
recibió un lateral y deslizado impacto de un iceberg súbitamente
aparecido que antes de alejarse le desgarró las planchas
metálicas del costado de estribor con un ruido que los tripulantes
y pasajeros describirían como un débil rechinar o
el rodar de un millar de canicas o el rasgarse de una pieza de seda
o el roce de un dedo gigantesco en el recubrimiento metálico
del barco, pero que los maquinistas y fogoneros sintieron como la
explosión de una inmensa arma de fuego, como el rugido de
trueno o el zumbido de un potente chorro de agua helada, y, tras
una sacudida que despertó a unos pocos pasajeros, el barco
se detuvo en el que sería el último punto de su trayecto
horizontal y sobreacuático, 41° 46’ N, 50°
14’ 0 e inmediatamente el capitán Edward J. Smith,
que había gozado esa misma noche de una fiesta dada en su
honor por algunos de los más distinguidos viajeros, en la
cual bailó tal vez un vals con la bella y parlanchina condesa
de Rothes, el blanquibarbado y digno capitán Smith, cuyo
imponente porte no respondía a la trivialidad de su apellido,
y que llegado a los sesenta y dos años de edad tenía
ya decidido coronar su larga y eficiente carrera en la companía
marítima White Star retirándose tras ese afamado viaje
en el suntuoso barco que consideraba tan invulnerable como para
haber desdeñado a lo largo del día no menos de siete
mensajes telegráficos de otros barcos acerca de la abundancia
de icebergs en la zona, comprendió que el Titanic no tardaría
en hundirse sino en dos horas cuando mucho, de modo que había
que mantenerlo a flote el mayor tiempo posible, disponer la evacuación
ordenada de los pasajeros en botes salvavidas que, en conjunto,
sólo eran capaces para poco más de la mitad de quienes
iban a bordo, enviar hacia el entorno del vasto mar y la vasta noche
el mensaje telegráfico de petición de socorro, inaugurando
el uso de esa señal compuesta de tres letras Morse: tres
puntos, tres rayas, tres puntos, S. O. S. (que lo mismo puede querer
decir Save our sailors que Save our souls), ordenar que se lancen
andanadas de cohetes luminosos, y resignarse a perecer con su embarcación
según la tradición de la marina, la marina señora
de los mares, la del cantado lema Rule Britannia, Britannia Rule
the seas, oigan ustedes esa canción dentro del cráneo
del capitán Smith, si ese cráneo está en alguna
parte, oigan luego al capitán Smith ordenar a telegrafistas
y coheteros la emisión de mensajes en petición de
socorro, aconsejar a la tripulación: “Comportaos como
súbditos de Su Majestad Británica”, y entre
otras medidas rápidamente tomadas para evitar el pánico
de los pasajeros que empezaban a subir a cubierta, la mayoría
arrancados al sueño, muchos sin poder creer o entender lo
que sucedía, algunos todavía con la copa en la mano
porque habían alargado los toasts en el salón parisién,
otros más jugando a arrojarse los trozos de hielo que dejó
el taimado iceberg antes de seguir su ignoto destino en la noche,
unos pocos temblando ya ante el silbar y rugir del vapor desde la
sección de calderas, y ante la paulatina inclinación
de la proa, el capitán Smith hizo llamar a los miembros de
la banda musical del Titanic, que esa misma noche habían
tocado valses, polkas, romanzas, tangos, cakewalks, ragtimes, en
la fiesta dada al capitán, y que, conocedores ahora de la
situación, recomenzaron la música, quince minutos
después de medianoche, en el mismo salón de primera
clase, y luego pasaron a la entrada de la cubierta de botes y cerca
de la escalera principal, así que mientras los demás
pasajeros corrían, se amontonaban, tropezaban, se abrazaban,
se ponían los chalecos salvavidas en aquella cubierta, e
intentaban meterse a los insuficientes botes de salvamento, allí
estaban aquellos siete músicos de los que, lo siento, sólo
puedo dar el nombre de su director, Wallace Hartley, porque el único
documento gráfico que de ellos he visto es un conjunto de
ovales fotos que un libro reproduce en tamaño tan mezquino
