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Ya
que se ha discutido ampliamente la situación actual de los
medios y la filosofía educativa, me propongo centrarme, en
estas notas, en lo que puede ser una crónica de las escuelas
y facultades de comunicación, que son las primeras que en
esta materia se enfrentan al siglo XXI.
En un principio, cuando todavía se llamaba Periodismo, la
carrera atraía más bien a los leales a la libertad
de expresión, así, con esta retórica. Pero,
al poco tiempo, al darse el giro a Ciencias de la Comunicación,
con énfasis en ciencias y en comunicación, se originan
dos espacios simultáneos: el de una genuina revolución
cultural que se concretará con la revolución digital,
y el de un vastísimo mercado de empleos y desempleos.
En el primer caso, la carrera divulga vigorosamente un nuevo vocabulario,
las ideas sobre sociedad de masas, las reflexiones sobre la tecnología
y cambios de mentalidad, y la teoría y los lugares comunes
en torno al fenómeno de los medios masivos, o medios a secas.
Ciencias de la Comunicación desborda conceptos que, asimilados
o no, van de la ronda de planes de estudio cambiados modestamente
cada cinco años, a los artículos y las conversaciones;
términos como hegemonía, autonomía relativa,
oposiciones binarias, comunicación no verbal, estudios de
caso, disonancia cognoscitiva (mi predilecto), decodificar, industria
de la conciencia, teoría de la conspiración, industrias
culturales, reproducción cultural, diacronía, sincronía,
dialógico, imaginario colectivo, deontología, discurso
en el sentido totalizador de Foucault, feedback,
guykeeper, icónico, polísémico, proxémico,
subliminal, transaccional, deconstrucción: el vocabulario
de varias disciplinas se unifica y se difunde por intercesión
de la puerta demográfica de Ciencias de la Comunicación.
La carrera descubre una nueva zona de ilusiones y realidades laborales
y, de paso, instala el vocablo que es piedra de toque de la credulidad
y la credibilidad, fuera y dentro de los campos universitarios:
comunicar sustituye a la demasía de verbos, hablar, dialogar,
relacionar, expresar, informar, poner al tanto. Único verbo
con aureola, por así decirlo, comunicar es la acción
que invade los hogares, preside las conferencias de los medios y
los mítines, da cuenta de los escenarios aerodinámicos
y le confiere autoridad cultural instantánea a las agencias
de publicidad; y lo carismático, vocablo aplicado desde la
adulación, complementa la acción comunicativa.
A principios del siglo XXI asistimos a una implacable toma de poderes,
no por inadvertida o mal registrada. En propulsión abrumadora,
en cada país latinoamericano, los egresados de Ciencias de
la Comunicación colman las oficinas de gobierno; anuncian
las bondades del empresariado; se dejan ver en las agencias de publicidad,
los diarios y las revistas; manejan las agencias de relaciones públicas,
los canales de televisión, las estaciones de radio y las
empresas de video profesional y cine; integran el círculo
de aspirantes a videoastas y cineastas; forman parte de los equipos
de campaña de todos los partidos y de los despachos encargados
de las encuestas. ¿Quién que es, o quién que
quiere ser en el ámbito de la presencia pública, no
ha estudiado Comunicación o no tiene a tres de sus asesores
egresados de esa carrera? Si éstos no alcanzan aún
los más altos niveles del poder, su ubicuidad es inagotable.
Ciencias de la Comunicación es una profesión de gran
futuro, con cientos o miles de escuelas en América Latina,
estallido demográfico del alumnado, planes de estudios variados
y opuestos, invención del tipo humano del comunicólogo,
Adán y Eva y el que los encuestaba. Si los científicos
y los técnicos marcan la realidad del desarrollo, los comunicadores
o comunicólogos fijan el ritmo del trato con la modernidad,
definida como lo inmune ante el anacronismo de las tradiciones y
formas de vida, o como la sensación de rapidez vital, o como
la aceptación complacida de lo que apenas se comprende, o
como en la minoría de los casos la asimilación
de la tecnología.
Con celeridad no muy fácil de entender, las teorías
y prácticas de la comunicación no me pidan que
la defina resultan las traductoras certificadas de los cambios.
Hay intérpretes de lo que ocurre, las adaptaciones de lo
inevitable, la violencia psíquica o física de las
transformaciones, pero en el paisaje interpretativo, ni sociólogos
ni psicólogos, ni por supuesto políticos o científicos,
ni siquiera religiosos o favorecedores del otro esoterismo, gozan
del imán de los comunicadores, cuyo prestigio crece al transmitir
o impartir las vibraciones de lo contemporáneo.
