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Los
sueños felices suelen ser escasos y difícilmente recordables.
Despertamos de ellos con la sonrisa en los labios; durante un instante,
paladeamos el mínimo fragmento que retiene la memoria y es
posible que nuestra sonrisa se transforme en risa plena. Pero basta
salir de la cama para que ese sueño alegre se desvanezca
para siempre. Durante el día, en ningún momento se
nos ocurre repetir o ampliar la dicha que hemos conocido.
Por el contrario, los otros, los sueños angustiosos, los
de terror, las pesadillas monstruosas, pueden no dejarnos en paz
aun durante varios días. Nos obligan a ejercer un ansioso
rastreo que pocas veces se ve coronado por el éxito total.
Nos asimos a cualquier hilo suelto en el intento de recomponer varios
fragmentos oscuros y embrollados, vagas parodias de escenarios,
migajas de las que nos valemos para reconstruir la opresiva experiencia
nocturna. Tenemos plena conciencia de que estamos fabricando una
acción narrativa que sólo en parte corresponde a la
atmósfera ominosa que nos perturbó durante la noche.
Los especialistas dicen que la función de esos sueños
angustiosos consiste en descargar al exterior una energía
innecesaria, de tipo venenoso, creada, por alguna extraña
razón, por nuestro propio organismo. El sueño implica
una defensa o un presagio. Morir significa dar por terminado un
periodo y el anuncio de otro mejor. ¡Un renacimiento! En nuestro
interior se ha realizado una limpia sin que haya en ningún
instante participado la voluntad personal. Más tarde, al
buscar conscientemente los residuos del sueño, tejemos con
ellos una historia a la que proveemos de rostros y ademanes pertinentes
para dar cuerpo a los fantasmas que pululan en nuestro subsuelo.
Al reconocerlos, pero ya en plena vigilia, los desconstruimos, aniquilamos
sus poderes maléficos y los alejamos de nuestro espacio psíquico.
De no ser así, ¿qué sentido tendría
entonces el esfuerzo invertido en recobrar los fragmentos perdidos
y aunarlos otra vez? Sólo un masoquismo colectivo, sin más
extendido de lo deseable, sostendría esa posibilidad. Y no
creo que por ahí vayan las cosas.
Debo haber tenido veinte o veintiún años (lo infiero
porque a esa edad comencé a vivir solo, en un departamento
en Londres) cuando se presentó en mis sueños un personaje
desconocido, parecía compendiar el infinito espectro de la
maldad humana. Su rostro sólo daba cabida a la infamia. A
primera vista, podía parecer un hombre común y corriente,
pero mirarlo por segunda vez producía pavor, más aún
estar cerca de él. Desperté aterrado. Horas más
tarde, al salir a la calle, reconocí al siniestro individuo
con quien había soñado. Quedé anonadado. Había
leído en Jung algo sobre las premoniciones contenidas en
ciertos sueños. Relataba el autor suizo la experiencia de
algunos pacientes suyos que habían soñado una catástrofe
y habían sido después víctimas de un siniestro
semejante. Una premonición parapsicológica. Pensé
que ese sueño trataba de prevenirme contra la existencia
de una fuerza demoniaca que rondaba mi casa. No había soñado
con un ser imaginario sino con uno real, al cual había visto
con mis propios ojos a unos cuantos metros del edificio donde vivía.
Por la tarde visité a una amiga psicóloga y le relaté
el incidente. Opinó que posiblemente había visto a
alguien a quien, quizás por un simple detalle, había
transformado en el temido personaje de mi sueño. Es decir,
por un mecanismo de identificación había borrado los
rasgos originales del hombre soñado y le había prestado
los del individuo que pasó a mi lado en la calle. Desde entonces
soy consciente de que buena parte de lo que creemos recordar son
elaboraciones a posteriori, y que esa condición las hace
indispensables para el trabajo analítico.