que, si bien los rostros pueden distinguirse, dos con bigotes, dos
con sombrero (de copa uno de ellos), ninguno viejo e incluso uno
con aspecto de muchacho, en cambio quedan minúsculos e ilegibles
sus nombres y la especificación de los instrumentos que tocaban,
y únicamente en una de las imágenes la mano del retratado
descansa sobre el mástil y las cuerdas de un violonchelo,
por lo cual queda suponer, hasta nuevos datos, que la orquesta estaba
formada como cualquiera de su tipo y época, digamos con un
pequeño piano trasladable, un saxofón, o flauta, o
clarinete, un violín o un cello, más acaso un banjo
o ukelele para el ragtime, no sé si una batería de
percusión, no sé, lo único que habría
sobrevivido a la disolución y la corrosión en el fondo
del mar sería algún instrumento metálico, y
cuando los esparcidos restos del Titanic y el barco mismo fueron
hallados por el equipo de Robert D. Ballard en 1985, setenta y tres
años después, no se halló nada parecido a un
instrumento musical, aunque sí se encontraran muchas botellas
de vino y champagne milagrosamente intactas y aun con corcho, y
una cabeza de muñeca y hasta zapatos y botas, y tampoco sé
ni nadie sabe, porque los testimonios de los sobrevivientes no concuerdan,
qué género de piezas tocaban los siete músicos,
se habla sólo de “melodías animadas”,
“miscelánea musical alegre”, “ritmos vivaces
y muy sincopados”, “ragtime”, en fin, yo sólo
me atrevo a suponer que hacia el final, que les llegó hacia
las dos horas y quince minutos de la madrugada del lunes 15 de abril,
ya sumergida la proa, el puente barrido y hundido por el agua, apretujados
en la popa la mayor parte de los 1500 pasajeros que no tuvieron
lugar en los botes, y cuando el capitán Smith hubo dicho
que desde ese momento cada uno debía valerse por sí
mismo, cuando el sacerdote Thomas Byles estaba apresuradamente oyendo
confesiones y dando absoluciones, tal vez los siete valientes músicos
tocaron alguna pieza religiosa o el God Save the King o alguna de
las solemnes cuatro marchas militares escritas entre 1901 y 1907
por Edward Elgar bajo el título Pomp and Circunstance, casi
escucho esa música, casi veo a los siete hombres de pie,
vestidos de etiqueta, muy juntos, en estrecho círculo, tratando
de diluir su miedo y aplicándose concentrada, amorosa, profesionalmente,
a emitir su música, casi se diría aislados del caos,
del tumulto, el griterío de la gente que pasa corriendo,
empujándose, atropellándose, llorando, gritando, gimiendo,
rezando, en torno a ellos, esos siete aparentemente impasibles anglosajones
que, sabiendo ya inútil cualquier esfuerzo por salvar el
barco, por intentar salvarse ellos mismos, ponen su pundonor técnico,
su orgullo de artistas, cualquiera que sea su categoría musical,
en dar un sonido perfecto, llevar bien el tiempo, no soltar notas
falsas, en lograr en fin lo que seguramente, aunque nadie sino ellos
lo advierta, es la mejor performance de sus vidas, quizá
cada uno permitiéndose una parte de solo entre partes de
tutti, mientras el agua ya les moja los pies y es difícil
mantener el equilibrio pues la cubierta ya tiene una inclinación
de casi cuarenta y cinco grados, y de pronto los interrumpe y silencia
el gran estruendo de calderas que estallan, y luego el parpadeo
y súbito apagarse de todas las luces, y la sacudida de la
popa al partirse por el estallido de las calderas, y el desprenderse
del resto del buque, y finalmente sueltan los instrumentos o se
aferran a ellos, todo se abalanza verticalmente, todo se sumerge
en las ávidas, frías, oscuras, feroces aguas, y nuestros
siete (in)mortales músicos se ahogan y son arrastrados al
fondo del océano, allá abajo, a cuatro kilómetros
de profundidad, de silencio, de no música, donde yacieron
desde entonces convirtiéndose como diría Shakespeare
en something rich and strange antes de que el silencioso fondo del
mar corrompa y disuelva sus esqueletos.
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