A través del elogio, la sociedad adelanta conclusiones y
el que comunica encabeza visiblemente los procesos. Al comunicador
y ya incluso Don Francisco o Cristina Saralegui rechazan la
profesión circense de animador y se dicen comunicadores
se le atribuyen dones de armonización social. Aunque nada
más represente una opción profesional, son a los ojos
de sus fanáticos la clave del porvenir, y la carrera resulta
una exigencia de la globalización.
Las campañas políticas subrayan el atractivo inmenso
que para muchísimos tiene dicha carrera. A los deseosos de
vivir su época con plenitud, es decir, a los ansiosos por
internarse en esas zonas del poder que es la persuasión,
la condición de comunicólogo les ofrece no la técnica
de la hipnosis perfecta, ni mucho menos, sino aquello que se acerca
a la respuesta eficaz de la pregunta ¿cómo se transforma
un candidato en un gran videoclip?
La comunicación, así, se vuelve no la vía complementaria
del poder, sino el poder paralelo: los proyectos de metamorfosis
abundan, el candidato hosco sonríe hasta la descomposición
de sus facciones (hay veces que viendo las sonrisas de los candidatos
en campaña me los imagino como el gato de Alicia en el País
de las Maravillas, cuya sonrisa permanece después de que
la figura ya se fue), el candidato aburrido entra en la montaña
rusa para exhibir coraje y aprender a controlar su miedo, y así
sucesivamente.
Se produce una suerte de paradoja: no hay en América Latina
ciudad deshabitada, es decir, carente de locales en donde se enseñe
Ciencias de la Comunicación, de otro modo ya no habrá
campañas políticas. Se produce la contradicción
al parecer insoluble: ni la mayoría de los egresados vive
desencanto la carrera es todo un éxito y el triunfo
de los establecimientos educativos es más visible que el
cúmulo inmenso de frustraciones de sus egresados.
Ya en el horizonte de las clases medias ninguna familia se siente
completa sin un hijo o una hija que estudie Comunicación:
algún empleo habrá para ellos, si la saturación
del mercado de trabajo no obstaculiza el auge del nuevo espacio
vocacional. Y alguien profetiza llegará el día
en que en América Latina los comunicadores integren la mayoría
de la población y, para seguir con el vaticinio, el
que no haya estudiado la carrera no tendrá derecho profesional
a decodificar la realidad o algo así.
Qué posibilidades hay de ganar las elecciones si los comunicadores
son nada más el 80 por ciento del equipo de campaña.
En las campañas políticas, en el mundo entero, lo
común es la sustitución de los militantes por los
empleados y la dependencia casi absoluta de la mercadotecnia. A
los comunicadores, o comunicólogos, se les encarga las frases
culminantes y la evaluación de su impacto. Mientras el lenguaje
especializado se populariza, se esparcen los nuevos dogmas: ya no
hay pueblo, sólo público, los candidatos son los productos,
lo que antes se llamaba conciencia es hoy el zapping de las
alternativas éticas, el consenso es la forma antigua del
rating, sin la mercadotecnia nadie sabría lo que le conviene,
la opinión pública es a las encuestas lo que el rumor
a los diez mandamientos, para qué hablar del bien y el mal
pudiendo concentrarnos en el emisor y el receptor, un político
sin diseño de imagen es un general sin tropas, modificar
la imagen de un candidato es evitar el cambio de canal, sinónimo
de simpatía electoral, un político con carisma genuino
es una traición a la profesión.
Qué fue primero, los medios o los comunicadores. La globalización
trae consigo numerosas supersticiones envueltas en la convicción
repentina. Los medios son el espacio privilegiado de la diversidad,
los dadores de los lenguajes nacionales y los cuidadores del lenguaje
internacional. Por eso, lo que ocurre en los medios es para muchísimos
la realidad terminal y eso explica el celo devocional de los políticos
por la televisión: lo que no pasa por televisión no
existe, es la nueva creencia que arrincona a la prensa y la hace
sentirse en desventaja.