Nunca se sueña tanto como cuando se está sometido
a un tratamiento de psicoanálisis. Uno despierta a cualquier
hora de la noche y anota en el primer papel al alcance de la mano
lo que se acaba de vivir en la penumbra. Parecería que soñar
sólo cobra sentido al relatarle esa experiencia al psicoanalista
y ganar puntos en su apreciación. Uno de los mayores placeres
del analizado es someter al ejercicio de interpretar lo soñado,
esbozar una primera exégesis y escuchar al analista solicitar
otra interpretación porque esa primera le parece muy obvia,
o muy plana, o muy desvaída; exponer luego otra y otra hasta
que llega el momento en que el paciente ya no habla de sus visiones
nocturnas sino de ciertos problemas reales a los que se ha acercado
a través del sueño casi sin advertirlo. Y eso, me
imagino, sólo puede ocurrir cuando se está bajo la
casi muda tutela de un especialista; dudo que haya quien en soledad
se obligue al mismo esfuerzo. Lo más común es que
el soñante repase a solas durante unos minutos sus visiones
y trate de aclararlas por mera fórmula; en realidad no se
propone interpretar un sueño, no intenta buscar sus sentido,
se conforma con someterlo al proceso de ordenarlo para poder contárselo
a la primera persona a la que atrape. Y ya al relatarlo a un tercero,
al darle alguna coherencia, se produce, sin proponérselo,
un ejercicio de ficcionalización, de distanciamiento, de
“extrañamiento”, que en sí algo tendrá
de terapéutico.
Me parece que se ha abusado del adjetivo “onírico”
al calificar fenómenos que escapan a la noción habitual
de realidad. Se dice que El jardín de las delicias y El carro
del heno están marcados por un registro onírico. En
esos cuadros, como en todo El Bosco, hay personajes con más
piernas y brazos de los que son necesarios, hombres y mujeres con
raíces en los pies y ramas espinosas en la cabeza, animales
inverosímiles, ratas cabalgadas por jinetes tan monstruosos
como ellas, cuerpos consistentes sólo de una cabeza desmesurada
de la que nace un par de pies, vehículos extravagantes, enanos
que nacen de huevos sanguinolentos, hombres de cuyos anos nacen
parvadas de cuervos. En fin, todos estamos acostumbrados a calificar
esos excesos como oníricos, igual que llamamos onírica
a La nariz, el genial relato de Gogol donde una mañana un
hombre despierta sin nariz y dedica los siguientes días a
buscarla y hacerla volver a su lugar. La nariz se disfraza incesantemente,
llega hasta ser un imponente Mariscal de Campo para confundir a
su perseguidor, sin que nadie en las calles de Petersburgo muestre
el menor asombro ante esas metamorfosis.
¿Tendrá alguien la capacidad de soñar mundos
tan fabulosos y extravagantes como aquellos? Ni siquiera puedo imaginarlo.
Mi experiencia personal es tan limitada que no concibe que alguien
en su sano juicio pueda llegar a tan envidiables excesos. Tal vez
el uso de alcaloides y otros estímulos químicos pueda
concitar esas imágenes. De cualquier modo, me permito aventurar
que tanto las obras de El Bosco como las de Gogol tienen su punto
de partida en la vigilia, no en el sueño: son frutos de la
imaginación y de la fantasía. Los mecanismos oníricos
son diferentes. Jamás me he visto en sueños con un
cuerpo y un rostro diferentes a los míos propios, mis órganos
aparecen en el lugar que les corresponde y en el transcurso del
sueño no me convierto en jaguar, ni en vampiro ni en salamandra.
No floto en el aire, sino viajo en avión como Dios manda.
Registro lo que me rodea, pero soy más que una cámara.
Soy la cámara y yo mismo, extraviado, perseguido, atrapado,
enjuiciado.
Hay un sueño que relata Borges que me deja muy perturbado,
pues niega esa regularidad que sostengo. El escritor soñó
haber encontrado a un amigo, el cual parecía ocultar la mano
derecha; en cierto momento Borges advierte que se ha convertido
en la garra de un ave.
Si algo caracteriza a mis pesadillas es su infinita capacidad de
agobio. No son tan ricas de motivos como los cuadros de El Bosco.
Sólo difieren de la realidad en cuanto a que el tiempo y
el espacio son distintos, así como en la capacidad combinatoria,
que en el sueño conoce una libertad vertiginosa. Uno puede
estar en algún lugar que se convierte en otro y luego en
otro y así hasta el infinito. Y hablar con un interlocutor
que en el transcurso de la conversación demuestra facultades
de mutable. A es X y luego Y, y luego R, para terminar de nuevo
siendo A. Nada puede darse nunca por seguro o confiable.
