Octubre-Diciembre 2003 , Nueva época No. 70-72 Xalapa • Veracruz • México
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Crónica de una carrera ubicua y consubstancial a la globalización
Ciencias de la Comunicación:
¿panacea del mundo globalizado?

Carlos Monsiváis

Texto del mensaje ofrecido por el intelectual mexicano, luego de recibir la Medalla al Mérito Universidad Veracruzana, en la Unidad de Servicios Bibliotecarios y de Información, el 26 deseptiembre de 2003.
 
Ya que se ha discutido ampliamente la situación actual de los medios y la filosofía educativa, me propongo centrarme, en estas notas, en lo que puede ser una crónica de las escuelas y facultades de comunicación, que son las primeras que en esta materia se enfrentan al siglo XXI.

En un principio, cuando todavía se llamaba Periodismo, la carrera atraía más bien a los leales a la libertad de expresión, así, con esta retórica. Pero, al poco tiempo, al darse el giro a Ciencias de la Comunicación, con énfasis en ciencias y en comunicación, se originan dos espacios simultáneos: el de una genuina revolución cultural que se concretará con la revolución digital, y el de un vastísimo mercado de empleos y desempleos.

En el primer caso, la carrera divulga vigorosamente un nuevo vocabulario, las ideas sobre sociedad de masas, las reflexiones sobre la tecnología y cambios de mentalidad, y la teoría y los lugares comunes en torno al fenómeno de los medios masivos, o medios a secas. Ciencias de la Comunicación desborda conceptos que, asimilados o no, van de la ronda de planes de estudio –cambiados modestamente cada cinco años–, a los artículos y las conversaciones; términos como hegemonía, autonomía relativa, oposiciones binarias, comunicación no verbal, estudios de caso, disonancia cognoscitiva (mi predilecto), decodificar, industria de la conciencia, teoría de la conspiración, industrias culturales, reproducción cultural, diacronía, sincronía, dialógico, imaginario colectivo, deontología, discurso –en el sentido totalizador de Foucault–, feedback, guykeeper, icónico, polísémico, proxémico, subliminal, transaccional, deconstrucción: el vocabulario de varias disciplinas se unifica y se difunde por intercesión de la puerta demográfica de Ciencias de la Comunicación.

La carrera descubre una nueva zona de ilusiones y realidades laborales y, de paso, instala el vocablo que es piedra de toque de la credulidad y la credibilidad, fuera y dentro de los campos universitarios: comunicar sustituye a la demasía de verbos, hablar, dialogar, relacionar, expresar, informar, poner al tanto. Único verbo con aureola, por así decirlo, comunicar es la acción que invade los hogares, preside las conferencias de los medios y los mítines, da cuenta de los escenarios aerodinámicos y le confiere autoridad cultural instantánea a las agencias de publicidad; y lo carismático, vocablo aplicado desde la adulación, complementa la acción comunicativa.

A principios del siglo XXI asistimos a una implacable toma de poderes, no por inadvertida o mal registrada. En propulsión abrumadora, en cada país latinoamericano, los egresados de Ciencias de la Comunicación colman las oficinas de gobierno; anuncian las bondades del empresariado; se dejan ver en las agencias de publicidad, los diarios y las revistas; manejan las agencias de relaciones públicas, los canales de televisión, las estaciones de radio y las empresas de video profesional y cine; integran el círculo de aspirantes a videoastas y cineastas; forman parte de los equipos de campaña de todos los partidos y de los despachos encargados de las encuestas. ¿Quién que es, o quién que quiere ser en el ámbito de la presencia pública, no ha estudiado Comunicación o no tiene a tres de sus asesores egresados de esa carrera? Si éstos no alcanzan aún los más altos niveles del poder, su ubicuidad es inagotable.

Ciencias de la Comunicación es una profesión de gran futuro, con cientos o miles de escuelas en América Latina, estallido demográfico del alumnado, planes de estudios variados y opuestos, invención del tipo humano del comunicólogo, Adán y Eva y el que los encuestaba. Si los científicos y los técnicos marcan la realidad del desarrollo, los comunicadores o comunicólogos fijan el ritmo del trato con la modernidad, definida como lo inmune ante el anacronismo de las tradiciones y formas de vida, o como la sensación de rapidez vital, o como la aceptación complacida de lo que apenas se comprende, o como –en la minoría de los casos– la asimilación de la tecnología.

