¿Quién
puede ser tan insensato como para morir sin haber dado, por lo
menos, una vuelta a su cárcel?
Desde
su creación por el cardenal Richelieu en 1634, por primera
vez en la historia de la Academia Francesa de Letras una mujer
es admitida como miembro en 1980, destruyendo así el mito
de la escritura singularizada por el género. Las primeras
publicaciones de Marguerite Yourcenar datan de 1921, aunque la
familiaridad de los lectores hacia sus libros ha avanzado a un
ritmo infinitamente más lento que el de su celebridad.
¿No afirmaba acaso Jean dOrmesson, en el discurso
de recepción pronunciado en la Academia, que Yourcenar
«sigue siendo una especie de misterio extremadamente célebre,
una especie de oscuridad luminosa»?
Nacida en Bruselas en 1903, de padre francés y madre belga
quien días después del alumbramiento fallece
como consecuencia de una fiebre puerperal, Marguerite Antoinette
Jeanne Marie Ghislaine de Crayencour abandona su linaje aristocrático
para convertirse en Marguerite Yourcenar, seudónimo anagramático
que sería su nombre oficial a partir de 1947. Tuvo tres
nacionalidades (belga, francesa y estadounidense) y fue elegida,
además de por la Academia Francesa, por la Academia Real
Belga de Lengua y Literatura Francesas y por la Academia Americana
de Artes y Letras.
La vida y la obra de Yourcenar se inscriben bajo el signo del
desplazamiento incesante. A partir de 1950 fija su residencia
en la isla de los Montes Desiertos (Maine, Estados Unidos), alternando
su exilio voluntario con viajes alrededor del mundo. Una isla:
principio de soledad. El viaje: principio de conocimiento. «[...]
en el hombre, al igual que en las aves, parece haber una necesidad
de emigración, una vital necesidad de sentirse en otra
parte».1
Cuando estalla la Primera Guerra Mundial, la joven Marguerite,
acompañada por su padre Michel de Crayencour pues
ella nunca asistió a la escuela, Michel fue su preceptor
y guía en los estudios, emigra a Inglaterra, donde
se inicia a la edad de once años en el estudio de las lenguas
inglesa, latina y griega, y comienza a leer por sus propios medios
a los poetas italianos en su lengua original. En 1922 se encuentra
en Italia en el momento del advenimiento de Mussolini y del fascismo,
situación que denunciará primera vez que un
escritor europeo lo hace en su libro El denario del sueño.
Por esta época realiza numerosos viajes a Suiza, Yugoslavia,
Grecia, Turquía y a los Estados Unidos. Hacia el final
de su vida visita Dinamarca, Argelia, Marruecos, Egipto, Japón,
Tailandia, India y Kenia.
En 1986, Yourcenar encuentra a Jorge Luis Borges en Ginebra, seis
días antes de la muerte del autor del Libro de arena; allí
hablan acerca del laberinto de la vida, al que poco después
Borges le encontrará la salida. La escritora, habiendo
cancelado por razones de salud un viaje a Nepal, previsto para
el invierno de 1987, muere el 17 de diciembre del mismo año
en el hospital de Bar Harbor, cerca de Petite Plaisance, su residenciarefugio
en la isla de los Montes Desiertos, a la edad de 84 años.
De este desplazamiento permanente se puede afirmar que la biografía
de Marguerite Yourcenar es una biogeografía. La ausencia
de un centro geográfico y el itinerario mudante evocan
la constatación de Pascal, según la cual la naturaleza
es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes
y la circunferencia en ninguna. Desde esta perspectiva, las fuentes
que nutren la escritura yourcenariana tienen la expansión
de la universalidad.
La aventura del viaje se convierte de esta manera en una forma
privilegiada de descifrar el mundo. A esto añade Yourcenar
los otros dos medios de enriquecimiento respecto al conocimiento
que circulan a través de su obra: las lecturas y los encuentros
con los seres humanos.