A mi regreso a México, a finales de 1988, me soñé
durante algunos años siempre en escenarios europeos, aun
en alguno que en realidad desconozco, como Oxford o Copenhague.
Me era imposible reconocer esas ciudades pero sabía que estaba
en ellas, de la misma manera que sabía que una casa estaba
en una región de Italia, o de España o de Portugal,
sin que tuviera que aparecer algún elemento local para certificar
la adscripción.
He advertido que en los últimos años la acción
disminuye en mis sueños; lo que les imprime el carácter
de pesadilla es saber que sueño y no logro volver a la vigilia.
Mis esfuerzos se repiten pero son baldíos, no salgo del pozo,
aunque no haya nada de extraordinariamente horrible en él
es atroz no poder evadirse. La monotonía deforma la realidad
y crea una incertidumbre que no es sino la puerta del terror. En
ese penar estoy cuando una voz conocida me despierta y anuncia que
el jugo de naranja y el café están ya servidos. Todos
los sufrimientos, el pavor, la angustia vividos desaparecen como
por arte de magia ante la cotidianidad con que se anuncia el día.
¿No es eso como para volverse loco?
A partir de 1968 llevo un diario de sueños. Su carácter
es marcadamente narrativo. Contienen una historia principal y un
mundo subterráneo que la alimenta. El carácter angustioso
surge del deseo de escapar de lo soñado y la imposibilidad
de hacerlo. Veamos:
24 de abril de 1994:
Estoy a punto de abrir la puerta de mi casa cuando un joven se acerca
y me pregunta si le permitiría sacar a pasear a Sacho esa
tarde. La proposición me viene de perlas, porque tengo que
escribir un artículo que debía ya haber terminado.
A las cinco de la tarde, la hora del paseo vespertino, pasa por
la casa. Me dice que llevará al perro al parque de los Berros.
Sacho sale con él sin protestar, lo que me deja bastante
asombrado. Pero no regresa a la hora convenida. Por la mañana,
muy angustiado, salgo a preguntar a los vecinos si saben algo de
Sacho, si lo han visto con un joven de tales y cuales características,
y nadie puede darme razón ni del perro ni de su acompañante.
Al medio día Sacho se presenta en casa, muy maltrecho, sediento
e irritable. Llega solo, tiene un collar de cuero diferente al suyo;
algo me llama la atención en ese collar pero no logro saber
con exactitud qué es. Tiene un grabado que implica algo riesgoso.
A esas horas se hace pública la noticia del asesinato de
un político local. La ciudad se llena de rumores. Por la
noche, en el noticiero de la televisión me entero de que
un personaje sospechoso había estado paseando con un perro
por el lugar donde había ocurrido el crimen. Una locutora
describe al perro, y todas sus características coinciden
con las de Sacho. No me cabe ya la menor duda de que el criminal,
o uno de sus cómplices es el muchacho que se había
llevado a Sacho. No logro explicarme cómo pude dejarlo en
manos de un desconocido. Mi ansiedad crece a medida que pasa el
día. Pueden sospechar que Sacho esté implicado en
una conjura, que hasta yo pueda tener ligas con los criminales.
A todo esto, Sacho se comporta conmigo con una insolencia infinita,
pocas veces lo he visto tan desagradable, como si estuviera resentido
y me culpara de los malos ratos pasados la tarde y la noche anterior.
Pero, ¿dónde pudo haber pasado la noche? ¿Podría
conducirme a ese lugar? ¿Y qué caso tendría?
No consigo salir de mi perplejidad. Me digo que todo eso no es sino
un sueño; lucho por salir de ese sueño antes de que
la policía llegue a interrogarme, pero no lo logro. Son precisamente
los ladridos de Sacho los que me despiertan del sueño interminable.
Está muy irritado. A duras penas puedo ponerle el collar
y hacerlo salir para su habitual paseo matutino.
17
de agosto de 1995:
He rentado un departamento en una pequeña ciudad costera,
tal vez en España, en una región que desconozco. El
edificio es anodino, chato, sin ningún elemento de ornato.
