|
Yo
quisiera aportar a nuestra conversación en torno al tema
de la comunicación de cara al siglo XXI dos cosas: primero,
una consideración teórica, más que teórica
de carácter histórico-antropológico, sobre
la comunicación; segundo, aterrizar esas reflexiones, que
parecen muy alejadas de la realidad cotidiana, a dos realidades
fundamentales con las que todos nosotros tenemos contacto: el sistema
educativo y la televisión en su dimensión educativa.
Empiezo por lo primero. Creo que, por lo menos desde los griegos,
la humanidad tiene autoconciencia de ser una especie caracterizada
por lo racional, sea por la vertiente del animal racional aristotélico
o por la vertiente de la dicotomía cuerpo-espíritu
de Platón y San Agustín; se va formando un imaginario
colectivo a través de las generaciones.
El hombre se distingue, pues, por ser racional, por tener la capacidad
de adquirir el conocimiento y de aprender, y este imaginario colectivo
que se gesta lentamente estoy hablando sólo de Occidente,
ya que, desde luego, el Oriente es otra cosa se agudiza en
nuestro mundo cultural a partir del Renacimiento y de la Ilustración.
Así, desembocamos hoy en el anuncio de la llamada sociedad
del conocimiento o sociedad de la información, o sea, un
paradigma de autoconciencia de la especie en que también
el aprendizaje y la razón son definitorios.
Por cierto, se usan muy indistintamente los términos sociedad
del conocimiento y sociedad de la información, y quisiera
recordar aquel verso del poema The Rock de T. S. Eliot,
que dice: dónde quedó la sabiduría que
hemos perdido en el conocimiento, dónde el conocimiento que
hemos perdido en la información. Son tres niveles muy
distintos: información, conocimiento (comprensión,
relación, desentrañar intelectualmente la información)
y sabiduría (sentido que está en el plano de los valores,
plano que se sustenta por supuesto en ideas, pero que es distinto).
Confundir estas tres cosas, olvidar que hay dos barreras entre ellas,
diluir la primera vagatelizando la información como si fuera
ya conocimiento y, sobre todo, ignorar la segunda barrera el
paso a los valores y al sentido de la vida y del hombre sería
un enorme error cuando hablamos de globalización y de comunicación.
Creo que los educadores debiéramos tomar en cuenta esta importante
distinción.
Pero retomo el hilo de mi argumento. No creo aventurado afirmar
que (por supuesto los investigadores no nos arriesgamos y todo es
hipótesis) desde hace unos 30 años está emergiendo
un distinto paradigma interpretativo de nuestra especie, que se
aparta de considerar el conocimiento y la razón como lo distintivo
del ser humano y empieza a hacernos seres comunicables, animal comunicable;
o sea, ya no cree que somos una especie, una esencia constituida
y objetiva que se enriquece con la relación con los demás,
con el intercambio y con la comunicación como algo complementario,
sino que empieza a suponer que lo que nos constituye son esos intercambios,
lo que nos hace evolucionar y crecer es la comunicación con
los demás.
En este emergente paradigma, que con la globalización económica
y cultural y con el tremendo avance tecnológico parece irse
imponiendo, hay un matiz cualitativo sumamente importante, como
el qué es lo que comunicamos ahora, qué es lo que
vamos a comunicar en el futuro ideas desde luego, seguiremos
siendo racionales, pero el cambio cualitativo está
en que empezamos a comunicar a nosotros mismos sentimientos y símbolos,
comenzamos a darle vigencia al lado oscuro y olvidado del otro lóbulo
cerebral, del hombre del deseo, del ser humano simbólico
interpretativo, creativo, intuitivo y capaz de crear utopías
que nos lleven a mundos diferentes.
Todo esto es hipótesis pero creo que vale la pena pensarlo.
