|
Para
Carlos Monsiváis
Sé
que me llamo Victorio. Sé que creen que estoy loco (versión
cuya insensatez a veces me enfurece, otras tan sólo me divierte).
Sé que soy diferente a los demás, pero también
mi padre, mi hermana, mi primo José y hasta Jesusa, son distintos,
y a nadie se le ocurre pensar que están locos; cosas peores
se dicen de ellos. Sé que en nada nos parecemos al resto
de la gente y que tampoco entre nosotros existe la menor semejanza.
He oído comentar que mi padre es el demonio y aunque hasta
ahora jamás haya llegado a descubrirle un signo externo que
lo identifique como tal, mi convicción de que es quien es
se ha vuelto indestructible. No obstante que en ocasiones me enorgullece,
en general ni me place ni me amedrenta el hecho de formar parte
de la progenie del maligno.
Cuando un peón se atreve a hablar de mi familia dice que
nuestra casa es el infierno. Antes de oír por primera vez
esa aseveración yo imaginaba que la morada de los diablos
debía ser distinta (pensaba, es claro, en las tradicionales
llamas), pero cambié de opinión y di crédito
a sus palabras, cuando luego de un arduo y doloroso meditar se me
vino a la cabeza que ninguna de las casas que conozco se parece
a la nuestra. No habita el mal en ellas y en ésta sí.
La perversidad de mi padre de tanto prodigarse me fatiga; le he
visto el placer en los ojos al ordenar el encierro de algún
peón en los cuartos oscuros del fondo de la casa. Cuando
los hace golpear y contempla la sangre que mana de sus espaldas
laceradas muestra los dientes con expresión de júbilo.
Es el único en la hacienda que sabe reír así,
aunque también yo estoy aprendiendo a hacerlo. Mi risa se
está volviendo de tal manera atroz que las mujeres al oírla
se persignan. Ambos enseñamos los dientes y emitimos una
especie de gozoso relincho cuando la satisfacción nos cubre.
Ninguno de los peones, ni aun cuando están más trabajados
por el alcohol, se atreve a reír como nosotros. La alegría,
si la recuerdan, otorga a sus rostros una mueca temerosa que no
se atreve a ser sonrisa.
El miedo se ha entronizado en nuestras propiedades. Mi padre ha
seguido la obra de su padre, y cuando a su vez él desaparezca
yo seré el señor de la comarca: me convertiré
en el demonio: seré el Azote, el Fuego y el Castigo. Obligaré
a mi primo José a que acepte en dinero la parte que le corresponde,
y, pues prefiere la vida de la ciudad, se podrá ir a ese
México del que tanto habla, que Dios sabe si existe o tan
sólo lo imagina para causarnos envidia, y yo me quedaré
con las tierras, las casas y los hombres, con el río donde
mi padre ahogó a su hermano Jacobo y, para mi desgracia,
con el cielo que nos cubre cada día con un color distinto,
con nubes que lo son sólo un instante para transformarse
en otras, que a su vez serán otras. Procuro levantar la mirada
lo menos posible, pues me atemoriza que las cosas cambien, que no
sean siempre idénticas, que se me escapen vertiginosamente
de los ojos. En cambio, Carolina, para molestarme, no obstante que
al ser yo su mayor debería guardarme algún respeto,
pasa ratos muy largos en la contemplación del cielo y en
la noche, mientras cenamos, cuenta, adornada por una estúpida
mirada que no se atreve a ser de éxtasis, que en el atardecer
las nubes tenían un color oro sobre un fondo lila, o que
en el crepúsculo el color del agua sucumbía al del
fuego y otras boberías por el estilo. De haber alguien verdaderamente
poseído por la demencia en nuestra casa sería ella.