De vez en cuando tropiezo en la calle con un matrimonio de aspecto
tristón; vestidos ambos sin gusto, como si se ocultaran tras
de su ropa carente de estilo, pero que, a pesar de todo, llevan
con cierta dignidad. Ambos usan gabardinas de color gris rata que
acentúa su anonimato. Un día coincidimos en la portería
al recoger nuestra correspondencia; luego comenzamos a saludarnos,
a cambiar algún comentario sobre el tiempo, hasta que empezamos
a hacer caminatas juntos. Hablamos de libros, de historia, de arquitectura,
pero sin pasar jamás de las banalidades más planas.
Nunca hablamos de nosotros, de nuestras profesiones, de nuestro
pasado, ni siquiera del motivo de elección de ese lugar tan
deslucido donde vivimos. Decir “hablamos” es incurrir
en una exageración; quien habla siempre es mi vecino, un
tipo descolorido, en los inicios de la vejez, sonriente siempre
pero con una sonrisa huidiza, sucia, que produce una actitud de
rechazo, por lo menos en mí. Nunca pongo demasiada atención
a lo que dice, pero de cualquier modo no me molesta salir con la
pareja; prefiero ir con ellos que estar solo. En una ocasión
en que el marido subió a recoger algo en su departamento,
no se qué me impulsó a decirle a su esposa:
—¡Qué amplia información maneja su marido!
¡Jamás me canso de escucharlo! —era un elogio
evidentemente delirante. La mujer me miró con asombro.
—Nunca hubiera creído —respondió—,
que fuera usted tan limitado. A mí me parece un soberano
imbécil.
A partir de entonces, casi no salió con nosotros, y las pocas
veces que lo hizo manifestó en todo momento su desprecio
al discurso del marido. Pasear con él a solas comenzó
a resultarme fastidioso. Todo lo que decía me era incompatible,
aunque él parecía dar por hecho que yo compartía
sus opiniones. Comencé a evitarlo, pero se las ingeniaba
para encontrarme. En varias ocasiones me negué a acompañarlo;
parecía no escucharme y seguía parloteando a mi lado.
La situación se volvió insufrible. Un día me
encontré a su esposa en la farmacia y me quejé del
acoso al que su marido me sometía. Me miró con desprecio,
me dijo que me estaba muy bien merecido; durante semanas no había
yo hecho sino darle alas a ese pendejo. Durante los siguientes días
le hice sentir al tipo que me era intolerable, que preferiría
quedarme en casa o hacer solo mis paseos. En un principio él
no perdía la compostura, ponía si acaso cara de mártir
y me reprochaba con humor agridulce mi soberbia; luego comenzaba
a sugerir veladamente que tuviera cuidado, que me podía hacer
daño, que no minimizara sus capacidades, que si se lo proponía
era capaz de hacerme expulsar del edificio; no sólo eso,
sino también de la ciudad, tal vez hasta del país;
la turbiedad de su sonrisa, la malevolencia de su mirada se acrecían
en esos momentos. Paulatinamente aquel sueño se comenzó
a transformar en pesadilla; la acción se paralizaba, las
amenazas pronunciadas en voz baja, más bien en un tono untoso,
eran ya constantes. Era consciente de que aquello era sólo
un sueño, pero ningún esfuerzo podía sacarme
de él. Parecía condenado de por vida a no poder romper
esa situación, tratar de evitar su presencia y no lo lograrlo,
tener que escuchar amenazas, como si todo eso se convirtiera en
algo cíclico, eterno, sin escapatoria, y aquel fuese el círculo
del infierno que me correspondía.
