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Gentlemen,
mes amis, me disculpo: estoy ocupado en agonizar… ¿A
qué vienen ustedes? ¿A pedirme anécdotas, frases
imperecederas, golpes de ingenio, ocurrencias divulgables y un poco
de poesía, y a verme agonizar brillantemente, en “estilo
wildiano”?… Dicen que yo me jactaba de haber puesto
el genio en mi conversación y sólo el talento en mis
obras, pero ¿quién lo dijo?… ¿Acaso fue
ese tal Oscar Wilde, la irlandesa vergüenza de Inglaterra,
de nombre impronunciable en las cenas de la alta sociedad?…
Yo no sé quién es ese Oscar, ese Wilde… Sólo
sé que soy el oscuro Sebastian Melmoth, según estoy
inscrito en el libro del registro del hotel, llevado con tan buena
letra por el amable monsieur Dupoirier, al que Wilde debe no sé
qué inmensa cantidad de francos, pues vivió siempre
por encima de sus posibilidades… Les juro: no soy el que piensan
ustedes, no soy ese lamentable desterrado de su gloria y de su City…
Yo todo lo que puedo hacer, ay, si este jadeo, si estos vómitos,
si estos dolores y estos borborigmos y estos rechinidos del esqueleto
me dejan, es decirles que Oscar Wilde ya murió… O tal
vez está ahora caminando por los bulevares con su última
figura de gran figurón destartalado, despeluchado e incómodo,
con su ridículo abrigo desbordado y de botones a punto de
saltar por la traidora barriga, e irá buscando la fuente
del verde y alucinatorio ajenjo… Acaso diga que un día
volverá a escribir, y nadie se lo cree… Pero, en fin,
si ustedes insisten, es verdad: estuvo aquí conversando conmigo
hace unos momentos, locuaz y chispeante, y me pidió una copa
de ajenjo… Es que parece que el ajenjo es su obsesión,
como la de ese otro ser también literato y sumamente inmoral,
amante de los muchachitos, o muchachotes: el tal Verlaine…
El Wilde de esta tarde no era yo, sino el fantasma de Oscar y mi
propia alucinación… Ya ustedes saben: él aun
en la época en que rebosaba de vida, tenía algo de
fantasma. Ahora yo, su alter ego, he enflaquecido y estoy de color
precadáver, pero él era un gigante y un atleta un
tanto gordo pero horriblemente blanco y, ¿saben?, una lady
que lo sospechaba ya vicioso, y que sin embargo no dejaba de invitarlo
asiduamente a tomar el five o’clock tea para oír sus
chistes y luego distribuirlos como propios, lo apodaba “la
gorda oruga blanca”, qué horror… Y ese Wilde
que ustedes dicen que soy yo, estuvo aquí, al borde mi cama
y de mi agonía, derramando ingenio, y se reía él
mismo de lo que decía, y luego estallaba en sollozos, y poniéndose
repentinamente serio me contó su vida, arguyendo que era
la mía… ¡Por Dios!, ¿he sido alguna vez
Oscar Wilde?… Tal vez… Ya no lo sé… En
fin, confieso que he soñado a veces que era un artista delicado,
un autor de poesía bella aunque un tanto faisandée,
el irlandés que dominó la sociedad inglesa con sus
juegos de palabras, con su cultura oxfordiana, sus ropas exquisitamente
extravagantes, su melena de dos crenchas como de virgen prerrafaelita,
sus manos grandes y blancas y sus paradojas y su diabólico
o angélico sense of humour: el Petronio londinense, el dictador
de la moda y del buen gusto, el gurú esteta de cuyos dictum
y gestos estaban pendientes los snobs, y el dramaturgo que escribía
un teatro en el que la lengua de Shakespeare, de Ruskin, de Walter
Pater, se traducía en una fiesta de equívocos, de
absurdo, de inteligentes tonterías y chisporroteantes chifladuras,
en deslumbrantes tragedias, vistas por el reverso cómico
y frívolo, para hacer desternillarse de risa y aplaudir locamente
a los ingleses y ponerme, perdón, poner a Oscar Wilde en
lo más alto de la fama… ¿Han visto esa Importancia
de llamarse Ernesto que es el juego desesperado e irónico
de las palabras con las que nos escondemos y nos atacamos y deshacemos
todos, un manifiesto contra la engañosa “verdad de
la vida”? Y Oscar Wilde fue casado y tuvo hijos y un respetable
home sweet home, me dicen, y la society lo aplaudía…
Sí, fui por años un ciudadano de corbatas espectaculares,
clavel verde en el ojal y conducta socialmente correcta, pero, ay,
la bestia voluptuosa ronroneaba en mí, ¿o en Oscar?…