Mi padre, complaciente, finge una excesiva atención y la
alienta a proseguir, ¡como si las necedades que escucha pudieran
guardar para él algún sentido! Conmigo jamás
habla durante las comidas, pero sería tonto que me resintiera
por ello, ya que por otra parte sólo a mí me concede
disfrutar de su intimidad cada mañana, al amanecer, cuando
apenas regreso a la casa y él, ya con una taza de café
en la mano que sorbe apresuradamente, se dispone a lanzarse a los
campos a embriagarse de sol y brutalmente aturdirse con las faenas
más rudas. Porque el demonio (no me lo acabo de explicar,
pero así es) se ve acuciado por la necesidad de olvidarse
de su crimen. Estoy seguro de que si yo ahogara a Carolina en el
río no sentiría el menor remordimiento. Tal vez un
día, cuando pueda librarme de estas sucias sábanas
que nadie, desde que caí enfermo, ha venido a cambiar, lo
haga. Entonces podré sentirme dentro de la piel de mi padre,
conocer por mí mismo lo que en él intuyo, aunque,
desgraciada, incomprensiblemente, entre nosotros una diferencia
se interpondrá siempre: él amaba a su hermano más
que a la palma que sembró frente a la galería, y que
a su yegua alazana y a la potranca que parió su yegua; en
tanto que Carolina es para mí sólo un peso estorboso
y una presencia nauseabunda.
En estos días, la enfermedad me ha llevado a rasgar más
de un velo hasta hoy intocado. A pesar de haber dormido desde siempre
en este cuarto, puedo decir que apenas ahora me entrega sus secretos.
Nunca había, por ejemplo, reparado en que son diez las vigas
que corren a través del techo, ni que en la pared frente
a la cual yazgo hay dos grandes manchas producidas por la humedad,
ni en que, y este descuido me resulta intolerable, bajo la pesada
cómoda de caoba anidaran en tal profusión los ratones.
El deseo de atraparlos y sentir en los labios el latir de su agonía
me atenaza. Pero tal placer por ahora me está vedado.
No se crea que la multiplicidad de descubrimientos que día
tras día voy logrando me reconcilia con la enfermedad, ¡nada
de eso! La añoranza, a cada momento más intensa, de
mis correrías nocturnas es constante. A veces me pregunto
si alguien estará sustituyéndome, si alguien cuyo
nombre desconozco usurpa mis funciones. Tal súbita inquietud
se desvanece en el momento mismo de nacer; me regocija el pensar
que no hay en la hacienda quien pueda llenar los requisitos que
tan laboriosa y delicada ocupación exige. Sólo yo
que soy conocido de los perros, de los caballos, de los animales
domésticos, puedo acercarme a las chozas a escuchar lo que
el peonaje murmura sin obtener el ladrido, el cacareo o el relincho
con que tales animales denunciarían a cualquier otro.
Mi primer servicio lo hice sin darme cuenta. Averigüé
que detrás de la casa de Lupe había fincado un topo.
Tendido, absorto en la contemplación del agujero pasé
varias horas en espera de que el animalejo apareciera. Me tocó
ver, a mi pesar, cómo el sol era derrotado una vez más
y con su aniquilamiento me fue ganando un denso sopor contra el
que toda lucha era imposible. Cuando desperté, la noche había
cerrado. Dentro de la choza se oía el suave ronroneo de voces
presurosas y confiadas. Pegué el oído a una ranura
y fue entonces cuando por primera vez me enteré de las consejas
que sobre mi casa corrían. Cuando reproduje la conversación
mi servicio fue premiado. Parece ser que mi padre se sintió
halagado al revelársele que yo, contra todo lo que esperaba,
podía llegar a serle útil. Me sentí feliz porque
desde ese momento adquirí sobre Carolina una superioridad
innegable.