Con celeridad no muy fácil de entender, las teorías y prácticas de la comunicación –no me pidan que la defina– resultan las traductoras certificadas de los cambios. Hay intérpretes de lo que ocurre, las adaptaciones de lo inevitable, la violencia psíquica o física de las transformaciones, pero en el paisaje interpretativo, ni sociólogos ni psicólogos, ni por supuesto políticos o científicos, ni siquiera religiosos o favorecedores del otro esoterismo, gozan del imán de los comunicadores, cuyo prestigio crece al transmitir o impartir las vibraciones de lo contemporáneo.

A través del elogio, la sociedad adelanta conclusiones y el que comunica encabeza visiblemente los procesos. Al comunicador –y ya incluso Don Francisco o Cristina Saralegui rechazan la profesión circense de animador y se dicen comunicadores– se le atribuyen dones de armonización social. Aunque nada más represente una opción profesional, son a los ojos de sus fanáticos la clave del porvenir, y la carrera resulta una exigencia de la globalización.

Las campañas políticas subrayan el atractivo inmenso que para muchísimos tiene dicha carrera. A los deseosos de vivir su época con plenitud, es decir, a los ansiosos por internarse en esas zonas del poder que es la persuasión, la condición de comunicólogo les ofrece no la técnica de la hipnosis perfecta, ni mucho menos, sino aquello que se acerca a la respuesta eficaz de la pregunta ¿cómo se transforma un candidato en un gran videoclip?

La comunicación, así, se vuelve no la vía complementaria del poder, sino el poder paralelo: los proyectos de metamorfosis abundan, el candidato hosco sonríe hasta la descomposición de sus facciones (hay veces que viendo las sonrisas de los candidatos en campaña me los imagino como el gato de Alicia en el País de las Maravillas, cuya sonrisa permanece después de que la figura ya se fue), el candidato aburrido entra en la montaña rusa para exhibir coraje y aprender a controlar su miedo, y así sucesivamente.

Se produce una suerte de paradoja: no hay en América Latina ciudad deshabitada, es decir, carente de locales en donde se enseñe Ciencias de la Comunicación, de otro modo ya no habrá campañas políticas. Se produce la contradicción al parecer insoluble: ni la mayoría de los egresados vive desencanto –la carrera es todo un éxito– y el triunfo de los establecimientos educativos es más visible que el cúmulo inmenso de frustraciones de sus egresados.

Ya en el horizonte de las clases medias ninguna familia se siente completa sin un hijo o una hija que estudie Comunicación: algún empleo habrá para ellos, si la saturación del mercado de trabajo no obstaculiza el auge del nuevo espacio vocacional. Y alguien profetiza “llegará el día en que en América Latina los comunicadores integren la mayoría de la población” y, para seguir con el vaticinio, el que no haya estudiado la carrera no tendrá derecho profesional a decodificar la realidad o algo así.

Qué posibilidades hay de ganar las elecciones si los comunicadores son nada más el 80 por ciento del equipo de campaña. En las campañas políticas, en el mundo entero, lo común es la sustitución de los militantes por los empleados y la dependencia casi absoluta de la mercadotecnia. A los comunicadores, o comunicólogos, se les encarga las frases culminantes y la evaluación de su impacto. Mientras el lenguaje especializado se populariza, se esparcen los nuevos dogmas: ya no hay pueblo, sólo público, los candidatos son los productos, lo que antes se llamaba conciencia es hoy el zapping de las alternativas éticas, el consenso es la forma antigua del rating, sin la mercadotecnia nadie sabría lo que le conviene, la opinión pública es a las encuestas lo que el rumor a los diez mandamientos, para qué hablar del bien y el mal pudiendo concentrarnos en el emisor y el receptor, un político sin diseño de imagen es un general sin tropas, modificar la imagen de un candidato es evitar el cambio de canal, sinónimo de simpatía electoral, un político con carisma genuino es una traición a la profesión.

Qué fue primero, los medios o los comunicadores. La globalización trae consigo numerosas supersticiones envueltas en la convicción repentina. Los medios son el espacio privilegiado de la diversidad, los dadores de los lenguajes nacionales y los cuidadores del lenguaje internacional. Por eso, lo que ocurre en los medios es para muchísimos la realidad terminal y eso explica el celo devocional de los políticos por la televisión: lo que no pasa por televisión no existe, es la nueva creencia que arrincona a la prensa y la hace sentirse en desventaja.