Somos no sólo individuos que discernimos explicaciones racionales,
sino también creadores e interpretadores de una realidad
misteriosa que nos abruma y a la cual nos acercamos a través
de símbolos. Somos sentimiento, vibración ante la
belleza, imaginación, creatividad, a veces pasión,
ternura y piedad, comprensión del otro, afirmación
de destinos compartidos. Somos seres que necesitamos comprender
el dolor, el propio y el ajeno, el de nuestra vulnerabilidad, el
de nuestra contingencia; y nos preguntamos qué sistema educativo
educa para el dolor, para la piedad, para la ternura. Los países
que sacan los primeros lugares en el PINS y el PISA, como Singapur,
los tigres asiáticos, Finlandia, Noruega y Canadá,
miden la calidad de su educación por el aprendizaje intelectual
del lado oscuro, del lado olvidado y eclipsado del ser humano.
Entonces, la comunicación de cara al siglo XXI es el telón
de fondo de nuestra conversación, en estos momentos, y nos
plantea el reto de recuperar para el siglo XXI una educación
que enfrente audazmente la totalidad de la realidad humana con sus
incertidumbres, con sus oscuridades, con sus contradicciones. Sólo
así encontraríamos una nueva ética que nos
conduzca al sentido del ser humano y a ir definiendo otras posibilidades
de nuestra especie. Parece temerario decirlo, parece un reto fáustico,
pero así ha sido siempre, el hombre ha ido construyendo su
identidad y hoy debemos estar atentos a este paradigma emergente
de la comunicación.
Las reflexiones anteriores son consideraciones que parecen muy alejadas
de nuestra realidad cotidiana, pero, como lo dije al principio,
las quiero aterrizar en dos pistas: los sistemas educativos y la
televisión en su dimensión educativa.
Primero, los sistemas educativos que hoy conocemos, al menos desde
Napoleón para no irnos hasta Alcuino, han estado en el fondo
conformados por los sistemas de producción que requieren
el conocimiento racional, instrumental y las habilidades que se
derivan de ellos, por esto hemos reducido nuestras definiciones
de calidad educativa a conocimiento. No es hora, como decíamos
antes, de que se reconviertan en formadores de seres comunicables,
que empiecen el viraje al mundo simbólico, que ayuden a la
búsqueda de utopías de mundos diferentes. Es hora
de que, en vez de que haya actividades artísticas complementarias
en el currículo de una hora a la semana, existan maestros
creativos que permitan que florezca la creatividad de sus alumnos.
Me decía una maestra el otro día: Yo todavía
voy con gusto a la escuela para dar mis clases por una razón:
por el recreo, ahí veo a los chicos y chicas como son, libres,
sin prescripciones. De ahí me vino a la mente aquella
frase de Juan de Mairena, aquel imaginario profesor que presenta
García Lorca: La finalidad en nuestra escuela es enseñar
a repensar el pensamiento, a desaprender lo aprendido y a dudar
de nuestras propias dudas, pues es la única manera de empezar
a creer en algo.
Ésta sería una primera aplicación de lo que
decíamos cuando hablamos de reformar el sistema educativo.
Yo echo de menos en nuestro sistema mexicano proyectos radicales,
he visto pasar secretarios de Educación y reformas educativas
durante 40 años y me hago muchas preguntas sobre la profunda
mediocridad hablo de promedios en nuestras escuelas.
¿Qué no habría que abrir una reforma en segunda
velocidad en que se valiera todo, puesto que lo que tenemos no vale
la pena
? Dejo los puntos suspensivos.
Segunda aplicación: la televisión y su significado
para la educación. Muchos hemos caído en la fácil
tentación de denunciar los antivalores de la televisión,
de impugnarla porque define su objetivo como industria de entretenimiento
(es para entretener no para educar, con esto, se lavan
las manos los dueños de las grandes cadenas y canales), y
argüimos también que es un poder social terriblemente
antidemocrático, con el argumento que daba Karl Popper: lo
esencial de la democracia es que a todo poder corresponde un contrapoder.