Siempre ha habido muchas razones para viajar, de las cuales la
más simple y ya compleja consiste en hacerlo
por la ganancia y por la aventura, dos móviles difícilmente
separables incluso en el caso de Las mil y una noches y en el
de Marco Polo; para convertir a una religión, en la que
uno cree, a otros hombres supuestamente sumidos en la noche de
la ignorancia, como los franciscanos que penetraron en el imperio
mongol, Francisco Javier en el Japón o asimismo los monjes
hindúes que evangelizaron China, o los monjes chinos de
camino hacia el Japón. Hay otros casos en que se viaja
para regresar, como Ulises, a una patria perdida o como
lo hacían, al parecer, los grandes navegantes primitivos
con la esperanza de encontrar una isla más favorable que
aquella que abandonaban. Muy pronto, a esos motivos viene a añadirse
un nuevo móvil: la búsqueda del conocimiento. Ulises,
como tan bien lo vio el poeta griego moderno Cavafis, encuentra,
en las numerosas escalas que lo separan de Ítaca, una ocasión
para instruirse y gozar de la vida. Los viajes en busca del conocimiento
son de todos los tiempos: conocemos aquellos, a menudo legendarios,
de los sabios griegos a Egipto, de los romanos a Grecia, de los
japoneses a Corea o a China, de los filósofos occidentales
de la Edad Media al mundo musulmán y a Asia. El viaje a
lejanas regiones se convirtió en un ingrediente casi indispensable
de la vida de los filósofos, ya se tratara de Solón
o de Paracelso. En todos los casos se trata de informarse acerca
del mundo tal cual es y de instruirse también ante los
vestigios de lo que ha sido. [
] Presentimos que, pese a
todo, nuestros viajes, al igual que nuestras lecturas y encuentros
con nuestros semejantes, son unos medios de enriquecimiento que
no podemos negarnos.2
De
la misma manera en que la biografía de Marguerite Yourcenar
es una biogeografía, su bibliografía es una bibliogeografía.
Los lugares donde transcurren sus obras se sitúan bajo
el signo de la universalidad espacial: El denario del sueño
se desarrolla en Italia; El tiro de gracia, en los países
bálticos; los Cuentos orientales se localizan en la antigua
China, Japón, los Balcanes, en la Grecia contemporánea.
Europa, África septentrional y el Medio Oriente son los
escenarios, en el siglo II, de Memorias de Adriano; Opus nigrum
se desarrolla en Flandes, Italia y Alemania durante el Renacimiento.
Un hombre oscuro transcurre en la isla de los Montes Desiertos
y en los Países Bajos, en el temprano siglo XVII. Sólo
el tiempo y los lugares ausentes son los de Marguerite Yourcenar
misma: están ausentes ella, su medio, su condición,
su país, su tiempo. Escritura que viaja, escritura del
viaje, viaje de la escritura, Yourcenar es una escritora itinerante
en continua partencia.
Pese a la gran diversidad espacial, dos ejes geográficos
irradian esta profusa obra: Grecia y Oriente.
Si bien es cierto que el recurso del mito griego se convierte
en el siglo XX en el vehículo críptico por excelencia
a través del cual escritores como Sartre, Giraudoux y Giono
expresan su rechazo a la devastadora empresa hitleriana (en la
obra para teatro Electra o la caída de las máscaras,
Yourcenar se une a esta voz de indignación), también
es cierto que la Dama de los Montes Desiertos hace de la fuente
helénica una reserva de recursos que sobrepasa el mito:
la herencia del método y del logos griego, que se traduce
en su obra en una lógica y lucidez implacables; los poetas
satíricos, líricos; los poetas completamente escépticos
y los poetas profundamente místicos o eróticos del
archipiélago, cuya huella se halla diseminada en la obra
de Yourcenar; las escuelas filosóficas como el escepticismo
y el cinismo, el estoicismo y el hedonismo, eclecticismo que contribuye
a la construcción de la identidad de varios de sus personajes,
tales como Alexis, Adriano, Zenón, Nathanael...