Han pasado ya tres años desde que mi padre ordenó
el castigo de la Lupe, por malediciente. El correr del tiempo me
va convirtiendo en un hombre y gracias a mi trabajo he sumado conocimientos
que no por serme naturales dejan de parecerme prodigiosos: he logrado
ver a través de la noche más profunda; mi oído
se ha vuelto tan fino como lo puede ser el de una nutria; camino
tan sigilosa, tan, si se puede decir, aladamente, que una ardilla
envidiaría mis pasos; puedo tenderme en los tejados de los
jacales y permanecer allí durante larguísimos ratos
hasta que escucho las frases que más tarde repetirá
mi boca. He logrado oler a los que van a hablar. Puedo decir, con
soberbia, que mis noches rara vez resultan baldías, pues
por sus miradas, por la forma en que su boca se estremece, por un
cierto temblor que percibo en sus músculos, por un aroma
que emana de sus cuerpos, identifico a los que una última
vergüenza, o un rescoldo de dignidad, de rencor, de desesperanza,
arrastrarán por la noche a las confidencias, a las confesiones,
a la murmuración.
He conseguido que nadie me descubra en estos tres años; que
se atribuya a satánicos poderes la facultad que mi padre
tiene de conocer sus palabras y castigarlas en la debida forma.
En su ingenuidad llegan a creer que ésa es una de las atribuciones
del demonio. Yo me río. Mi certeza de que él es el
diablo proviene de razones más profundas.
A veces, sólo por entretenerme, voy a espiar a la choza de
Jesusa. Me ha sido dado contemplar cómo su duro cuerpecito
se entreteje con la vejez de mi padre. La lubricidad de sus contorsiones
me trastorna. Me digo, muy para mis adentros, que la ternura de
Jesusa debía dirigirse a mí, que soy de su misma edad,
y no al maligno, que hace mucho cumplió los setenta.
En varias ocasiones ha estado aquí el doctor. Me examina
con pretensiosa inquietud. Se vuelve hacia mi padre y con voz grave
y misericordioso declara que no tengo remedio, que no vale la pena
intentar ningún tratamiento y que sólo hay que esperar
con paciencia la llegada de la muerte. Observo cómo en esos
momentos el verde se torna más claro en los ojos de mi padre.
Una mirada de júbilo (de burla) campea en ellos y ya para
esos momentos no puedo contener una estruendosa risotada que hace
palidecer de incomprensión y de temor al médico. Cuando
al fin se va éste, el siniestro suelta también la
carcajada, me palmea la espalda y ambos reímos hasta la locura.
Está visto que de entre los muchos infortunios que pueden
aquejar al hombre, los peores provienen de la soledad. Siento cómo
ésta trata de abatirme, de romperme, de introducirme pensamientos.
Hasta hace un mes era totalmente feliz. Las mañanas las entregaba
al sueño; por las tardes correteaba en el campo, iba al río
o me tendía boca abajo en el pasto esperando que las horas
sucedieran a las horas. Durante la noche oía. Me era siempre
doloroso pensar y evitaba hacerlo. Ahora, con frecuencia se me ocurren
cosas y eso me aterra. Aunque sé que no voy a morir, que
el médico se equivoca, que en el Refugio necesita haber siempre
un hombre, pues cuando muere el padre el hijo ha de asumir el mando:
así ha sido desde siempre y las cosas no pueden ya ocurrir
de otra manera (por eso mi padre y yo, cuando se afirma lo contrario,
estallamos de risa). Pero cuando solo, triste, al final de un largo
día comienzo a pensar, las dudas me acongojan. He comprobado
que nada sucede fatalmente de una sola manera. En la repetición
de los hechos más triviales se producen variantes, excepciones,
matices. ¿Por qué, pues, no habría de quedarse
la hacienda sin el hijo que sustituya al patrón? Una inquietud
peor se me ha incrustado en los últimos días, al pensar
que es posible que mi padre crea que voy a morir y su risa no sea,
como he supuesto, de burla hacia la ciencia, sino producida por
el gozo que la idea de mi desaparición le produce, la alegría
de poder librarse al fin de mi voz y mi presencia. Es posible que
los que me odian le hayan llevado al convencimiento de mi locura
En
la capilla que los Ferri poseen en la iglesia parroquial de San
Rafael hay una pequeña lápida donde puede leerse:
Victorio
Ferri
murió niño
su padre y hermana lo recuerdan con amor.
México,
1957
|