¿Dónde está el contrapoder de la televisión?
No existe. La televisión, como empresa, se define como negocio
y el rating es su ley suprema, por él se rige, por él
encarece su servicio y su oferta a las empresas que la aprovechan
para publicitarse.
He visto de cerca, por ejemplo, cómo un conductor de televisión
revisa el noticiero de la víspera para planear el de esa
noche, y es terrible, porque trabaja en función del rating.
Entonces, me pregunto: ¿qué hay allí de criterios
de formación de la opinión pública, qué
hay allí de relación entre lo importante y lo banal?
Lo que importa es hacer dinero. Supongo que al facturar y al diseñar
telenovelas se siguen esquemas sociológicos semejantes, en
busca también de la mayor repercusión social para
la educación sentimental, entre comillas educación
de la audiencia.
Respecto a la televisión como educación o a las relaciones
de televisión y educación parto de dos premisas: primero,
la televisión como es, va a seguir existiendo y seguirá
operando con sus propias reglas, de nada sirve luchar quijotescamente
contra este molino de viento. Segunda premisa: la escuela no puede
ignorar la existencia de la televisión y tiene que aprovecharla
para su tarea educativa. ¿Cómo? Hoy se habla de deconstruir,
de desarmar, de desmantelar ante los alumnos este medio desde el
punto de vista pedagógico: debemos desarmar la televisión,
descifrar su lenguaje y gramática para comprenderla. El educador
necesita alfabetizarse en esos lenguajes para capitalizar educativamente
su impacto. Han inventado el término teleevidenciar, hay
que teleevidenciar ante los alumnos el lenguaje, el juego y las
manipulaciones de la televisión, y descubrir en ella los
espacios pedagógicos útiles, sólo así
los egresados de nuestros sistemas educativos tendrán una
cultura comunicacional, mediática y televisiva para aprovechar
la televisión críticamente en su educación.
El lenguaje de la televisión es complejo, se rige por la
lógica del relato, no la del discurso racional, privilegia
la yuxtaposición de imágenes sobre la linealidad,
recurre a connotaciones efectistas y contrastadas, y este lenguaje
se enfoca al ámbito emocional, eclipsa la argumentación
racional y suspende, por lo menos momentáneamente, la capacidad
analítica de la audiencia, sumergiéndola en el ámbito
de la emotividad.
Si queremos, entonces, como maestros convertir la televisión
en objeto de aprendizaje, hay que como dicen educar
para la recepción, y doy cuatro ejemplos de las estrategias
que se están siguiendo en muchos países: hacer que
los alumnos jueguen al televidente ciego (sólo se oye el
audio) o al televidente sordo (sólo se ve la imagen), para
que comprendan la complejidad del lenguaje de este medio y así
descubran las mediaciones sensoriales a las que recurre. Ésta
es una manera de deconstruirla, de llegar a sus entrañas,
de comprenderla, de ponerse arriba de ella en la medida de lo posible.
Segunda estrategia: jugar al camarógrafo con una hoja de
papel enrollada como para ver el escenario, para comprender cómo
la televisión no está reflejando la realidad tal cual
es, sino que la acomoda al efecto que busca.
Tercera estrategia, la cual es más analítica, más
crítica: clasificar los programas y canales y analizar por
qué tienen determinadas preferencias; después, debe
iniciarse una discusión crítica de contenidos, intenciones,
lenguajes y presentaciones.
El siguiente y último ejemplo: comprender el juego de mercadotecnia
de la televisión, guiado por la racionalidad del rating
para elevar sus ganancias, y lograr que los alumnos vean críticamente
este juego. No lo van a destruir, pero lo van a superar, van a enseñar
después a sus hijos a ver críticamente el anuncio,
la telenovela, el imbécil programa de concursos y los noticieros.
Todo lo anterior sería educar para la recepción, o
como también dicen empoderar a la audiencia.
¿Por qué no hacemos nada de esto en México?
Muchas gracias.
|