Y aclaremos: eso de la bestia no lo digo, uf, despectivamente…
No he deplorado un solo instante de los que dediqué al placer;
eché la perla de mi alma en la copa de vino; descendí
por el sendero de las margaritas al son de las flautas y viví
libando y haciendo miel; pero a final de cuentas eso resultaba empalagoso,
idiota… Continuar la misma vida hubiera sido un error, una
limitación, y Oscar debía ir adelante, tomar el sendero
hacia la mitad oscura del jardín, que también tenía
sus encantos… Decidí que ahora mi nuevo e inexplorado
terreno debía ser el de la tragedia, porque ésa sería
la perla de mi corona, el capítulo final, bien acabado, de
mi leyenda y mi gloria (perdón: la de Oscar)… Sería
mi mejor drama, no puesto en escena, sino en la vida o en el otro
tablado acaso más convincente, más cabal en su ilusión
de realidad: el de las cartas de la Justicia… Era una trampa
y yo deseaba loca, secretamente, inconscientemente quizá,
caer en la trampa… Es más: yo me armé la trampa…
Me ayudaron otros, ¡ese Bossie Douglas, mi amado viejo boy!,
que me usó como un puñal o como un veneno contra mi
perseguidor, su odiado padre, el Marqués de Queensberry,
el inventor de las reglas del boxeo, ¿lo sabían ustedes?,
y un energúmeno en su honorabilidad ridícula…
Pero el que más me empujó a la tragedia fue sobre
todo un enemigo mío y mi mayor amante: Oscar Wilde…
La primera parte del drama sin ficción fue mi apogeo: resplandecían
mi arrogancia, mi genio, mis jeux d’esprit, mi malabarismo
verbal… Yo llevaba la mise en scéne, y el actor que
siempre había alentado en mí, es decir en Oscar, representó
la mejor de sus obras… Pero, hélas, vino el segundo
acto y fui vencido… Venció Queensberry y vencieron
los acusadores y los mercenarios testigos y, en fin, una Inglaterra
virtuoso, de sanas costumbres y maneras, fortaleza de la moral y
del indigesto plumb cake, y entonces me coronaron de espinas y sombras,
me engrandecieron como el príncipe del mal y del vicio, como
antes lo fui del ingenio y la belleza: el verbócrata supremo…
No sabían, acaso no lo sabía yo, que Oscar Wilde mismo
era el que iba tejiendo los hilos en el revés de la trama…
En esas ráfagas de sueño que aún me asaltan,
me veo condenado, encarcelado, desangrándome los dedos en
la fabricación de cestos, paladeando mi desgracia como el
más fino licor, escribiendo mi mejor poema, La balada de
la Cárcel de Reading, porque las canciones más bellas
son las más desesperadas… ¿Un poema algo melodramático?
Así es, si queréis… Fui el desdichado, el despojado,
el viudo, el tenebroso, el voluntariamente ciego Príncipe
Feliz de mi hermoso cuento tristísimo… Y luego hice
la mejor confesión, tan hipócrita, tan secretamente
sincera: la Epistola in carcere et vinculis, apodada De profundis
(mal título, pues lo único grande está en la
superficie), en la que yo mismo, con mi mejor prosa, gesticulo en
el tribunal (¿el teatro?) de mi ego…
Y bueno, Oscar el proscrito, el desterrado, ya no escribirá,
pues el oscuro Sebastian Melmoth se lo ha prohibido… La tragedia
de mi vida ya está bien así; lávenla, péinenla
con raya en medio y hermosas crenchas a los lados, y únanla
a mis Obras Completas, que deberán imprimirse en papel Biblia…
Y ahora, con su amable permiso, voy a morir como corresponde…
Este chirriar de huesos, estos vómitos, gases y estertores,
esta agonía, esta viva putrefacción visceral, esta
farsa espantosa y vulgar de morirse, como si hubiesen triunfado
las buenas almas, los decentes ciudadanos acusadores, los justos
jueces, la sociedad correcta que ayer me aplaudió y hoy me
escupe, es en verdad mi hora de triunfo… Yo, Oscar Fingal
O’Flahertie Wills Wilde, autor de cuentos inmortales, de apólogos
morales e inmorales, y de las más trágicas comedias
de risa, y de una fastuosa literatura hablada, yo, en las últimas
palpitaciones del fin de siècle, vivo mi muerte y gozo mi
victoria definitiva… Y sólo pido que se me juzgue ahora
en esa foto de otros tiempos míos, los de mi esplendor. Aparte
lo demodé del atuendo y la pose y de cierta flotante cursilería,
¿verdad que estoy allí muy vivo, y que era yo una
obra de arte, a mi manera? ¿Y verdad que he triunfado?. |