Pero es el emperador Adriano, continuador del legado griego en
Roma, quien toma la voz de Marguerite Yourcenar, 18 siglos atrás,
para afirmar lo siguiente:
Siempre agradeceré a Scauro que me hiciera estudiar
el griego a temprana edad. Aún era un niño cuando
por primera vez probé de escribir con el estilo los caracteres
de ese alfabeto desconocido; empezaba mi gran extrañamiento,
mis grandes viajes y el sentimiento de una elección tan
deliberada y tan involuntaria como el amor. Amé esa lengua
por su flexibilidad de cuerpo bien adiestrado, su riqueza de vocabulario
donde a cada palabra se siente el contacto directo y variado de
las realidades, y porque casi todo lo que los hombres han dicho
de mejor lo han dicho en griego. [...] he administrado el imperio
en latín; mi epitafio será inscrito en latín
sobre los muros de mi mausoleo a orillas del Tíber; pero
he pensado y he vivido en griego. [...] Entreveía la posibilidad
de helenizar a los bárbaros, de aticizar a Roma, de imponer
poco a poco al mundo la única cultura que ha sabido separarse
un día de lo monstruoso, de lo informe, de lo inmóvil,
que ha inventado una definición del método, una
teoría de la política y de la belleza.3
Junto al universo griego, la otra gran fuente que nutre el pensamiento
y la escritura yourcenarianos es el Oriente, con el cual la autora
se familiariza desde temprana edad mediante traducciones de textos
de la India y del Extremo Oriente. En respuesta a una carta suya,
Rabindranath Tagore incluso invita a la joven Marguerite para
que asista, como estudiante, a la universidad de Santiniketan
que él ha creado.
Sólo en 1982 cinco años antes de su muerte,
la académica descubrirá el Oriente en compañía
de un joven de 30 años, Jerry Wilson, quien se convertirá
en su compañero de viajes, después que ella ha perdido
a su secretaria, excelente traductora y compañera de vida,
Grace Frick. Había ya publicado Yourcenar, dos años
atrás, Mishima o la visión del vacío, y había
comenzado la traducción de Cinco No modernos de Mishima,
del japonés al francés, en colaboración con
Jun Shiragi. Una serie de crónicas, resultado de este primer
gran viaje a Oriente, se publicarán en Una vuelta por mi
cárcel, aunque la obra que condensa gran parte de la construcción
oriental de Marguerite son los luminosos Cuentos orientales.
El Oriente de Yourcenar es ante todo un Oriente imaginario. Penetra
ella en él a través de la literatura y las artes.
De las 6.876 obras que se encuentran en la biblioteca de Petite
Plaisance, 500 textos están consagrados al Oriente.
El Oriente yourcenariano no es aquel orientalismo exótico,
pintoresco o galante del siglo XIX, tal como lo percibían
los artistas europeos de aquel entonces: es una invitación
a un viaje completamente diferente: se trata de la búsqueda
de la dimensión de la trascendencia mediante la noción
de lo sagrado, ya sea por medio de las antiguas corrientes místicas
o del culto y el rito que ponen en contacto al ser humano con
otra suerte de realidades. De tal manera, el Oriente aparece como
el complemento del componente griego. Es precisamente el emperador
Adriano quien ve en estas dos fuentes, dos formas alternativas
de conocimiento:
Una parte de cada vida, y aun de cada vida insignificante,
transcurre en buscar las razones de ser, los puntos de partida,
las fuentes. Mi impotencia para descubrirlos me llevó a
veces a las explicaciones mágicas, a buscar en los delirios
de lo oculto lo que el sentido común no alcanzaba a darme.