21
de abril de 1992:
Me había instalado en Roma, en donde acabo de comprar una
casa. Debe ser en las afueras de la ciudad; su aspecto es pobretón:
pocos muebles, todos viejos, polvosos y desvencijados. De pronto
veo chisporrotear un cable eléctrico; las chispas se convierten
en pequeñas llamas y comienzan a carbonizar una viga. Vivo
solo, sin nadie que auxilie en esos casos. Salgo a buscar a un electricista,
pero la situación parece no preocuparme demasiado, como si
ese cortocircuito tuviera la misma escasa importancia de la puerta
del armario que cierra con dificultad. Salgo a la calle con una
escalera portátil en una mano y en la otra una maleta. Advierto
que Sacho me ha seguido; lo dejo acompañarme, pues es la
hora de su paseo. Escondo la escalera y la maleta entre un macizo
de flores, en una pequeña rotonda bastante desabrida. Descubro
una entrada al Pincio y me interno con Sacho por una puerta para
mí desconocida. Pasamos frente a un aviario; jaulas enormes
albergan allí miles de aves exóticas, maravillosamente
coloridas. Comenzamos a comprar un poco de pan y queso. A Sacho
no le permiten el ingreso, así que lo dejo en la acera con
instrucciones de no moverse durante mi ausencia. Me equivoco y salgo
por una puerta trasera; aprovecho la oportunidad para dar unos pasos
y disfrutar del paisaje. En un momento dado, descubro que me he
perdido. Camino sin rumbo, angustiado; llevo a Sacho clavado en
el pensamiento. Entro en un café y le cuento a todo el mundo
mi desgracia, la pérdida de mi perro, la imposibilidad de
encontrarlo. Pido que me orienten para volver a esa entrada del
Pincio donde hay un aviario. Un joven se ofrece a conducirme al
lugar, dice conocer el camino a la perfección por ser distribuidor
de pan en todos los negocios del rumbo. Antes de salir, elige con
mortal parsimonia un par de enormes hogazas, y luego, ya de camino,
me explica lo importante que el pan es para los romanos, en especial
ese tipo de pan oscuro y pesado; dice que al comerlo comulgan, ratifican
su identidad. Lo oigo con desesperación. Comento que hemos
errado el camino, que cada vez me siento más lejos del lugar
donde Sacho yace abandonado. Responde con petulancia que conoce
mejor que nadie esos lugares, que seguimos un atajo directo. Caminamos
en silencio durante largo rato. Al dar vuelta a un recodo aparece
ante mí la cúpula de San Pedro. ¡El Vaticano,
pues! No me cabe la menor duda de que he seguido a un loco o a un
irresponsable, que es lo mismo. Lo insulto y se marcha comiendo
su pan. No me explico cómo pudimos haber pasado el río
sin yo advertirlo. Hemos atravesado media Roma; estoy más
lejos que nunca de mi pobre perro, y ha comenzado a caer la noche.
Con toda seguridad también él andará, desesperado,
buscándome. En el peor de los casos alguien apreciará
la calidad de su pelaje, se enternecerá ante su desamparo,
descubrirá sus cualidades y cuidará de él.
Sacho no tendrá que vagabundar por las calles. A mí,
en cambio, me será imposible sobrevivir su pérdida.
Me sentiré culpable de haberlo abandonado. Recuerdo que he
dejado en algún lugar una maleta y una escalera, objetos
insólitos para salir a la calle en busca de un electricista;
recuerdo también que mi casa había comenzado a quemarse.
Han pasado tantas horas que sólo quedarán cenizas
de ella. Salí a la calle sin documentos de identidad, o tal
vez estén en la maleta perdida. No tengo amigos en la ciudad
a quienes recurrir. Me presentaré mañana en el consulado
para pedir mi repatriación. Volveré a México
en la miseria; pero eso no me importa, lo verdaderamente trágico
es regresar sin Sacho.
En ese momento despierto desolado, con la sensación de que
el resto de mi vida transcurrirá sombríamente, que
nunca podré recuperarme, que todo ha sido culpa mía.
Me cuesta trabajo convencerme de que he resucitado, es decir que
he vuelto a la realidad, que estoy en mi cuarto, que la agonía
que acabo de vivir ha sido un mero sueño, y en ese momento
descubro que a un metro de mi cama Sacho duerme. Veo el reloj, es
tardísimo, ha pasado la hora en que debe salir. Por ser domingo
estamos solos en casa. Le pongo de inmediato la correa y hacemos
nuestro habitual recorrido por el centro de Coyoacán. Vuelve
a cada momento la cabeza, como si quisiera cerciorase de que en
verdad está conmigo, como si hubiera soñado que yo
me había perdido en un inmenso parque de una ciudad extraña.