En el duelo palabras versus imágenes el jurado es el analfabetismo funcional y eso conduce a encargarle la politización de la sociedad a dos factores: la realidad y la experiencia personal con la carga de rechazos de la política, de actitudes militantes, de rencores, sometimientos y, sobre todo, de relación de cada persona con el empleo y la prensa, que enseña a leer la realidad, porque todavía suministra los códigos y las estructuras verbales: la conciencia democrática pasa por el modo en que es leída, más que por la forma en que se le contempla.

A este respecto, debo confesar un lamentable prejuicio que no sé si sostuve o sostengo: he creído que Ciencias de la Comunicación no es todavía, formalmente hablando, una carrera, pues no estructura un conocimiento, no proporciona un mínimo de saberes de aplicación efectiva. Es –así me parece– tan volátil, por la índole de su creación; por la rapidez con la que abandonó un primer centro de intereses, la prensa; por el eje implacable de las fascinaciones, la televisión, y por el modo todavía incierto en que sostiene su relación con la Internet, que necesariamente será el eje de la carrera en los próximos años.

En la megalópolis, las tradiciones se renuevan a partir de su negación, cambian con celeridad los hábitos de lo público y lo privado, el que no le cuenta a un desconocido las dificultades sexuales con su pareja carece de intimidad, el que para humillar un poco a sus subordinados no les pregunta cuántos condones traen en su cartera es un provinciano irredimible, el que después de 100 experiencias sexuales no se considera virgen pertenece al paisaje anímico de antes, cuando las paradojas no lo eran todo.

En las megalópolis, los programas televisivos, urdidos y dirigidos por comunicólogos, son el mayor acto comunitario. El éxito internacional de Big Brother –tan innegable como la crítica que desprecia el programa sin dejar de verlo– tiene que ver con la globalización, la americanización, las pasiones de la megalópolis y el recuerdo de las tesis de comunicólogos, por ejemplo, la que demuestra que, en materia de convocatoria de masas, la visita última del Papa Juan Pablo II a la Ciudad de México fue igualada por el desfile de Disneylandia.

Eso es lo que no se quiere entender. Sin que nadie lo advierta, nos hemos convertido en un país de comunicólogos, de expertos distribuidos en mesas redondas a las que sólo les faltan las cámaras de televisión. Y este vuelco nacional, este viaje de Latinoamérica (el conjunto de naciones) al simposio de las posnaciones, todo lo determina: las discusiones enardecidas, los rechazos, el falso distanciamiento irónico, la ignorancia teatral… ¡Dios mío!, ¿cuánto daño han hecho las mesas redondas que en las reuniones familiares obligan a sustituir al padre por el moderador?

Alternativas para la otra vida
Entre los fenómenos que afectan el ámbito de los comunicadores o comunicólogos se encuentran: el papel de la Internet; el uso crítico y racional –o irracional– o la sacralización de la red, que modifica el ritmo de la capacidad informativa y que es para cada uno de los usuarios el sentido, el significado y la presencia íntima de la globalización; la importancia renovada de lo local, porque en épocas de lo global, lo local es el único espacio protagónico de las personas; la sensación de que la cultura definida clásicamente ya no es obligación personal, por incumplible que sea, sino una de las opciones en el tiempo libre.

Desaparece la voluntad de hablar como es debido (por novelas se entiende a las telenovelas) y no existe tal cosa como el remordimiento porque las horas dedicadas a la televisión obstruyen la lectura (antes las horas dedicadas a la familia impedían leer). Sin embargo, es importante la función cultural de la televisión y ahí está en México el ejemplo de los canales 11 y 22.

Los cambios tecnológicos son también cambios de mentalidades: las sociedades se reorganizan en torno a métodos nuevos de concebir la acción individual y la colectiva. En unos cuantos años, será preciso asimilar la informática, los satélites de telecomunicaciones, la televisión digital, la tecnología multimedia, la realidad virtual y, por encima de todo, la Internet.

A los comunicólogos les toca la interpretación ritual o cotidiana, publicitaria o crítica de las consecuencias de estos fenómenos y de la sociedad de la información en su conjunto. Crece la cantidad y la significación de los comunicólogos que investigan este proceso y deciden el punto de vista de las sociedades, así como se intensifica el número de los dedicados, con interpretaciones elementales y reiterativas, a promover la puerilización cultural.

Según creo, Ciencias de la Comunicación es el gran enigma académico de esta etapa. Muchas gracias.