Cuando los cálculos complicados resultan falsos, cuando
los mismos filósofos no tienen ya nada que decirnos, es
excusable volverse hacia el parloteo fortuito de las aves, o hacia
el lejano contrapeso de los astros.4
La sabiduría, en todas sus formas, es una búsqueda
constante de los personajes yourcenarianos. Búsqueda que
habitará a la autora desde sus tempranos años. Búsqueda
que muchos de sus lectores han hecho suya. En este sentido, el
pensamiento místico oriental propone innumerables posibilidades:
la idea de la conciliación de los contrarios, en el budismo
zen («La luz existe en la oscuridad, la oscuridad existe
en la luz»); la idea del brahmanismo según la cual
los demonios y los dioses cohabitan en el ser humano. La percepción
taoísta de la vida y la muerte como etapas sucesivas. El
pensamiento yourcenariano no excluye: integra.
La carta de navegación de las corrientes místicas
orientales de Marguerite Yourcenar está constituida por
el taoísmo, el confucionismo, el hinduismo, el budismo.
A esta configuración mística oriental opondrá
ella lo que suele denominar «las Tres Imposturas»:
el cristianismo, el judaísmo y el islamismo.
En una serie de entrevistas concedidas a Matthieu Galey, Con los
ojos abiertos (1980), afirma Yourcenar:
Tengo varias religiones, como tengo varias patrias, de manera
que en cierto sentido no pertenezco quizás a ninguna. No
pienso por cierto en renegar del Hombre que ha dicho que aquellos
que tengan hambre de fe y de justicia serán saciados (en
otro mundo, con seguridad, porque en el nuestro no es verdad),
pero menos renuncio a la sabiduría taoísta, parecida
a un agua límpida, unas veces clara, otras oscura, bajo
la cual se descubre el trasfondo de las cosas. Estoy agradecida
por lo precioso que me han enseñado sobre mí misma,
y en la medida en que he emprendido y proseguido el estudio, al
tantrismo, y a sus métodos casi fisiológicos para
despertar las fuerzas del espíritu y del cuerpo, y al zen,
esa espada centelleante. Sobre todo, permanezco profundamente
ligada al conocimiento budista, estudiado a través de diferentes
escuelas que, como las diferentes sectas cristianas, me parecen
menos contradecirse que completarse. Sólo su compasión
por todo ser viviente amplía nuestras nociones, muchas
veces mezquinas, de la caridad; no sólo, como los presocráticos,
vuelve a poner al hombre, pasajero, en un universo que pasa, sino
que además, como Sócrates (y confiándose,
por supuesto), nos pone en guardia contra las especulaciones metafísicas
ambiciosas, para incitarnos, sobre todo a conocernos mejor y,
como las filosofías modernas consideradas más audaces,
insiste en la necesidad de depender sólo de nosotros mismos:
«Sed una lámpara para vosotros mismos
».5
Marguerite Yourcenar y gran número de sus personajes se
guían a lo largo de su existencia por los cuatro votos
budistas que resumen una sabiduría muy antigua:
Los cuatro votos budistas que, en efecto, me he recitado
con frecuencia en el curso de mi vida, dudo en volver a decirlos
en este momento delante de usted, porque un voto es una plegaria,
y más secreto aun que una plegaria [...] Simplificando:
se trata de luchar contra las malas inclinaciones; dedicarse hasta
el fin al estudio; perfeccionarse en la medida de lo posible,
y por fin por numerosas que sean las criaturas que vagan en la
extensión de los tres mundos, es decir en el universo,
trabajar para salvarlas. De la conciencia moral al conocimiento
intelectual, del perfeccionamiento de sí al amor de los
demás, y a la compasión por ellos, todo está
allí, me parece, en ese viejo texto que tiene alrededor
de 26 siglos.6
Tal
vez la criatura yourcenariana que va más lejos en el camino
de la sabiduría sea Nathanael, uno de sus últimos
personajes (Un hombre oscuro, dedicado a Jerry Wilson, quien morirá
en 1986, víctima de la enfermedad de finales del siglo
XX). Nathanael, luego de dejar voluntariamente Amsterdam, se refugia
en una isla frisona, donde se integra a la luz, al agua, a la
tierra, abandona las categorías del pensamiento que ya
no le ofrecen ningún recurso; el lenguaje se disuelve en
el silencio; los tabiques del tiempo se rompen. Sin darse cuenta,
Nathanael accede al estado de iluminación, según
los místicos orientales.