2
de julio de 1993:
Vivo desde hace algún tiempo en una casa de campo, en una
región imprecisa de Italia. Es una casa amplia, amueblada
con gusto, en extremo confortable; un lugar donde escribir se vuelve
una delicia. Desde mi mesa de trabajo puedo ver un hermoso huerto
de cerezos, y al final del huerto, una cabaña donde vive
como huésped un profesor mexicano especializado en literatura
italiana. Pasa allí sus vacaciones mientras termina la traducción
de un drama clásico. Cuando llegó le ofrecí
una habitación en la casa grande, pero él prefirió
la soledad e independencia de la cabaña. Al medio día
pasa a comer conmigo y con otras personas más, porque en
la casa hay invitados todo el tiempo; llegan a comer, a cenar, a
tomar una copa, a conversar un rato, a pasar un fin de semana, varios
días, una temporada. Me gusta la casa, el paisaje y esa forma
de vida. No lejos de mi casa, a la orilla de un río, apareció
un día el cadáver de un niño. Lo habían
estrangulado y luego arrojado al agua. Un joven estudiante de literatura,
aparecido desde hace poco en la región, fue quien descubrió
el cadáver, ya en estado de descomposición, y dio
parte a la policía. Es inocente, de eso hay todas las pruebas.
El día del asesinato, fijado ya por un médico forense,
él estaba fuera del país. Tiene pruebas y testigos.
Sin embargo, el ambiente ha comenzado a enrarecerse en torno suyo.
En el pueblo no se cree en su inocencia y se lo manifiestan a cada
momento.
Una noche ofrezco una cena muy formal, como cuando era diplomático,
con unos veinte invitados en torno a la mesa. Las cabeceras las
ocupamos yo y una anciana muy elegante, de ademanes y gestos enfáticos,
posiblemente una actriz. De pronto, irrumpe el estudiante en el
comedor. Está aterrorizado; dice que lo persiguen, que lo
quieren matar. La señora mayor con gesto magnánimo
le ordena sentarse a su lado. Allí estará seguro.
Instantes después, un campesino, también muy agitado
por la carrera, entra en la habitación, se planta ante una
ventana y la cubre con su cuerpo imponente. La inmovilidad intensifica
la ferocidad de su rostro. Por la puerta de la cocina aparecen dos
hombres y se colocan ante las otras dos ventanas. De repente, el
salón está lleno de hombres y mujeres vociferantes,
entre ellos el jardinero, y la cocinera; llevan cuchillos, garrotes
y cuerdas en las manos. Forman un círculo siniestro en torno
a nosotros. El muchacho se levanta empavorecido, intenta huir, pero
entre todos lo sujetan y lo sacan del lugar. Le explico a mis invitados
los antecedentes, el niño asesinado, su descubrimiento. Insisto
en que las pruebas apoyan definitivamente la inocencia del muchacho.
No he acabado de hablar cuando llega del huerto un grito atroz.
Todos permanecemos sobrecogidos, en silencio. La ejecución
ha tenido lugar. La cocinera, el jardinero y un hombre al que desconozco
hacen su aparición y sin decir palabra se retiran a la cocina.
Hay sangre en sus manos y en su ropa. Examino con la mirada a mis
invitados; tengo la certeza de que uno de ellos debe ser el asesino,
pero no sé quién. El silencio dura unos minutos. Lo
rompe la voz de la anciana:
—La Petrilli jamás me quiso. Mi Amneris era muy superior
a la Aída que ella hacía. No es un caso único,
la relación entre sopranos, mezzos y contraltos se vuelve
desde los primeros ensayos un combate feroz.
Comienzan a servir el consomé. Los comensales hablan de ópera,
de intérpretes, de directores de orquesta, de funciones memorables
por su esplendor o por su desastre, de Turandot, de El caballero
de la rosa, de Tosca, de Cossì fan tutte. También
yo participo, pues presumo de ser un buen anfitrión, pero
poco a poco el linchamiento del estudiante, los rostros congestionados
por el odio, las manos manchadas de sangre, van dejando sentir un
peso intolerable sobre la concurrencia. La conversación iniciada
con tanto brío va amortiguándose. Los invitados se
examinan, se escrutan, hacen preguntas capciosas. La sospecha de
que en la mesa se encuentra el asesino de un niño se vuelve
general. Me aterra que alguien pueda sospechar de mí. Podría
yo argüir todas las pruebas del mundo para certificar mi inocencia.
Pero ¿de qué me servirían? También el
estudiante tenía pruebas y ellas no lo libraron de ser ejecutado.
Se intensifica la angustia. No logro despertar.
Xalapa,
marzo de 1995
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