Enero 2003 , Nueva época No. 61 Xalapa • Veracruz • México
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Homenaje a Antonin Artaud
André Breton

 

Señoras,
Señores,
No sin resistencia por mi parte acudo a la llamada de los organizadores del acto de esta tarde. Si no fuese por la imperiosa obligación moral de hallarme entre ellos para celebrar a un ser de los más impares y festejar la vuelta de un amigo, particularmente querido, a unas condiciones de vida menos abominables, hubiera preferido que se me dispensase de este preámbulo. Pues, en efecto, llevo pocos días en París y tan larga ausencia me resulta adversa a la hora de poderme cerciorar de que ya he vuelto a entrar en el diapasón de esta ciudad, de que en nada sigo ajeno a las corrientes sensibles que la surcan, de que de golpe sabré situar mi voz. Pero sobre todo no ocultaré que afronto con inquietud esa propensión absolutamente nueva con la que me encuentro a perseguir —o a permitir de buen grado que se persigan— con un proyector de feria ciertos movimientos del espíritu que mis amigos y yo imaginábamos no acomodarse sino a la media luz. So pena de ver disolverse en ello nuestra propia sustancia —es decir, de volver a caer en la norma más inaceptable, más irritante hoy que nunca—; so pena de permitir que una serie de deserciones individuales pueda suponer un fracaso espiritual colectivo que, al sobrevenir tras tantos otros, hará aún más arrogante todo lo que nosotros hemos despreciado y aborrecido, estimo que debemos reaccionar de forma implacable. El lugar de resolución de cuanto se ha buscado y, así lo espero al menos, todavía se busca auténticamente bajo el nombre de surrealismo, no nos engañemos en esto, en modo alguno podría ser en 1946 la plaza pública. Sobre las condiciones de pensamiento y de actividad flotan tales maleficios a escala universal, tan grande es la amenaza para quienes persisten en mendigar sufragios a título personal o en proveerse de supuestos títulos de gloria retrospectivos. En función incluso de los acontecimientos de estos últimos años, yo añado que parece abocada al ridículo toda forma de «compromiso» que no supere este objetivo triple e indivisible: transformar el mundo, cambiar la vida, rehacer pieza por pieza el entendimiento humano.
Antonin Artaud es, en nuestros días, quien más temerariamente lejos se ha internado —solo— por ese camino y, no obstante, las anteriores consideraciones me impiden sacar al aire libre su mensaje, dramático donde los haya, así como relatar su experiencia social, excepcionalmente dolorosa. Me parece que de obrar así traicionaría a la propia causa que nos es común a él y a mí, que expondría ante el primero que llegase una prenda sagrada. Con más de veinte años a nuestra espalda, siento brotar esa esperanza irreprimible que a algunos nos ha condicionado y elevado por encima de nosotros mismos. Pienso en todo cuanto nos poseyó entonces, en aquel torrente que nos precipitaba hacia adelante, arrastrando en una risa de cascada cuanto se nos oponía. En cada nueva generación es el secreto de una energía semejante lo que hay que volver a encontrar. Cada vez que se me ocurre evocar —con nostalgia— lo que fue la reivindicación surrealista tal y como se expresaba en su pureza y en su intransigencia originales, es la personalidad de Antonin Artaud, magnífico y negro, la que se me impone, es cierta entonación de su voz la que pone hilos de oro al murmullo. Y es le Pèse-Nerfs, y es l’Ombilic des Limbes, y es ese número 3 de la Révolution surréaliste, compuesto enteramente a su gusto por Artaud, el que, en la colección de dicha revista, alcanza el punto culminante de fosforescencia, me devuelve el estremecimiento de la verdadera vida mostrándome al hombre en su intento de asaltar las cimas hacia y contra el propio rayo. Antonin Artaud: yo no he de dar cuenta por él de lo que él ha vivido ni de lo que él ha sufrido. Que, sobre todo, no se espere de mí ningún encartamiento particular: los procedimientos clínicos de los que nuestro amigo bien podría tener que quejarse, me guardaré muy bien de imputárselos a un hombre conocido por algunos de nosotros —que todo nos induce a creer comprensivo y en las mejores disposiciones a su respecto—, sino más bien a una institución cuyo carácter anacrónico y bárbaro no nos cansaremos de denunciar y cuya propia existencia —con cuanto incuba de campos de concentración y de cámaras de tortura—, supone en sí misma una acusación decisiva contra la pretendida civilización de hoy.
No perdamos de vista que bajo cielos diferentes del vacío cielo de Europa, la palabra incesantemente inspirada de Antonin Artaud hubiese sido acogida con extrema deferencia, que hubiese sido, por su naturaleza, capaz de llevar muy lejos a la colectividad (pienso particularmente en la acogida y la suerte privilegiadas que han reservado a los extraordinarios testigos de su mismo temple las poblaciones indias). Me he hecho demasiado poco adepto al viejo racionalismo, que unánimemente repudiamos en nuestra juventud, para revocar el testimonio extraordinario con el pretexto de tener en su contra el sentido común. Y ése es el sosiego que yo quisiera procurar al propio Antonin Artaud cuando le veo afectarse ante el hecho de que mis recuerdos de la década más o menos atroz que acabamos de vivir no corroboren exactamente los suyos1. Yo sé que Antonin Artaud ha visto, en el sentido en que vio Rimbaud y, antes que él, Novalis y Arnim habían hablado de ver. Importa bastante poco, tras la publicación de Aurélia, que cuanto así haya sido visto no concuerde con lo que es lo objetivamente visible. El drama estriba en que la sociedad, a la que nos honramos cada vez menos en pertenecer, persista en reprochar al hombre, como si se tratase de un crimen sin posible expiación, el pasar al otro lado del espejo. En nombre de todo lo que más que nunca llevo en el corazón, yo aclamo la vuelta a la libertad de Antonin Artaud en un mundo donde la propia libertad está por rehacer; más allá de todas las prosaicas negaciones, yo deposito toda mi fe en Antonin Artaud, hombre de prodigios; yo saludo en Antonin Artaud la negación desesperada, heroica, de todo cuanto morimos de vivir.

1946

Traducción de Ramón Cuesta
y Ramón García Fernández