Para acceder a la disolución del yo ha sido necesario que
Nathanael atraviese todo el siglo XX: aparece por vez primera
ante la joven Marguerite hacia 1920, cuando ya tiene él
los rasgos que serán suyos y por su edad podría
ser el hermano de su creadora; se refugia luego en la penumbra
durante muchos años. Surge de nuevo, súbitamente,
en una fría habitación de un hotel mortecino en
las proximidades de una estación desierta, hacia la medianoche,
mientras Yourcenar espera un tren. Han transcurrido entonces,
desde la visión de 1920, 37 años... La imagen de
Nathanael es esta vez más nítida: tiene 16 años
y ayuda a un maestro de escuela, en Amsterdam. Marguerite se da
cuenta de que él cojea un poco y que visto el tiempo que
ha pasado, ella puede ser ahora su madre. Obligado a huir después
de una reyerta en la que cree haber matado a un hombre, Nathanael
zarpa hacia Jamaica, para rozar luego más hacia el norte,
la isla de los Montes Desiertos. Podría estar cerca de
Ella, en esta noche en la que debe arribar un tren. Pero curiosamente
los vectores del tiempo se cruzan: Nathanael ha pasado por allí
hace unos 300 años, antes de que su embarcación
encallara en las proximidades de la Isla Perdida y volviera luego
a Europa, para casarse con Saraí prostituta y ladrona
judía. Antes de irse a morir en una isla de la costa
frisona, la frágil visión onírica se rompe
ante el anuncio de la llegada de un tren...
En 1980, la anciana Dama de los Montes Desiertos asiste al alumbramiento
literario de Nathanael. Él tiene 16 años; ella,
77. El hombre oscuro ha sido forjado por la sabiduría griega,
por el ascetismo oriental, pero éstos ya no son más
que una huella imperceptible en el cuerpo del texto y participan
de la disolución general que contagia las palabras, la
identidad del personaje, el tiempo, las categorías del
pensamiento. La escritura yourcenariana ha tomado otros rumbos.
Lo único estable en este gran naufragio son la noche, el
mar, el cielo estrellado, la lluvia y el viento. Nathanael ya
puede morir, está integrado al cosmos.
Grecia, Oriente, el paisaje en su dimensión cósmica,
son los tres grandes trazos de la escritura yourcenariana. Sus
últimas reflexiones tienen que ver con la necesidad de
retornar a una existencia sencilla, imposible en el seno de la
civilización (¿reminiscencias del ideal ascético
de los cínicos?), de hacer del instante presente el eje
de gravitación de la eternidad (influencia budista, sin
duda), entre otras. ¿No acariciaba acaso el proyecto de
escribir un último libro, Paisaje con animales, en el que
el hombre aparecería solamente desde el ángulo de
su relación con los minerales, las plantas y los animales?
Sources II (Fuentes II) corresponde a la publicación póstuma
(1999) de un gran cuaderno de notas que Yourcenar depositó
en la biblioteca Houghton de Harvard y que contiene en forma aparentemente
caótica (la autora no preveía su publicación)
fichas de lecturas, esbozos de textos, pensamientos, citaciones,
inventarios, recuerdos y fragmentos personales. Todo esto corresponde
posiblemente a la década del setenta, época en la
que Marguerite Yourcenar se ve inmovilizada en la isla de los
Montes Desiertos debido al cáncer que aquejaba a Grace
Frick.
Lo cotidiano roza en este texto la trágica e irreversible
tríada: la vejez, la enfermedad y la muerte. Lo sublime
alterna con lo trivial, lo espiritual con lo privado, el arte
con la experiencia vivida. Fuentes II es el testimonio del río
secreto que alimentó parte de la vida de la autora de Memorias
de Adriano.