En el duelo palabras versus imágenes el jurado es el analfabetismo
funcional y eso conduce a encargarle la politización de la
sociedad a dos factores: la realidad y la experiencia personal con
la carga de rechazos de la política, de actitudes militantes,
de rencores, sometimientos y, sobre todo, de relación de
cada persona con el empleo y la prensa, que enseña a leer
la realidad, porque todavía suministra los códigos
y las estructuras verbales: la conciencia democrática pasa
por el modo en que es leída, más que por la forma
en que se le contempla.
A este respecto, debo confesar un lamentable prejuicio que no sé
si sostuve o sostengo: he creído que Ciencias de la Comunicación
no es todavía, formalmente hablando, una carrera, pues no
estructura un conocimiento, no proporciona un mínimo de saberes
de aplicación efectiva. Es así me parece
tan volátil, por la índole de su creación;
por la rapidez con la que abandonó un primer centro de intereses,
la prensa; por el eje implacable de las fascinaciones, la televisión,
y por el modo todavía incierto en que sostiene su relación
con la Internet, que necesariamente será el eje de la carrera
en los próximos años.
En la megalópolis, las tradiciones se renuevan a partir de
su negación, cambian con celeridad los hábitos de
lo público y lo privado, el que no le cuenta a un desconocido
las dificultades sexuales con su pareja carece de intimidad, el
que para humillar un poco a sus subordinados no les pregunta cuántos
condones traen en su cartera es un provinciano irredimible, el que
después de 100 experiencias sexuales no se considera virgen
pertenece al paisaje anímico de antes, cuando las paradojas
no lo eran todo.
En las megalópolis, los programas televisivos, urdidos y
dirigidos por comunicólogos, son el mayor acto comunitario.
El éxito internacional de Big Brother tan innegable
como la crítica que desprecia el programa sin dejar de verlo
tiene que ver con la globalización, la americanización,
las pasiones de la megalópolis y el recuerdo de las tesis
de comunicólogos, por ejemplo, la que demuestra que, en materia
de convocatoria de masas, la visita última del Papa Juan
Pablo II a la Ciudad de México fue igualada por el desfile
de Disneylandia.
Eso es lo que no se quiere entender. Sin que nadie lo advierta,
nos hemos convertido en un país de comunicólogos,
de expertos distribuidos en mesas redondas a las que sólo
les faltan las cámaras de televisión. Y este vuelco
nacional, este viaje de Latinoamérica (el conjunto de naciones)
al simposio de las posnaciones, todo lo determina: las discusiones
enardecidas, los rechazos, el falso distanciamiento irónico,
la ignorancia teatral
¡Dios mío!, ¿cuánto
daño han hecho las mesas redondas que en las reuniones familiares
obligan a sustituir al padre por el moderador?
Alternativas para la otra vida
Entre los fenómenos que afectan el ámbito de los comunicadores
o comunicólogos se encuentran: el papel de la Internet; el
uso crítico y racional o irracional o la sacralización
de la red, que modifica el ritmo de la capacidad informativa y que
es para cada uno de los usuarios el sentido, el significado y la
presencia íntima de la globalización; la importancia
renovada de lo local, porque en épocas de lo global, lo local
es el único espacio protagónico de las personas; la
sensación de que la cultura definida clásicamente
ya no es obligación personal, por incumplible que sea, sino
una de las opciones en el tiempo libre.
Desaparece la voluntad de hablar como es debido (por novelas se
entiende a las telenovelas) y no existe tal cosa como el remordimiento
porque las horas dedicadas a la televisión obstruyen la lectura
(antes las horas dedicadas a la familia impedían leer). Sin
embargo, es importante la función cultural de la televisión
y ahí está en México el ejemplo de los canales
11 y 22.
Los cambios tecnológicos son también cambios de mentalidades:
las sociedades se reorganizan en torno a métodos nuevos de
concebir la acción individual y la colectiva. En unos cuantos
años, será preciso asimilar la informática,
los satélites de telecomunicaciones, la televisión
digital, la tecnología multimedia, la realidad virtual y,
por encima de todo, la Internet.
A los comunicólogos les toca la interpretación ritual
o cotidiana, publicitaria o crítica de las consecuencias
de estos fenómenos y de la sociedad de la información
en su conjunto. Crece la cantidad y la significación de los
comunicólogos que investigan este proceso y deciden el punto
de vista de las sociedades, así como se intensifica el número
de los dedicados, con interpretaciones elementales y reiterativas,
a promover la puerilización cultural.
Según creo, Ciencias de la Comunicación es el gran
enigma académico de esta etapa. Muchas gracias.
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